El misterio revelado/16 – La Biblia es experiencia del tremendum y también enseña a tratar de tú a Dios.
di Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/07/2022
«La nueva visión es el desarrollo de la noche bienaventurada de la fe. Entonces el alma, aguzando el oído y olvidando las paredes de la casa, oirá las palabras de la promesa: serás mi esposa para siempre».
Paul Claudel,Presencia y Profecía.
Un nuevo encuentro de Daniel está marcado por el miedo. Los diálogos con los ángeles nos desvelan otras dimensiones de la profecía bíblica y el sentido profundo de algunas pruebas espirituales típicas.
En la Biblia son las personas, no los grupos, quienes son llamadas por su nombre. Aunque la llamada siempre tiene una dimensión colectiva y comunitaria, en el origen hay una persona concreta (Abraham, Moisés) que se encuentra con una voz con la que establece un diálogo. Estos tú-a-tú entre YHWH y una persona son el fundamento más profundo y radical del personalismo del humanismo bíblico, cristiano y occidental. Ciertamente también la filosofía griega, algunos siglos después del comienzo del profetismo bíblico, dijo algo parecido (pensemos en el daimon de Sócrates). Pero en la Biblia este diálogo entre el Dios único y trascendente y la humanidad, que se desarrolla mediante coloquios individuales, es una dimensión constante, esencial y fundamental.
Los relatos de palabras divinas destinadas a todos, recibidas durante encuentros boca a boca, son la gran herencia de los profetas. Y es verdaderamente sorprendente, si pensamos en lo pequeño que era el espacio del individuo dentro de la comunidad. Los profetas ampliaron este espacio, se introdujeron como plantas en las grietas de la comunidad y consiguieron derribar los muros para dar vida a una casa sin puertas, sin ventanas y sin techo, donde el Espíritu pudiera soplar desde el cielo y desde la rosa de los vientos de la tierra. Esto solo ya debería ser suficiente para comprender el don extraordinario que representa la Biblia para todos, creyentes y ateos: nos ha enseñado a tratar de tú a Dios.
«El año tercero de Ciro, rey de Persia, una palabra fue revelada a Daniel, por sobrenombre Baltasar. Verdadera es la palabra y grande es la lucha» (Daniel 10,1). Esta nueva visión de Daniel se sitúa al final del exilio babilónico (es decir alrededor del 535, tres años después del Edicto de Ciro del 538 a.C.). Estando a orillas del Tigris (o del Éufrates) se le aparece «un hombre vestido de lino con un cinturón de oro; su cuerpo era como de crisólito, su rostro como un relámpago, sus ojos como antorchas, sus brazos y piernas como destellos de bronce bruñido» (10,5-6). Puede ser el ángel Gabriel del capítulo 8, o, para algunos exegetas, el misterioso “Hijo del hombre” del capítulo 7. No lo sabemos. Lo importante es el efecto que esta visión produce en Daniel.
Pero antes el texto nos ofrece un detalle que enriquece la gramática de la vocación profética, que se va delineando siguiendo el libro de Daniel: «Solo yo veía la visión; la gente que estaba conmigo, aunque no veía la visión, quedó sobrecogida de terror y corrió a esconderse. Así quedé solo contemplando aquella magnífica visión» (10,7-8). El primer episodio que nos viene a la mente es la vocación de Saulo-Pablo narrada en los Hechos de los Apóstoles (9,7), tal vez bajo la influencia de este capítulo 10 de Daniel, donde sus compañeros «se habían detenido mudos de espanto». La teofanía es percibida por el grupo de compañeros, pero solo Daniel, solo Saulo, ve y escucha la voz. En las vocaciones el “nosotros” es un espacio demasiado angosto. Solo el alma individual es bastante ancha y profunda como para acoger un diálogo infinito.
El libro de Daniel es un destilado de las vocaciones proféticas “clásicas”, de las que su autor se ha nutrido. En este capítulo 10 encontramos de nuevo y con mayor intensidad una nota fundamental de las grandes vocaciones bíblicas: el temor. Daniel relata: «Me sentí desfallecer, mi semblante quedó desfigurado y no hallaba fuerzas. Entonces oí ruido de palabras, y al oírlas caí aturdido con el rostro en tierra» (10,8-9). No debemos olvidar que, en el mundo antiguo, incluida la Biblia, la dimensión principal y fundamental de la experiencia del encuentro con la divinidad es el tremendum. Los vivos no ven ni oyen a Dios. Los profetas son grandes y raras excepciones a esta regla universal, porque tienen la tarea de encontrase con la divinidad y escuchar su voz para después transmitirla a todos. Pero para poder encontrarse con Dios, los profetas experimentan una especie de muerte. Cuando agujerean el velo del umbral entre cielo y tierra y entran en otra dimensión, no viven estos encuentros como algo gozoso o pacífico. Experimentan consternación, inseguridad y a veces verdadero terror. Los diálogos festivos y románticos entre Dios y las almas son recientes, y están muy alejados de las vocaciones bíblicas, donde Dios habla a una humanidad desfallecida – cuando los diálogos con Dios nos dejan demasiado tranquilos y felices es probable que estemos hablando, de buena fe, con nosotros mismos o, peor aún, con algún ídolo –.
El profeta es un ser «predilecto» (Dn 10,11), pero su predilección no se expresa en términos de alegría. Felicidad no es la palabra más adecuada para describir una llamada profética y en general el humanismo bíblico. Los profetas no son felices: son inquietos, se parecen a Marta, que se afana, y la palabra les alcanza cuando están afanados en el desempeño de su tarea. Están solos, mendigan palabras que no controlan y no poseen, viven con una continua y creciente sensación de fracaso e inadecuación. Nunca están a la altura moral de las palabras que transmiten a los demás, pero eso no les preocupa porque les interesa la salvación del pueblo, no la suya propia – les gustaría que hubiera un paraíso, aunque ellos, en muchos momentos, están seguros de que irán al infierno –. En cambio, los falsos profetas son hombres de éxito, tienen caras serenas y alegres, se presentan como la encarnación definitiva de las palabras que anuncian a los demás, siempre perfectamente cómodos en el ejercicio de su oficio.
Pero Daniel no es abandonado en manos de sus miedos. Conoce una compañía extraña y distinta. Mientras está desfallecido, postrado con el rostro en tierra, «una mano me tocó, me sacudió poniéndome a cuatro pies apoyado en las rodillas y en las palmas de las manos» (10,10). Una mano me tocó: es la mano de un ángel, tal vez Gabriel. Vuelve el toque de Dios a los profetas a través de sus ángeles. Como en el caso de Elías, que mientras estaba deprimido bajo la retama fue tocado por el ángel de Dios y consiguió levantarse (I Re19,4-8), ahora también Daniel es despertado con un toque, por contacto. Para salir de determinados miedos y depresiones espirituales las palabras no son suficientes, es necesario sentir un toque en la carne. La palabra, que en la Biblia lo es casi todo, a veces no es suficiente para despertar a los profetas. Necesitan que una mano los despierte. Necesitan que su humanidad entera sea tocada. Por la mano de Dios o por la mano de un amigo que, en lugar de decir palabras edificantes, habla con las palabras mudas de un gesto del cuerpo: una taza caliente, un paseo juntos, una camisa planchada. Con este toque, Daniel se despierta y se pone a cuatro pies, apoyado en las rodillas y en las palmas de las manos. Entonces el ángel le habla y le dice: «–Ponte en pie, porque me han enviado a ti. Mientras me hablaba así, me puse en pie temblando» (10,11).
Después del toque, una palabra permite a Daniel realizar un segundo movimiento y ponerse finalmente en posición erecta. Le seguimos en este “levantarse por etapas” del cuerpo, pero el temor no desparece. El ángel entonces le dirige unas palabras, a través de las cuales hace su aparición en la Biblia otro ángel, muy querido por los cristianos y protector del pueblo de Israel: «Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi auxilio» (10,13). Miguel le había ayudado a derrotar en el cielo al ángel protector de Persia. El ángel dice a Daniel: «No temas. Desde el día aquel en que te esforzaste en comprender (…) tus palabras han sido escuchadas y yo he venido a causa de ellas» (10,12). Sin embargo, Daniel sigue temeroso. Las palabras consolatorias del ángel no son suficientes para desterrar sus miedos: «Mientras me hablaba así, caí de bruces y enmudecí» (10,15). Ahora al temor se añade el mutismo. Al igual que Ezequiel (Ez 3,26), Daniel también pierde el uso de la palabra al encontrarse con la divinidad. Entonces llega un segundo toque del ángel: «Una figura humana me tocó los labios: abrí la boca y hablé» (10,16).
Ahora es la boca la que recibe el toque, en un gesto típico de la tradición profética (Is 6,6; Jr 1,9). Tras el toque, Daniel vuelve a hablar e inmediatamente le dice al ángel: «Señor mío, ante esta visión la angustia me invade y ya no tengo fuerzas» (10,16). Daniel está extenuado. Dos toques y muchas palabras de bendición no han sido suficientes. El ángel le está diciendo a Daniel palabras maravillosas – «predilecto», «tus palabras han sido escuchadas», «he venido a causa de tus palabras» –, y sin embargo esas palabras buenas no consiguen consolarlo. Los profetas, por vocación, renuncian a sus propios consuelos para que los nuestros sean verdaderos. Hacen como el pianista que, para emocionarnos con su música, no debe consumir para sí su propia emoción. Son grandes consoladores, pero ni siquiera Dios consigue consolar a un profeta, porque su consuelo es la herida por donde pasan las bendiciones para nosotros, es la grieta-pupila a través de la cual Dios nos ve y nosotros vemos a Dios.
Quien observa cómo combaten los profetas en sus noches llenas de sueños estupendos y tremendos, casi nunca lo comprende, a veces corre a esconderse, siempre se preocupa, porque no puede concebir que un encuentro con Dios y con los ángeles pueda doler tanto. Sin embargo, bastaría tener un poco de amistad con la Biblia para entender que la angustia, el miedo, la luz y el amor son caras del mismo poliedro profético.
Para hacerle superar su estado de postración, a Daniel le llega un tercer toque y una segunda palabra: «De nuevo la figura humana me tocó y me fortaleció. Después me dijo: No temas, predilecto; ten calma, sé fuerte» (10,18-19). Elías necesitó dos toques del ángel para volver a vivir, a Daniel le hacen falta tres para recobrar las fuerzas y la paz. Ciertas pruebas y miedos espirituales – nuestras o de aquellos que nos rodean – no se superan o pasan en vano solo porque nos detenemos en el primer toque. La palabra profética es toda cielo y toda tierra, toda espíritu y toda carne. Es por tanto tiempo, historia.
Cuando tras un encuentro verdadero con la voz que te desvela tu tarea y tu lugar en el mundo te encuentras aturdido, sin energía y con el rostro en tierra, no te levantes inmediatamente. Tómate un tiempo y sin prisa intenta apoyarte en las rodillas y en las palmas de las manos: es la postura de la oración. Y ahí, de rodillas, espera otros toques del cielo. Pero en la espera no te olvides de que ya estás hablando con ángeles.