Hoy la tierra está llena de samaritanos y mujeres siro-fenicias que nos esperan en los cruces de los caminos para explicarnos el Evangelio que ellos aún no conocen. ¿Cuándo nos inclinaremos a escucharlos?
Luigino Bruni
publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 8/11/2022
La parábola del «Buen Samaritano» es una de las más hermosas de los evangelios (Lc 10). El Papa Francisco ha elegido esta parábola como piedra angular bíblica de su encíclica sobre la fraternidad, Fratelli tutti. El primer mensaje del buen samaritano es la diferencia entre «cercano» y «prójimo». El samaritano que pasaba por el camino no era el más cercano a la víctima atacada por los bandidos. Al contrario, era el más alejado desde cualquier punto de vista (religioso, étnico o geográfico). Los más cercanos eran el sacerdote y el levita que, sin embargo, no se detuvieron. Así pues, el samaritano se hizo prójimo de aquella persona, aunque no fuese el más cercano.
La regla de oro del Evangelio desvincula el amor de las múltiples formas de cercanía: no tengo que amar al prójimo porque esté a mi lado, o porque me resulte más cercano que otro, sino porque es una persona con la que me encuentro y tiene necesidad, porque es una víctima. En caso contrario, como nos ha recordado el economista Amartya Sen (La idea de justicia), siempre tendremos personas más cercanas y por tanto nunca seremos justos, porque la idea de justicia conlleva un trato equitativo. Si trato a los más cercanos mejor que a los menos cercanos incumplo la primera regla de la justicia. Así pues, las frases y las políticas que se basan en expresiones como «primero los italianos», «primero los europeos» o «primero los católicos» son radicalmente contrarias a la lógica y a la política del Evangelio, que solo nos permite decir: «Primero los que encuentro en el camino y se están en condiciones de necesidad».
Jesús mismo aprende la lógica del buen samaritano, cuando (como narra el evangelio de Marcos en el capítulo 7,24-30) se encuentra con la mujer siro-fenicia. Esa mujer, perteneciente a otro pueblo y a otra religión y por tanto «alejada», le pide que expulse a un demonio de su hija. Y Jesús, en su primera respuesta, confunde al prójimo con el cercano, y le dice: «Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos». Jesús repite aquí lo que cualquier persona con sentido común diría. Ocuparse antes de los hijos y después de los demás forma parte del derecho natural: no está bien ocuparse de los demás sin haber resuelto los problemas de la propia familia.
Pero el Evangelio no es de sentido común ni de derecho natural. Es otra cosa, es agape. En ese momento, una mujer extranjera y lejana, sin saberlo, está contando a Jesús la parábola del buen samaritano, le está enseñando su Evangelio. Jesús se deja convertir por ella: «Pero ella replicó: Señor, también los perritos, debajo de la mesa, comen las migas que dejan caer los hijos. Por eso que has dicho, puedes irte, que el demonio ha salido de tu hija». Es estupendo ver a Jesús aprendiendo su Evangelio de una mujer pagana, de una madre. Es conmovedor y muy humano ver que incluso Jesús cambia de idea, que Dios también se convierte.
La Iglesia seguirá hoy a Jesús si se deja convertir por las víctimas, si es capaz de redescubrir el Evangelio encontrándose con los pobres a lo largo del camino, con los pobres y los alejados que han explicado y explican a la Iglesia su propio Evangelio, con palabras que hablan de derechos humanos, de respeto, de igualdad, de fraternidad y de sororidad. La Iglesia se convierte a un Evangelio más cristiano gracias a las palabras humanas de las víctimas y los alejados. Porque en la Biblia el hombre aprende el cielo de Dios, pero Dios aprende la tierra de los hombres, de las mujeres y de los niños. Hoy la tierra está llena de samaritanos y mujeres siro-fenicias que nos esperan en las encrucijadas de las calles para explicarnos el Evangelio que ellos todavía no conocen: ¿cuándo nos inclinaremos a escucharlos?