El misterio revelado/14 – No podemos apropiarnos de las palabras que se nos susurran en el alma, ni podemos dejar de decirlas.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 03/07/2022
«Y el deseo de dejar la casa paterna para salir al encuentro de la fascinación del límite. En ese límite un ángel había depositado el huevo del conocimiento divino».
Alda Merini, "Voce di carne e di anima"
Las visiones de fieras y ángeles de Daniel nos dicen cosas nuevas sobre Dios y sobre la tarea de los profetas, de los ángeles que son sus primos celestes, y de los intérpretes de los sueños.
La crisis profunda y radical de las religiones es la crisis de la palabra Dios. Antes que la “palabra de Dios”, el fundamento de las distintas fes y culturas era la “palabra Dios”. Durante milenios, la palabra Dios ha sido la más resplandeciente de la tierra. En la Biblia era tan resplandeciente que casi no se podía pronunciar, de forma que la inefabilidad de la palabra más resplandeciente protegiera la luz de todas las demás. Pero también en otras religiones, donde esa palabra estaba a menudo asociada al tremendum, no había palabra más resplandeciente y asombrosa que Dios.
En el Occidente cristiano este esplendor ha sido capaz de mover a personas y comunidades hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando surgió una nueva época de entusiasmo colectivo y juvenil alrededor de la palabra Dios. Cientos de miles de hombres y mujeres dedicaron su vida a conocer Quién era ese esplendor, y a estar cerca de él. Salían de casa para muchas cosas – las salidas de los jóvenes son siempre plurales –, pero sobre todo para hacerse íntimos de Dios, personas de su casa. La vocación dura siempre que este primer esplendor no se apague, o al menos mientras se siga deseando aunque esté ausente.
Hoy la palabra Dios está perdiendo esplendor. Y si las religiones son la custodia y la gestión de los efectos generados por la pronunciación de la palabra Dios, cuando esta palabra deja de iluminar, la fe comienza a apagarse y las horas se vuelven menos radiantes. Ninguna oración y ninguna liturgia consigue arrebatarnos y encantarnos si, mientras decimos “Dios”, no se ilumina todo a nuestro alrededor. Hay personas que han alcanzado cimas de humanidad orando, susurrando durante toda la vida una sola palabra: Jesús. El autor del libro de Daniel vive en un tiempo en el que escasean las visiones. La Biblia conoce bien estas épocas de penumbra de la fe – «En aquellos tiempos las visiones no eran frecuentes» (1 Samuel 3,1) –. Al pueblo le costaba percibir la presencia de YHWH en su historia. Dios estaba cada vez más velado por su trascendencia, en un tiempo de gran persecución. Daniel responde a esta sensación de lejanía de Dios con dos innovaciones. La primera son las visiones-sueños: en muchos libros de la Biblia aparecen visiones, pero en el de Daniel estas constituyen la parte más importante. Si el pueblo no siente a Dios cerca, los hombres y las mujeres pueden intentar soñarlo. Podamos dar a Dios nuestros sueños, volver a hablar de boca a boca, hasta que un día, al final de la noche, el diálogo continúe con los ojos abiertos – los poetas y los artistas son también aquellos que comienzan a soñar con Dios en los tiempos en los que desaparece –. La segunda innovación son los ángeles. Nosotros sabemos, al igual que Daniel, que los ángeles no son Dios. Tampoco son los objetos hoy tan queridos por la producción que limita entre la ficción y la new age, que tanto le gusta a nuestro capitalismo y a sus deslumbrantes luces artificiales. En la Biblia, los ángeles son los primos celestes de los profetas terrestres y por tanto son cosa seria. Igual de seria que la presencia de los ángeles en el arte - ¿qué sería el Renacimiento sin ángeles? – y las oraciones de la gente, que sin saber teología y sin conocer la Biblia amaba y ama a los ángeles, sobre todo al ángel de la guarda. Los ángeles han sabido dar sentido al dolor tal vez más grande de la tierra, el de los niños que mueren – no deberíamos ridiculizar el dolor de la gente en nombre de una fe racionalista, llamándola con desprecio “la fe de la gente sencilla” –. Cuanto más estudio la Biblia y a sus exegetas, más aprecio la fe y la piedad popular. Si encontramos un nuevo esplendor de Dios, no vendrá de los profesores: vendrá de la gente, de los poetas, de los niños y de los pobres. En Daniel algunos ángeles tienen nombre. Uno de ellos tiene un nombre estupendo, coprotagonista de uno de los diálogos entre la tierra y el cielo más hermosos de todos los tiempos: se llama Gabriel.
«El año tercero del rey Baltasar, yo, Daniel, tuve una visión, después de la que ya había tenido. Contemplaba en visión que me encontraba en Susa» (Daniel 8,1-2). Con el capítulo 8 se abandona el arameo y se vuelve al hebreo. Daniel, como su maestro Ezequiel, es transportado en visión a una ciudad del actual Irán. Allí se le aparece «un carnero, de pie, junto al río. Tenía dos cuernos altos (…) y no había fiera que se le resistiera» (8,3-4). La visión continúa con «un macho cabrío que venía de poniente (…) Tenía un cuerno entre los ojos. Se acercó al carnero de los dos cuernos y se lanzó contra él furiosamente … Lo derribó en tierra y lo pateó, sin que nadie librase al carnero de su poder» (8,5-7). Pero cuando el macho cabrío unicornio alcanza el culmen de su poderío «se le rompió el cuerno grande y le salieron en su lugar otros cuatro» (8,8). De uno de estos cuernos «salió otro cuerno pequeño … que creció hasta alcanzar el ejército del cielo, derribó al suelo algunas estrellas de ese ejército y las pisoteó» (8,9-11). El carnero es Darío III, rey «de Media y Persia» (8,20), derrotado en el 331 a.C. por el «macho cabrío» macedonio Alejandro Magno «rey de Grecia» (8,21), que llegado al culmen de su inmenso imperio (desde Egipto hasta el Himalaya) murió de repente en Babilonia (con 33 años) y su reino fue dividido entre sus cuatro generales. De uno de estos cuernos saldrá el tremendo Antíoco IV Epífanes, el “cuerno pequeño”, un soberano que reinaba mientras el autor de Daniel escribía su libro, que también desafiaba al cielo y lo pisoteaba (profanando el templo de YHWH).
También en esta ocasión, como en el capítulo 7, Daniel necesita un ángel intérprete que le explique la visión, y por vez primera en la Biblia aparece un ángel con nombre propio. Desde el centro de la visión una voz, quizá la voz de Dios, ordena: «Gabriel, explícale a este la visión» (8,16). Al final de la explicación, Gabriel dice que también el pequeño cuerno «fracasará sin intervención humana» (8,25). Una nota sobre estos géneros literarios en la Biblia. El autor de Daniel escribe en el siglo II a.C. y desde ahí se pregunta «¿Hasta cuándo durará la abolición del sacrificio diario, la iniquidad desoladora, el santuario y el ejército pisoteados?». Un ángel responde: «Dos mil trescientas tardes y mañanas; después el santuario será reivindicado» (8,13-14). El ángel Gabriel a final confirma a Daniel que «la visión en que hablaban de tardes y mañanas es auténtica» (8,26). La confirmación de la autenticidad de la visión era necesaria para el lector de Daniel que se encontraba sometido a una tremenda persecución y no sabía si terminaría ni cuándo lo haría – ¿hasta cuándo? –.
El antiguo escribano escribía para confirmar en la fe y en la esperanza a sus compatriotas oprimidos y extenuados. Después Gabriel dice a Daniel: «Tú sella la visión, porque se refiere a un futuro remoto» (8,26). El libro de Daniel está ambientado en tiempos del exilio en Babilonia, unos cuatro siglos antes de los hechos de los que es espectador el autor del libro. Así pues, el ángel tiene que decir: mantén en secreto la visión, porque estas cosas ocurrirán dentro de mucho tiempo, es decir en un tiempo futuro para el personaje Daniel, pero presente para el autor del libro de Daniel. Sin embargo, en otros casos, cuando los profetas son personajes históricos y autores de sus libros, la situación es radicalmente distinta. Los profetas denuncian pecados de su tiempo histórico, pero los oyentes de los profetas para confutar y no escuchar a los profetas verdaderos (y seguir a los falsos) decían, por ejemplo, a Ezequiel: «La casa de Israel está diciendo: La visión que este contempla es para días lejanos; este profetiza para una época remota» (Ez 12,27). Es decir, usaban el futuro para negar el presente. La profecía siempre se refiere al presente, aun cuando, por género literario, hable de futuro, porque el profeta se dirige a su gente concreta. Pero ayer igual que hoy, dejamos para el futuro las palabras que no nos gustan. En la Biblia el futuro es generalmente bueno, es el lugar del cumplimiento de la promesa, pero, también en este caso, las palabras buenas (no las malas) son objeto de las peores manipulaciones de los falsos profetas.
Para terminar, una nota antropológica sobre la profecía y sobre aquellos que tienen que desempeñar una función de mediadores de sueños. Al final de la visión, «yo, Daniel, estuve enfermo unos días; cuando me levanté, seguía perplejo, sin comprender la visión» (8,27). Sin comprender la visión: Daniel había contado con la ayuda de Gabriel que le había explicado la visión, y sin embargo no la comprendía. Algunas veces los profetas comprenden sus visiones y otras veces no. Tal vez con ello nos quieran decir al menos dos cosas. La primera es que el profeta no es el destinatario último de sus visiones, porque sus sueños son para otros, para su pueblo – son para nosotros –. Él o ella son el lugar donde acontece la visión, el cuerpo y la voz de las palabras y de las imágenes que reciben como don. Pero el profeta no es el consumidor de sus sueños. Por eso no es necesario que los comprendan. Porque, y este es el segundo mensaje crucial, existe una especial castidad de los profetas y de sus hermanos: la castidad de sus propias visiones y sueños. Cuando un profeta interpreta los sueños ajenos, la castidad que se le pide tiene que ver con los otros, porque no debe convertirse en dueño de sus sueños. Pero cuando, a pesar del ángel intérprete, no consigue comprender sus propios sueños, es el tiempo oportuno para aprender el arte del desapego de la comprensión de los propios sueños. El profeta dice con sus palabras palabras que no son suyas, dice con su boca palabras que le han sido dictadas dentro del alma – la diferencia entre un profeta verdadero y uno falso está en ser consciente de esto –. Entonces esta tensión debe valer también para los sueños de los profetas: Dios es quien sueña en ellos, para que a través de los profetas nos lleguen los sueños de Dios. Y si el profeta se apropia de sus sueños, impide que Dios sueñe en la tierra y a nosotros conocer sus sueños.
Esta segunda castidad es tan querida por la Biblia que a veces hace que sus profetas sean incapaces de comprender los sueños que tienen y nos cuentan, así como la explicación que reciben de los ángeles. De este modo, la Biblia nos enseña algo muy valioso también a nosotros, que no somos profetas. De vez en cuando puede ocurrir que no entiendas un gran sueño tuyo: cuéntalo de todos modos porque tal vez ese sueño no sea para ti, tal vez sea un sueño de Dios que alguien está esperando para seguir viviendo.