Durante muchos años hemos consumido los capitales naturales, civiles y espirituales como si fueran infinitos. ¿Qué hacer ahora que esos capitales se están de verdad agotando?
Luigino Bruni
publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/04/2024
La economía antigua pensaba que la riqueza estaba relacionada con la posesión de capitales. Palacios, minas y sobre todo oro eran considerados las verdaderas riquezas de las familias, ciudades o Estados. Por ende, la política económica tenía una sola indicación: aumentar el oro en las arcas y hacer de todo para sacar lo menos posible. Luego, a mitad del siglo XVIII, la escuela francesa de la "Fisiocracia" dio un giro radical, diciéndonos que la riqueza más importante en verdad era otra: el flujo anual de ingresos que los capitales generan. Y nace el concepto de PIB, el producto interno bruto, que empezará a funcionar solo al comienzo del siglo XX y con el desarrollo de las técnicas de contabilidad nacional.
Con el nacimiento de la economía moderna empezamos así a medir los flujos, ya no los stocks o los capitales. Se sabía que los flujos, la renta, nacían de los capitales de distinta naturaleza – financiera, humana, social...- pero se quedaban en el fondo de la teoría económica y por tanto de las mediciones. Y así, día a día, los capitales, no vueltos a verse por la teoría economica y la política, empezaron a deteriorarse. Los hemos consumido, también porque al inicio del desarrollo económico capitalista estaban muy abandonados (sobre todo los ambientales y los comunitarios), y por tanto el stock parecía ser casi infinito. Solo al final del segundo milenio empezamos a tomar conciencia de que esos capitales se estaban realmente acabando.
El primer capital del que (casi) todos vemos el grave deterioro es el ambiental. La tierra, usada como recurso a extraer sin reciprocidad, está lanzando su grito, recogido por una chica (Greta) y un viejo (Francisco), pero mucho menos por el mundo de la política y la economía. El mercado, fundado en el beneficio mutuo, no incluyó en esta mutualidad el beneficio de la tierra, de los animales y de las otras especies dentro de los cálculos de costo-beneficio, y la reciprocidad intrahumana ha crecido a expensas de la vida no humana, una opción no ética e incluso miope y estúpida desde varios puntos de vista.
Sin embargo, el capital natural no es el único en vías de extinción. Otro “stock” que el capitalismo está consumiendo es el civil y espiritual, hecho de virtudes cívicas y de capacidades de estar en el mundo. Las empresas fueron las primeras en darse cuenta, en base a esa vocación de especular – de specula, el lugar desde el cual se puede ver más lejos -. Los jóvenes trabajadores llegan a las empresas cada vez menos equipados con aquel capital ético hecho de resiliencia emocional, de capacidad para gestionar conflictos, para cooperar, porque todas estas habilidades habían sido gestionadas dentro de códigos éticos y narrativos que en siglo XX se agotaron. He aquí entonces, por un lado, el malestar de los jóvenes trabajadores para integrarse en nuestras organizaciones productivas - del cual es signo el fenómeno serio de la “gran renuncia” de millones de trabajadores después del covid-; y por el otro, la preocupante proliferación de un bosque de consultores (coachs, consejeros, psicólogos del trabajo, managers del bienestar, y así sucesivamente) que deberían crear internamente esas virtudes y capacidades laborales, que ya no llegan desde afuera (iglesias, familia, comunidad).
¿Qué hacer? Mientras tanto, hablar más de ello. Después, empezar a medir el capital, no sólo el PIB, que aumenta con las guerras, los juegos de azar y el malestar de la gente. Lanzar una temporada de nuevos medidores "de capital" que monitoreen la salud de lo que queda del clima y de las virtudes cívicas, de la ética pública y del patrimonio moral y espiritual que generaron los milagros económicos y cívicos del siglo XX.
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA