En el vientre de la palabra/4 - El gran pez nos hace vivir la experiencia de volver a ser pequeños como un feto
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/03/2024
El Señor había creado el pez que acogería a Jonás en el momento de la creación del mundo. Era un animal tan grande que en su interior Jonás estaba cómodo como en una gran sinagoga: los ojos eran como ventanas y había un diamante brillante como el sol del mediodía, que le permitía al profeta ver todo lo que había en el mar hasta las profundidades más remotas.
L. Ginzberg. Las leyendas de los judíos, IV.
Jonás se había embarcado hacia Tarsis para huir “lejos del Señor” (Jn 1:3). Lo de él es una ilusión de huida, lo sabe, pero huye igual. Igual que nosotros, cuando sabiendo que no hay ni en la tierra ni en el cielo un lugar en el que refugiarnos para escapar de nuestra vida, escapamos igual, nos ilusionamos y sabemos que nos ilusionamos, y sin embargo huimos igual. Pero una vez en el barco equivocado, que debería llevarlo “lejos del Señor”, Jonás empieza a cumplir una misión similar a esa de la que está escapando: realiza una primera conversión de paganos, y lo hace sin querer, porque la misión de la que estaba huyendo era justamente la conversión de los paganos de Nínive. No quería convertir a los paganos de Nínive pero convierte a los paganos del barco. De hecho, cuando comienza la tormenta, el capitán llama a Dios con el nombre genérico de "Elohim" (los dioses) ["¡Levantate, invoca a tu dios (Elohim)! Tal vez tu dios cuide de nosotros y no perezcamos" (1:6)], pero cuando Jonás se declara culpable y responsable de la tormenta, los marineros paganos empiezan a rezar a Dios con el nombre de YHWH: “Y aquellos hombres temieron en gran manera al Señor (YHWH); ofrecieron un sacrificio al Señor y le hicieron votos” (1:16).
Jonás huye de la vocación pero en esa huida la empieza a cumplir. Cuando observamos las dinámicas de las verdaderas vocaciones religiosas y laicas, nos damos cuenta de que la paradoja de Jonás es más común de lo que pensamos. Se huye de un convento, de una comunidad, de un trabajo, de una familia, cada uno escapa por una razón diferente, pero todos escapan porque no pueden no hacerlo. Se parte en dirección contraria para no morir, y en el camino de no hacer lo que deberíamos hacer, nos vemos, sin quererlo ni saberlo, haciendo algo muy parecido, si no idéntico, a aquello de lo que estábamos huyendo. Habíamos dejado todo y habíamos partido para seguir una llamada, y un día sentimos el deber de partir de nuevo pero en dirección contraria. Nos embarcamos hacia Tarsis, “lejos del Señor”, y en ese contra-viaje nos encontramos finalmente ocupándonos de los pobres, de la humanidad, del sufrimiento de los hombres y mujeres. Habíamos escapado de una vida, pero esa misma vida nos esperaba en otro lado, y no lo sabíamos. Estas vocaciones hechas en la dirección contraria son muy dolorosas, pero tienen también su propia belleza ligada a la gratuidad. En las vocaciones que se cumplen por las vías comunes y trilladas, hay muchas cosas hermosas y buenas, pero puede faltar la belleza de esta gratuidad, la que nace de la renuncia al voluntarismo, aquella en la que los frutos no vienen porque los hayamos buscado y deseado: vienen y ya, a menudo a pesar de nosotros. Y el que se encuentra con esta gratuidad experimenta una especial ligereza, aquella libre de la obligación del reconocimiento, porque los frutos y las conversiones suceden por fuera del registro de las intenciones: suceden y ya, todo es realmente pura gracia. Si la vida fuese solamente el desarrollo de una partitura escrita por nosotros o por alguien para que nosotros la toquemos, vivir sería extremadamente monótono y aburrido; y en cambio es hermosísimo porque el cruce decisivo resulta ser otro, uno diferente al que habíamos errado, la cita más importante era diferente a la que habíamos perdido, los mejores y más sabrosos frutos no eran esos marchitos que quedaron en el árbol sino los que nacerán en la tierra del no-todavía, en aquella puesta en berbecho.
‘‘Y el Señor dispuso un gran pez para que se tragara a Jonás; y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches’’ (1:17). Pero... he aquí otra bellísima conjunción adversativa de este libro, que esta vez no tiene que ver con Jonás sino con Dios. Los marineros llevaron a cabo el ritual del "chivo expiatorio", arrojaron a Jonás sobre las aguas para aligerar la nave del único y verdadero lastre que, según ellos y Jonás, estaba haciendo que la embarcación se hundiera. La expulsión de Jonás calma la tormenta, la tripulación se convence de la verdad del nexo causal y refuerza sus creencias erradas sobre la vida y sobre Dios - la tierra está llena de creencias erradas a las que les cabe un crisma religioso. Pero Dios interviene para salvar a Jonás, determinando que un gran pez se lo trague, en una ingesta que contiene una salvación. Un gran pez que ha inspirado muchísimo arte y literatura, desde la ballena Moby Dick hasta el Tiburón de Pinocho, un pez que en la cultura popular se ha vuelto más famoso y familiar que el propio Jonás.
Estos "tres días y tres noches" han generado innumerables lecturas alegóricas rabínicas (Midrash de Jonás) y cristianas a lo largo de los siglos. Para Mateo (12:39) el "signo de Jonás", mencionado por Jesús, son estos tres días y tres noches en el vientre del pez, prefiguración de su muerte y resurrección, y para Gregorio de Nisa este episodio es "el signo más claro de entre todos los proféticos" (Migne (PG) 46, 604). Un detalle: la palabra ‘pez’ aparece en masculino (dag) en los versículos 1 y 11 del segundo capítulo, mientras que en el versículo 2 lo encontramos en femenino (daga). Los comentadores antiguos han tratado de interpretar de diferentes modos este cambio de género del pez en el texto hebreo. Aquí yo agrego otro.
Cuando el lector bíblico llega a la escena en la que Jonás es lanzado al mar en plena tormenta, y se topa con un gran pez, el ambiente lo lleva a ver en aquel pez un elemento adicional de muerte. Piensa inmediatamente en el Leviatán, el monstruo marino que está en los Salmos (104:26), en Isaias (27:1) y en Job (40:25). El texto hebreo usa para 'pez' el masculino dag sólo al principio y al final, cuando ese monstruo “vomita’’ a Jonás en tierra firme. Pero cuando Jonás, después de ser abandonado en el mar, se encuentra vivo en el "vientre" del gran pez, el contexto cambia. Allí el pez se vuelve bueno, Jonás tiene la experiencia de un gran pez de salvación. Aquel vientre se convierte en un lugar de vida, de salvación, de llegada, de posición fetal: y de ahí el cambio de género, dag se convierte en daga.
Para entenderlo mejor, nos ayuda un versículo del Salmo 37: “Encomienda tu suerte entorno al Señor” (37:5). El verbo hebreo usado en el Salmo es galàl, que como nos recuerda Guido Ceronetti (El Libro de los Salmos) se refiere a un enrollamiento, un ovillo, un enroscamiento que evoca el capullo del gusano, "el copo de azúcar alrededor del palillo", el acurrucamiento del feto en el vientre materno. Quizás para su autor, Jonás, salvado de la muerte, vive la misma experiencia que el salmista, la experiencia de sentirse dentro de un ovillo, dentro del seno materno de Dios, del vientre de una mujer. El significado y la fuerza metafórica del vientre de los hombres no son los del vientre de las madres. De hecho, las entrañas, el vientre, (rhm) están a la base de la palabra hebrea que traducimos como misericordia, rehem/rehamîm: “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?” (Isaías 49:15). Los evangelios usarán la palabra griega equivalente (splanchnízesthai) también para Jesús que se conmueve, para el Buen Samaritano o para el padre misericordioso del hijo pródigo, pero el modelo es siempre el de las entrañas maternas, incluso cuando los misericordiosos somos los varones -y a veces sabemos serlo-. Ese antiguo escritor hebreo sabía que el vientre que traga la comida no es el vientre que contiene la vida, y tal vez para poder decirlo, fue que cambió el género de aquel gran pez; no debemos perder el sentido de esa letra añadida (dag-daga), porque en los detalles se esconde a menudo una presencia de Elohim, no sólo el demonio.
En este vientre bueno, cálido y materno, Jonás vive una experiencia nueva: Jonás reza. Y lo hace con uno de los salmos más bellos de la Biblia, que se encuentra fuera del Salterio, escondido en un librito poco valorado, bajo el perfil espiritual y ético. Mientras Jonás tiene la experiencia del vientre materno, siente otra presencia de Dios, y por eso reza. Después de haberse precipitado en el abismo, de haber tocado fondo, primero el fondo del barco y luego el de su vida, y de haberse salvado por un vientre bueno, Jonás vuelve a rezar. Y en este gesto se desvela algo precioso sobre lo que verdaderamente es la oración en la Biblia.
Allí, en ese vientre bueno, Jonás se hace amigo de muchos salmistas, de Job, de Isaías, de Cristo, y de tantos hombres y mujeres que han aprendido a rezar dentro del vientre de un gran pez de la vida después de una muerte -la propia, la de un hijo, la de los que amamos, la de Dios-. Jonás había huido de la voz de Dios que le daba una tarea, un mandato, una embajada, todos registros exclusivamente masculinos, de encontrarse con el pez-Dag. Para volver a rezar, Jonás había tenido que huir, había hecho la experiencia subjetiva de la culpa hasta sentirse responsable de la desgracia y de la muerte de la tripulación de una gran nave. Y después de la "gran ciudad" de Nínive, la "gran nave" y la "gran tormenta", es comido por un "gran" pez-dāg; y dentro de ese gran vientre experimenta el volverse nuevamente pequeño como un feto, se encuentra acurrucado y encogido en un pequeño vientre que reconoce como el mismo vientre de Dios. Es del pequeño vientre de Dios que puede resurgir la oración. Cuando la vida nos redujo a algo tan pequeño como para pasar por el ojo de una aguja, después de haber encontrado al Señor de los ejércitos, al Todopoderoso, al ser perfectísimo creador del cielo y de la tierra, puede ocurrir que nos acurruquemos finalmente dentro de un vientre, dentro de un ovillo. Nos volvemos pequeños, niños, y más allá del ojo del aguja vislumbramos otro Reino. En la vida se aprende muchas veces a rezar. Se empieza recitando las oraciones que nos enseñan otros, y con estas buenas oraciones de nuestros padres y abuelas seguimos adelante por mucho tiempo. Después vienen las oraciones comunitarias, más ricas y más coloridas, y con ellas seguimos muchos años más. Hasta que un día olvidamos la lengua de Dios y de los ángeles. Nos olvidamos de todas nuestras oraciones y nos encontramos en un barco que nos lleva al lugar equivocado, y lo sabemos. En ese viaje pensábamos que íbamos a morir, y en lugar de eso seguimos vivos. Nos encontramos dentro de un lugar que se ha hecho muy pequeño, y descubrimos que no habíamos olvidado todas las oraciones: todavía nos quedaba una, la más simple, de cuando éramos niños. Con ella tejemos nuestro capullo, y en ese ovillo reconocemos el vientre materno de Dios. Lo de ayer no era el final de la oración, era sólo una muerte que preparaba la resurrección del tercer día.