Si las madres y las mujeres pudieran hablar en las mesas de negociación masculinas, dirían que la única guerra justa es la que no hacemos, porque toda la geopolítica del mundo no vale tanto como la vida de un niño.
Luigino Bruni
publicado en Il messaggero di Sant'Antonio el 21/04/2022
La historia deberían escribirla las madres, decía Tanino, un amigo escritor. Deberían escribirla las madres y generarla las mujeres, si estuvieran más presentes en las mesas donde se toman las grandes decisiones políticas y económicas, si fueran protagonistas en los tratados internacionales, en las negociaciones para poner fin a las guerras o, mejor aún, para evitar su comienzo. Hemos traicionado a las pocas madres de la constitución italiana que, tras la aprobación del artículo 11, con el recuerdo de la guerra, los muertos y los lagers aún vivo en los ojos y en el corazón, bajaron al centro del hemiciclo, se dieron la mano y pronunciaron su «nunca más» a la guerra, sellando con el abrazo de sus mansas manos algunas de las palabras más bellas de la carta constitucional: «Italia repudia la guerra como medio de solución de las controversias internacionales». Las hemos traicionado también como humanidad y como Europa, al enviar armas a Ucrania, más aún cuando seguimos enviando dinero a Rusia a cambio de gas y petróleo, viviendo de este modo literalmente la parodia de la palabra del Evangelio: «Que no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda».
La gestión de los conflictos dejada enteramente en manos de los varones es despiadada, «testosterónica», muscular, vengativa, rival y competitiva; valores que a veces son útiles en determinadas circunstancias y ámbitos (por ejemplo: el deporte), pero son pésimos cuando «se juega a la guerra» y por tanto con la sangre y con la muerte. Una guerra en Europa ha levantado el velo sobre la desnudez de nuestras instituciones y nuestra civilización. El consumismo y la búsqueda del bienestar privado nos han anestesiado. Hemos desinvertido drásticamente en política. Nuestros mejores jóvenes se han dedicado a otras cosas (tercer sector, organizaciones, cooperación, ONG…), y el espacio de la mediación de la política ha sido ocupado por chacales y hienas. Hemos dejado de guardar las fronteras, los centinelas nocturnos se han dormido en su puesto de guardia mientras veían el último capítulo de la última serie de Netflix. Hemos pensado que bastaba con confiar el bien común a los intereses privados, sin preocuparnos de los intereses de todos. Y el primer viento del este ha derribado nuestras cabañas desguarnecidas. Las cosas no habrían terminado así si hubiéramos realizado verdaderamente una sociedad con igual presencia de hombres y de mujeres. Hemos fingido que las dejábamos involucrarse, hemos hecho que se conformaran con las cuotas rosa, pero las hemos mantenido fuera del diseño del bien común y de la economía, de la construcción de la paz y la guerra. Esta guerra solo nos deja ver lo que ya sabíamos.
Es impresionante volver a ver en estos días de guerra a mujeres viendo como espectadoras a los hombres que se entrenan en el arte de la guerra, mientras ellas, como nuestras bisabuelas, rezan, huyen, cuidan de los niños y los ancianos, y lloran. Han pasado ochenta años, en los que hemos llegado a la Luna y a Marte, pero por lo que respecta a nuestra capacidad de gestionar, cuidar y resolver conflictos estamos todavía como el hermano que dijo al otro hermano: «Salgamos a los campos». Hemos creado masters, cursos y doctorados sobre el lenguaje y la comunicación no violenta, sobre técnicas de mediación, y sin embargo, la única reacción que conocemos frente a un violento invasor es invocar las armas para responder a otras armas, en el mejor de los casos citando a la resistencia o a Bonhoeffer en su rebelión contra Hitler o la «guerra justa» de Santo Tomás. Si las madres y las mujeres pudieran expresarse en las mesas de negociación masculinas, dirían que la única guerra justa es la que no hemos hecho, porque toda la geopolítica del mundo no vale tanto como la vida de un niño.
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA