Hoy es más urgente que nunca reinventar la vida adulta, aplastada por una juventud y una vejez artificialmente más largas. Hasta que no se trabaja de verdad no se es plenamente adulto, porque no empieza realmente la edad de la responsabilidad.
Luigino Bruni
publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 02/02/2023
Nuestra época está viviendo un nuevo protagonismo de los jóvenes, que están haciendo cosas extraordinarias en muchos países. Son jóvenes y adolescentes juntos, y la presencia de adolescentes es una gran novedad respecto al análogo sesenta y ocho. Desde los "Fridays for future" a la juventud iraní y afgana, pasando por la "Economy of Francesco", hasta los jóvenes de "Última generación", que están manchando cuadros y palacios con pintura lavable para recordar que los poderosos han embadurnado, con pintura indeleble, el planeta y sus futuros. Jóvenes maravillosos, que nos están salvando, y sin embargo no queremos tomarlos suficientemente en serio. Porque nuestra cultura capitalista ama a la juventud, pero ama poco a los jóvenes. Así, mientras aprecia cada vez más los valores asociados a la juventud -belleza, salud, energía...-, comprende cada vez menos y desprecia los valores, sin embargo fundamentales, de la vejez, que intenta por todos los medios eliminar de su horizonte, que así se aburre y entristece. Porque una civilización que no valora a los ancianos y no sabe envejecer es tan insensata como la que no comprende ni valora a los verdaderos jóvenes: nuestra generación es la primera que suma estas dos insensateces.
Que nuestra cultura no ama a los jóvenes se nota en la forma en que se los trata en la escuela, en la universidad, en el mundo laboral, en las instituciones y en los partidos políticos, donde los jóvenes están cada vez más ausentes y alejados. Son demasiados los jóvenes que hoy corren el riesgo de pasar, casi sin darse cuenta, de la juventud a la vejez, sin vivir nunca la edad adulta - a uno se lo trata como joven hasta bien entrados los 40, y para demasiadas cosas uno se hace viejo después de los 50-. Mis padres no vivieron el sesenta y ocho, aunque eran jóvenes, por la sencilla razón de que en la campiña de Las Marcas donde crecieron aún no se había "inventado" la juventud. Por supuesto, existía la edad biológica correspondiente: los "jóvenes" se enamoraban y soñaban, como hoy y como, espero, mañana. Pero no existía esta especie de categoría o grupo social que hoy llamamos juventud. Eso lo "inventó" el rock, los Beatles y luego el sesenta y ocho. Antes, con el matrimonio o el ejército, se pasaba directamente de la adolescencia a la vida adulta, con sus responsabilidades.
La juventud ha sido uno de los mayores inventos sociales de la historia, que ha cambiado la sociedad, la política, la economía, nuestra forma de divertirnos, vestirnos, ilusionarnos, trabajar, vivir y morir. Pero hoy es más urgente que nunca reinventar la vida adulta, aplastada por una juventud y una vejez artificialmente cada vez más largas. Hasta que no se trabaja de verdad y en serio, no se es plenamente adulto, porque no empieza realmente la edad de la responsabilidad. Y un trabajo que llega demasiado tarde, y que -si llega y cuando llega- es con frecuencia inseguro, fragmentado, precario y frágil, no hace más que alimentar y prolongar la juventud más allá de sus horizontes biológicos, desnaturalizándola. La juventud es estupenda porque termina, y cuando no termina es una tragedia antropológica y social. Todo esto le hace perder a la economía, a la sociedad y a las instituciones la energía vital y moral fundamental que proviene de los jóvenes, y hace que el proceso y el paso fundamental que debería llevarlos pronto al trabajo real sea accidentado y demasiado riesgoso para ellos. No es fácil salir de esta especie de "trampa de la pobreza" epocal y colectiva en la que, de manera más o menos consciente, hemos caído sobre todo en Occidente. Pero debemos empezar a verla, a llamarla por su nombre.
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA