El misterio revelado/15 – En toda relación malograda es posible volver a empezar en el “nombre” del otro.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 10/07/2022
«Hemos vivido en grietas de la historia: nos hemos cobijado en lo que nunca cierra del todo. Para el último día nos gustaría tener las visiones que nos nutrieron en el exilio».
Ernst Bloch a Ingeborg Bachmann, tras su visita al gueto de Roma.
La profecía entregada a Daniel sobre el final del exilio, que no ha llegado pero llegará, es el fundamento bíblico de la gran virtud de la esperanza. Y ayuda a interpretar el tiempo.
En los pactos, la fe en la fidelidad del otro es esencial. Es más fundamental que nuestra propia fidelidad. Podemos esperar la reconstrucción de un pacto roto, siempre que quien lo ha traicionado crea que la otra parte sigue siendo fiel, y confíe en que una mano firme siga sosteniendo el otro cabo de la cuerda que nos ata. Todo se acaba cuando en el otro extremo de la cuerda no hay nadie – o cuando creemos que es así –. En la Biblia, la fe en Dios es la esperanza de que en alguna parte del cielo exista una roca firme que no nos deje hundirnos en nuestras infidelidades. De ahí nace la oración más hermosa que se puede elevar en las crisis de fe y de nuestras relaciones primarias: «Tú, al menos tú, no abandones; resiste, sigue creyendo en el pacto que yo, por fragilidad o culpa, no he sido capaz de guardar. Sé fiel también por mí». En latín cuerda, fe y confianza son la misma palabra: fides.
«El año primero de Darío (...) yo, Daniel, leía atentamente en el libro de las profecías de Jeremías el número de años que Jerusalén había de quedar en ruinas: eran setenta años» (Daniel 9,1-2). En el libro de Daniel entra Jeremías, un profeta que vivió en vísperas del exilio babilónico que él mismo había profetizado: «Toda esta tierra quedará desolada y las naciones vecinas estarán sometidas al rey de Babilonia durante setenta años» (Jr 25,11). Esta profecía, con una duración tan concreta, ha dado mucho trabajo a los rabinos y a los exegetas antiguos y modernos. Podemos calcular más o menos los setenta años de exilio profetizados por Jeremías si empezamos a contarlos a partir de la destrucción del tiemplo de Jerusalén (587) y establecemos su final en la reconstrucción del templo (516). Pero – esto es lo que más importa a los profetas – cuando el autor del libro de Daniel escribía (siglo II a.C.), su pueblo vivía otro “exilio” y se preguntaba: ¿hasta cuándo? Para tener esperanza no bastaba recordar la verdad del final del primer exilio de Babilonia; era necesario que el final de ese gran exilio se convirtiera en la garantía del final de la opresión de Antíoco IV Epífanes. Porque cuando se vive una gran crisis, el recuerdo de las liberaciones del pasado solo aumenta el sufrimiento del presente, a no ser que la antigua historia se convierta en un recurso para renacer ahora. Ningún pasado recordado salva si no se convierte en recurso para liberar el presente y generar un futuro bueno. Sin esta dinámica pasado-presente-futuro, con su eje en el presente, no se entiende la profecía ni la Biblia. De ahí la pregunta de Daniel: ¿Qué nos dice a nosotros la antigua profecía de Jeremías sobre el final del exilio, cuando hoy, en otro exilio, esperamos una liberación que no llega?
Esta pregunta crea el ambiente para la gran oración de Daniel, uno de los pasajes más hermosos y profundos de su libro. Pero antes Daniel nos regala una enseñanza sobre la preparación a la oración: «Después volví mi rostro hacia el Señor Dios para implorarle con oraciones y súplicas, con ayuno, sayal y ceniza. Oré y me confesé al Señor, mi Dios» (9,3-4). Lo primero es la mirada: volví mi rostro hacia el Señor Dios. Orienté los ojos, miré más allá de mí mismo, quizá hacia Jerusalén. Orar es cambiar la mirada, aprender a mirar de otra manera. La oración bíblica no empieza mirando hacia dentro en busca de la propia interioridad profunda – una búsqueda casi siempre vana porque lo único que hace es engordar el yo que se intenta reducir: también en esto está la trascendencia del Dios bíblico –. En cambio, para la oración nos preparamos mirando hacia fuera, buscando otro lugar. No empezamos cerrando los ojos, sino abriéndolos, para mirar fuera de nosotros y más lejos. La oración bíblica es extrovertida, un vuelco del alma indigente en busca de una luz que viene de fuera y después desaparece dejándonos de nuevo como mendigos de luz y de cielo. Debemos dar cada día las gracias a la Biblia por haber conservado esta mirada infinita y esta línea sobre un horizonte más profundo, una vez vaciado de nuestros ídolos materiales y espirituales, que nos ha permitido, otro día, ver el infinito dentro de un sepulcro nuevamente vacío.
Después, «con ayuno, sayal y ceniza». Tras los ojos, todo el cuerpo se mueve – la mirada ya es cuerpo –. La oración es una experiencia integral, una postura antropológica. La primera “boca” de la oración es el cuerpo entero. El ayuno y la ceniza no son solo signos de penitencia y arrepentimiento; son también y sobre todo tiempo (ayuno) y espacio (sayal), las dos dimensiones fundamentales de la vida. Nosotros hemos olvidado estas notas del humanismo bíblico, y por tanto hemos olvidado la oración. Solo al final llega la palabra, como epifanía de un espíritu-carne: «Señor Dios, que guardas la alianza … Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado … No hicimos caso a tus siervos los profetas … Tú, Señor, eres justo, a nosotros nos abruma hoy la vergüenza» (9,4-7). La desventura del pueblo es el justo castigo por su infidelidad, la pena por haber traicionado la alianza transmitida por los profetas: así pues, el castigo es merecido. Este es un ejemplo de la llamada “teología retributiva”: lo que nos ocurre no es sino la consecuencia de nuestras acciones. Dios es justo, y puesto que es justo nosotros somos castigados. Esta visión de la religión era muy común en la antigüedad, y está presente también en un alma de la Biblia. Pero esta teología (elemental) tiene en la Biblia una innovación que se convierte en recurso para que el castigo no sea eterno: dado que Dios es misericordioso y fiel a su pacto, si nosotros nos arrepentimos Dios nos rescatará. Al haberse atado al pueblo con un pacto de reciprocidad, Dios ha limitado su libertad y no puede dejar de perdonarnos si nos arrepentimos sinceramente. Tal vez esta fe en la fidelidad eterna de YHWH sea una de las dimensiones de la Biblia que hoy nos siguen sorprendiendo y emocionando.
Pero la teología retributiva tenía un gran límite empírico (entre otros): ¿cómo explicar la continuación del exilio y del sufrimiento a pesar del arrepentimiento sincero del pueblo? El camino más sencillo, pero también más banal, consistía en convencerse de que el arrepentimiento no había sido sincero. Nosotros seguimos siendo los pecadores de siempre y por tanto Dios nos sigue castigando. Este camino-atajo funciona siempre, porque la salida definitiva del pecado no forma parte del repertorio humano y en todos lados hay siempre pecados. El camino de la conversión imperfecta es tan fácil como perverso. Es una gestión que produce disipación y degeneración de la religión porque, alimentándose de una fuente de energía abundante y a buen mercado (las culpas), siempre encuentra justificaciones para la propia desventura, y nunca recursos para salir de ella. Otro camino eficaz puede ser el abandono de la teología retributiva, que encontramos en algunos textos proféticos y sapienciales (Job) y en los Evangelios (menos en la tradición cristiana).
La teología escatológica y apocalíptica encontró una nueva solución al no-final de la desventura. El ángel Gabriel es quien se la revela a Daniel. Esta vez el ángel-intérprete no explica una visión o un sueño, sino que ofrece una intuición, hace un discurso. En la Biblia la palabra de la Escritura vincula también a las palabras de los ángeles: pueden explicarla pero no cambiarla – esta es otra raíz de la superioridad de la palabra bíblica con respecto a las visiones privadas de los místicos: por santa que sea una persona y por extraordinarias que sean sus visiones-revelaciones, la prueba infalible es la coherencia con la Escritura –. En el libro de Daniel solo se usa la palabra YHWH una vez, y es en este capítulo (v. 2), para cualificar la palabra de Jeremías, para decirnos tal vez: “Por lo que se refiere a mis visiones, espero Dios me las haya enviado, pero de lo que no tengo dudas es de que el Dios verdadero está en el origen de la palabra de los profetas”. El aprecio que siente la Biblia por los profetas es inmenso.
La conclusión de la oración es magnífica: «¡Escucha, Señor!; ¡perdona, Señor!; ¡atiende, Señor!; ¡no tardes más, por ti mismo, Dios mío!» (9,19). En esta plegaria encontramos una constante de la oración bíblica: «por ti mismo», o «por amor de tu nombre». Esta expresión me gusta mucho, porque revela algo íntimo también de la vida humana. Para recomenzar después del fracaso de una relación, la esperanza mayor está en el “nombre” del otro. Cuando, después de mucho dolor, nos encontramos un día y nos miramos a los ojos, “acuérdate de ti” es la primera palabra que deberíamos repetirnos recíprocamente – para intentar después resurgir juntos –.
«Todavía estaba yo hablando, haciendo mi oración … cuando Gabriel llegó volando hasta mí. Al llegar, me habló así: Daniel … ¡entiende la palabra y comprende la visión!: Setenta semanas están decretadas para tu pueblo y tu ciudad santa: para poner fin a la rebeldía, para sellar los pecados, para expiar la culpa, para instaurar una justicia eterna, para sellar visión y profecía, para ungir el santo de los santos» (9,20-24). Gabriel es el primer ángel descrito en el gesto del vuelo. Explica a Daniel que los setenta años de Jeremías deben ser interpretados como setenta semanas, es decir 490 años. El ángel, para dar un sentido a la persecución y a una injusticia que duraba mucho más que los setenta años del exilio babilónico, no cambia la palabra de Jeremías, pero sí que la interpreta (con creatividad). Nos quiere decir que la justicia eterna aún no ha llegado, pero llegará dentro de poco (los 490 años estaban a punto de cumplirse en tiempos de Daniel). Por tanto, todo el sufrimiento por la fidelidad y la justicia no se ha desperdiciado, porque el Reino de los cielos vendrá y el Hijo del hombre rescatará cada gota de verdad y de amor. Nuestra historia de dolor tendrá su Goel, la tierra verá el cumplimiento de la promesa. Es la esperanza del todavía-no que protege al humanismo bíblico de la gran ilusión.
La persecución de Antíoco IV en tiempos de Daniel terminó, pero después vino la de los romanos que violaron y destruyeron el templo. Luego vino Jesús, pero tampoco en el tiempo de la Iglesia las persecuciones y las injusticias han terminado. Han pasado muchas veces 490 años, pero los pecados no están todavía “sellados” y el Reino de “justicia eterna” parece estar aún muy lejos.
La Biblia ha mantenido viva la esperanza no cerrando la puerta a un futuro distinto. Lleva tres milenios manteniéndola abierta, resistiendo a los fuertes vientos contrarios de la historia y a los vientos de vanitas de nuestro corazón que desea dejar de creer, esperar y amar cuando las setenta semanas de años no acaban nunca: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y el agape, estas tres» (1 Cor 13,13).