Podemos comprar algunas felicidades: no la alegría de vivir, que es gratuidad pura y que es la más hermosa. Nos llega a menudo, casi todos los días. Somos nosotros los que tenemos que aprender a reconocerla y a darle lugar.
Luigino Bruni
publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 02/10/2024
La felicidad es la gran promesa de la nueva economía de mercado. Ayer nos prometía el bienestar, hoy nos promete la felicidad. Nos la promete de muchas maneras, últimamente lo hace con la inteligencia artificial, que haciendo mejor todo lo que a nosotros no nos gusta hacer y otras cosas nuevas que todavía no hacemos, nos dará la felicidad perfecta. Una felicidad que tiene que ver con el confort, con el tener, con la libertad de elección, con el crecimiento, con el ‘‘más’’, y que a menudo limita con la diversión y el placer. Algunas de estas felicidades comerciales son también buenas, nos gustan y tal vez nos hacen incluso algo de bien.
Pero después de estas felicidades y placeres, hay otra cosa, diferente y mucho más importante: la alegría de vivir. Lo volví a descubrir este verano, cuando acompañé a mi madre y a mi tía unos días al mar. Los desayunos lentos en su compañía, las caminatas cortas, los pocos momentos en la playa, la sorpresa frente a una rosa florecida fuera de estación y sobre todo sus palabras, me hicieron redescubrir la alegría de vivir. Todos la conocemos, o al menos la conocíamos, la conocían las generaciones pasadas, y era la verdadera consolación de los pobres en las grandes angustias de la vida.
No está relacionada con “lo más” sino con “lo menos”, está más ligada a lo pequeño que a lo grande, y no tiene nada que ver con el confort ni mucho menos con la riqueza. Es la alegría que se enciende de improviso, sin haberla buscado ni esperado. Simplemente llega, sucede. Mientras miras al mar, a un niño, a una gaviota que se alínea perfectamente con las demás en la línea del horizonte pasando los escollos, y mi madre que dice: “¿Cómo lo harán? ¡Eso que no saben medir las distancias!”.
Se enciende cuando, en el pequeño hotel durante la cena de jubilados en septiembre, llega un organillero a entonar viejas canciones y todos se ponen a cantar, a aplaudir y hasta alguno insinúa un paso de baile. Una alegría de vivir que nace sólo de la vida, que se basa solamente en el estar vivos, que no necesita más que la vida. Y uno se va a dormir feliz de estar en el mundo, con la alegría del que sabe, y espera, levantarse mañana solo para continuar la vida. Esa alegría que entra en las casas de los ancianos que se han quedado solos pero que saben poner la mesa con el mismo cuidado que cuando los almuerzos estaban llenos de gente y de vida; y mientras consumen esa comida preparada con cuidado, florece en el corazón una dulzura distinta, que tiene algo de la buena nostalgia de ayer, pero que es toda presente y futuro.
La Providencia puso este recurso entre los esenciales para vivir. Pero la escondió en las cosas pequeñas, pequeñísimas, casi invisibles si nos apresuramos. Y quizás por esta razón los pobres y los puros de corazón son capaces de cogerla, y quizás solo ellos. Es parte del paisaje del Reino de los cielos donde habitan todos los pobres y los puros del corazón, a veces sin saberlo. Algunas veces llega después de grandes dolores, luchas, depresiones, y su llegada es el centinela que nos anuncia que el amanecer está llegando. Como en la última escena de la Cabiria de Fellini, donde esa sonrisa final es el fin de sus noches desesperadas. Es gracia, solo gracia, todo don. Podemos comprar algunas felicidades: no la alegría de vivir, que es gratuidad pura, y es la más hermosa. Otras veces llega durante un rezo diferente, y florece de lágrimas de dolor que se transforman en lágrimas de alegría. Llega a menudo, casi todos los días. Somos nosotros los que tenemos que aprender a reconocerla, a darle lugar, a hacerla entrar en la bodega del corazón. Y ahí hacer fiesta, aplaudir y, si somos capaces, tirar un paso de baile.
Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA