Cada tanto, pensemos en la felicidad, pero pensemos sobre todo en la verdad, en la bondad y en la justicia de la vida, la nuestra y la de los demás.
Luigino Bruni
publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/09/2024
La felicidad es demasiado poco. Esta frase parece completamente desentonada en un tiempo como el nuestro, que ha hecho de la felicidad el ideal más grande, y a veces el único, de la vida. Buscar la propia felicidad, o la propia realización, se volvió un imperativo ético, y aquel que intenta, como hago yo desde hace años, ponerlo en duda, se vuelve un extraño e incluso un deprimido. «Intenta por fin ser feliz...» se convirtió así en una de las frases más oídas, y que parece además convincente. Pero en realidad las cosas son más complicadas. Primero, no es cierto que la felicidad sea una nueva realidad. Los griegos, pensemos en Aristóteles, la habían puesto al centro de su humanismo, porque para aquellos filósofos antiguos no había nada más digno y noble que la felicidad (eudaimonia), definida como el fin último, como el bien perfecto por encima del cual no había nada que mereciera la pena.
El cristianismo complicó mucho el discurso, y antes también lo había hecho la Biblia. Tanto que felicidad, en el sentido griego, no es una palabra bíblica: en la Biblia hay varios sinónimos, como leticia, alegría y beatitud, palabras similares pero también muy diferentes. En el Antiguo Testamento el objetivo último de la vida, lo que había de más noble y digno, no era ser feliz, sino más bien ser justo y bueno. Lo que de verdad cuenta es conducir una vida justa. Noé es definido como un “justo”, al igual que los Patriarcas y, en el Nuevo Testamento, también José, esposo de María, es llamado “hombre justo”. Entonces, una vida que funciona es, siempre según la Biblia, una vida que genera, que genera hijos y nietos. La tierra prometida a la cual llegar es aquella en la que vivirán muchos hijos y muchos hijos e hijas de los hijos. La civilización romana no la pensaba de manera muy distinta. Cuando eligieron la «pubblica felicità» como lema de la república, aquellos antiguos ancestros nuestros la representaron, por ejemplo en las monedas, con niños llevando uvas y frutas, como queriendo decir que la felicidad consiste en portar frutos y vida. Y la misma palabra “felicitas” tenía la misma raíz de fe-tus, fe-cundus, fe-mina, porque aquella felicidad estaba profundamente ligada a la generatividad.
Hasta hace poco tiempo, si le hubiera preguntado a mi abuelo o a mi padre: “¿eres feliz?” no hubiesen ni siquiera entendido la pregunta, porque para ellos era mucho más importante la felicidad de los hijos o de los nietos que la suya propia, y la calidad de sus vidas se medía con indicadores diferentes a los de la felicidad. No debe sorprendernos entonces que en la felicidad de nuestro tiempo los niños hayan salido de escena. Me impresionó mucho una publicidad de una cadena de apartamentos para vacaciones, centrada en la idea de que no está bueno ir de vacaciones a hoteles donde hay muchos niños, porque tenerlos alrededor reduce nuestra felicidad. Un concepto bizarro que se formó en una sola generación (insensata).
Es verdad que la versión católica del cristianismo en la edad moderna acentuó demasiado una religión del dolor, de la penitencia y del “valle de lágrimas”, dando vida a una cultura en la que se debería sentir vergüenza de la felicidad, por no hablar de los placeres del cuerpo y los sentidos. Y así, como contra-reacción, hemos descubierto en un momento dado la felicidad, de la que nos embriagamos olvidando las trampas. Entre ellas, la principal es tan importante como simple: la felicidad llega cuando no la piensas demasiado, porque quien hace de la felicidad el objetivo de su vida encuentra solo tristeza y frustración. Por eso, pensemos cada tanto en la felicidad, pero pensemos sobre todo en la verdad, en la bondad y en la justicia de la vida, la nuestra y la de los demás. Somos más grande que nuestra felicidad.
Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA