En el vientre de la palabra/3 - La huida del profeta y la convicción de ser la causa del drama inminente
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/03/2024
Cualquier comunidad víctima de la violencia o agobiada por algún desastre se entrega gustosamente a una caza ciega del «chivo expiatorio». Instintivamente, se busca un remedio inmediato y violento a la violencia insoportable. Los hombres quieren convencerse de que sus males dependen de un responsable único del cual será fácil desembarazarse.
René Girard. La violencia y lo sagrado, p.88
“Jonás descendió al puerto de Jope donde encontró un barco que partía para Tarsis, pagó el pasaje y entró en él para ir con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor” (Jonás 1:3). Jonás se sube al primer barco y escapa. Paga "el precio" del transporte y se embarca "con ellos". En la Biblia, cuando está en juego la vida y la muerte, aparece con frecuencia el “precio del mercado”, y ahí donde no lo esperaríamos. Como con Abraham en la compra de la tierra para enterrar a Sara (Gn 23), o en Jeremías con el campo de Anatot (Jr 32), dos episodios clave en donde la referencia al precio refuerza la solemnidad extrema de esos gestos. Cuando en las Escrituras encontramos un precio debemos también interpretarlo como una señal, un símbolo de alguna otra cosa. Al decirnos que Jonás pagó el precio del pasaje para embarcarse, la Biblia está acrecentando la solemnidad espiritual de este momento decisivo en la historia de Jonás. El Dios bíblico aprendió a “hablar economía” porque quiere hablarnos de vida y de muerte, quiere darse a entender por nosotros – también en estos detalles se esconde la bella laicidad verdadera de la Biblia.
Luego está ese “ir con ellos”. En esa huida de Dios Jonás encuentra, quizás busca, una compañía humana, como si la presencia de un grupo de hombres pudiera sustituir la ausencia del Señor; como si el ruido de las voces de aquellos compañeros (des)aventurados fuese capaz de hacerle olvidar el sonido de otra voz que no había querido escuchar. Cuando uno huye de sí mismo, arranca solo pero llega en compañías a menudo improbables, improvisadas y precarias, pero preferibles en todo caso a la soledad, que nos manda un eco que nos aterra: nos llenamos de muchas voces para olvidar aquella voz única. Las compañías son, a veces, también esto.
“Y el Señor desató sobre el mar un fuerte viento, y hubo una tempestad tan grande en el mar que el barco estuvo a punto de romperse. Los marineros tuvieron miedo y cada uno clamaba a su dios; y arrojaron al mar la carga que estaba en el barco para aligerarlo. Pero Jonás había bajado a la bodega del barco, se había acostado y dormía profundamente” (1,4:5). Sin embargo... después del "pero" de Jonás (1:3), he aquí otra conjunción adversativa narrativa y teológica. Los marineros tiran por la borda sus cargas, pero no saben todavía que el verdadero peso del barco es Jonás. Rezan a sus muchos dioses, por lo tanto son paganos, "representantes de las setenta naciones de la tierra" (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI, p. 194). El barco está por hundirse, pero Jonás, siguiendo su descenso y su huida, había ido a parar a la parte más baja. Allí, en un profundísimo sueño, la tormenta no lo despertó. No es el buen sueño de Adán (2:21), ni el de las visiones y profecías de Daniel. Por el contrario, es el sueño del deprimido, algo parecido al sueño de Elías bajo la retama (1 Reyes 19:4), ese sueño de quien se emborracha para dejar de pensar en la vida, esperando, tal vez, no despertarse. De ese sueño no lo despierta un ángel sino el grito de un hombre: “El capitán se le acercó y le dijo: ‘¿Cómo es que estás durmiendo? ¡Levántate, invoca a tu Dios! Quizás tu Dios piense en nosotros y no pereceremos’” (1:6). El capitán usa el mismo lenguaje que Dios había usado en la llamada a Jonás – “levántate, proclama” (1:1) – en hebreo: qûm, qāra’. Jonás no había respondido a la llamada de YHWH pero ahora parece responder a la llamada de un hombre – ¡cuántos hay que comienzan un nuevo diálogo con un Dios al que ya no entienden hasta que, en cualquier bodega, son alcanzados por el grito de los pobres, y dentro de aquel grito de dolor totalmente humano empiezan un nuevo aprendizaje de la voz de Dios!
Lo echaron a la suerte y la suerte cayó sobre Jonás. “Entonces le reclamaron: ―Dinos ahora, ¿quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre? ¿A qué te dedicas? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿A qué pueblo perteneces?” (1:7-8). Echar la suerte en el mundo antiguo, la Biblia incluida (p.ej. Hch 1:26 o Jos 7:17), era un medio para entender, en algunos contextos, la voluntad divina.
Pero aquí estamos en el centro de este primer capítulo: entre los marineros se insinua la lógica del "chivo expiatorio". En esa situación de peligro extremo y de muerte inminente, se impone la pregunta tan simple como equivocada: ¿de quién es la culpa? El recurso (ilusorio) de última instancia se convierte en la identificación de un culpable a quien echarle la culpa, y después expulsarlo de la comunidad para reestablecer la paz con la divinidad y calmarlo. La víctima del sacrificio debe ser culpable, y la comunidad debe convencerse de su culpabilidad, para que su expulsión sea merecida - ¡cuántos ritos de chivos expiatorios dentro de toda meritocracia! Para René Girard, el chivo expiatorio debe reunir ciertas características: a) presentar signos evidentes de diferencia física o moral (un defecto físico o psíquico, una diversidad cultural, religiosa o étnica evidente); b) ser un elemento no esencial para la supervivencia del grupo, una persona "extrema" (un rey o un marginal); c) el chivo debe ser miembro del grupo sin formar parte, sin ser un elemento esencial; d) por último, el chivo expiatorio, una vez sacrificado, paradójicamente adquiere cualidades divinas, ya que se le atribuye la salvación de la comunidad. De este modo, la elección de la víctima recae en alguien cuya muerte no será vengada y así la violencia no se convertirá en "mimética".
Jonás cumple con todas estas características: es un diferente ("Soy hebreo, y rindo culto al Señor, el Dios del cielo, creador del mar y de la tierra" (1:9)), es externo al grupo de marineros, por lo que nadie se vengará de él, y al final calmará las aguas. Solo falta su evidente culpabilidad: esta la proporcionará Jonás mismo.
La (lejana) referencia bíblica al mecanismo del chivo expiatorio se encuentra en el Levitico (16:9-10) en un fragmento donde aparece una misteriosa arcaica divinidad («Azazel»), a la que se le ofrece un chivo expiatorio: “En cuanto al macho cabrío que le haya tocado en suerte a Azazel, lo presentará vivo ante el Señor para hacer con él el rito de expiación y enviarlo luego al desierto” (Lv 16:10). Es importante notar que también en este caso el chivo expiatorio, para enviarlo al desierto, se escoge ‘echando la suerte’ (16:8), como Jonás.
Estos versículos se construyen en torno a la tensión inocencia-culpa. “Te rogamos, Señor, no permitas que perezcamos ahora por causa de la vida de este hombre, ni pongas sobre nosotros sangre inocente” (1:14). Para los marineros, que no tienen todas las informaciones, Jonás es un chivo expiatorio imperfecto, debido a su doble culpabilidad - y por eso antes tratan de volver a la costa: “Los marineros se pusieron a remar con todas sus fuerzas para acercarse a tierra, pero no lo lograron” (1:13). Pero nosotros los lectores sabemos que Jonás no es inocente, por lo tanto el mecanismo del chivo expiatorio funciona perfectamente.
Pero aquí hay otro giro: “Ellos le preguntaron: «¿Qué haremos contigo para que el mar se calme alrededor nuestro? Pues el mar se embravecía más y más. Y él les dijo: Tomadme y lanzadme al mar, y el mar se calmará en torno vuestro, pues yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros” (1:11-12).
Jonás pide ser arrojado al mar.
En esta escena estupenda encontramos ecos importante del Siervo de YHWH del segundo Isaías (cap. 55), donde un inocente se convierte en víctima vicaria por parte del pueblo. Pero muchos (entre ellos Jerónimo, Comentario a Jonás, p. 58) vieron en él una prefiguración de Cristo, otro inocente chivo expiatorio, ¿y cómo no iban a verlo, a la luz de las palabras que los marineros dirigieron a Dios: “no pongas sobre nosotros sangre inocente” (1:14), que reencontraremos siglos después en la narración de la Pasión (Mt 27:25)? Es curioso observar que Girard también nos ofrece una lectura original del misterioso "signo de Jonás" que encontramos en los evangelios: "¿Qué es el signo de Jonás? La referencia de Mateo a la ballena no es muy esclarecedora, y hay que preferir, junto con todos los exégetas, el silencio de Lucas... El 'signo de Jonás' designa, una vez más, a la víctima colectiva" (El chivo expiatorio, p. 156).
En estos pocos y densos versos se entretejen más registros narrativos y teológicos, todos de gran relevancia desde muchas perspectivas.
En el centro está la experiencia de Jonás. Él siente ser la causa de la tormenta y de la muerte inminente, porque la asocia con su desobediencia a Dios: "Yo sé...". Una experiencia, la de Jonás, que puede repetirse cada vez que una persona cree que hay un vínculo entre su desobediencia espiritual-moral y un problema que le sucede de cerca (en una familia, en una empresa, en una comunidad...). Lo que cuenta es la creencia subjetiva de la experiencia, no la verdad objetiva de la experiencia. Una mujer o un hombre han cometido un error, tal vez un pecado. Se encuentra por esto en un lugar equivocado. Ahí ocurre una desgracia, un dolor colectivo. Empieza a creer que ese dolor no habría existido sin su "no" de ayer, y encuentra una evidente relación de causa-efecto. Acaba así en un gran sufrimiento psicológico-espiritual, entre los más grandes de todos, y en la búsqueda desesperada de una solución puede que un día empiece a pensar obsesivamente que la única solución real es desaparecer. Y si mientras aquel nuevo Jonás vive esta "prueba" personal, se activa paralelamente contra él un mecanismo colectivo de chivo expiatorio, esta "tenaza" produce consecuencias muy graves si no interviene alguien o algo para romper este circuito de muerte. Porque la terrible lógica del chivo expiatorio se vuelve perfecta cuando logra un doble ejercicio de maldad: (1) la comunidad se convence de la culpabilidad de la víctima y, lo que es esencial, (2) la víctima se convence de su propia culpabilidad y así, a diferencia de los animales, es ella misma quien pide que la arrojen al mar. Como le sucede a Jonás: “tomaron a Jonás, lo lanzaron al agua y la furia del mar se aplacó” (1:15). El primer titubeo de los marineros que tratan de evitar la muerte de Jonás puede leerse también como un "no" de la Biblia a la legitimación de tan terribles mecanismos sociales de muerte, que vemos repetirse cada día.
De estas trampas mortales nos salvamos si no perdemos, en la bodega de nuestro corazón, la fe en una inocencia más profunda y verdadera que nuestras culpas - o si alguien cuida por nosotros esa fe que perdimos.