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Para no devorar a los hijos nunca más

Profecía e historia / 20 - La fe no puede olvidar los verdaderos rostros y las palabras de los pobres.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 20/10/2019.

«Si "la inteligencia de las escrituras" es un carisma, ¿qué tipo de carisma es? y ¿dónde se coloca dentro de la jerarquía de los carismas? La inteligencia de las escrituras está entre los carismas mayores. Está incluso más arriba que el carisma de los profetas».

Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia.

Existe una relación muy fuerte e íntima entre la guerra y la economía. Generalmente las razones de los negocios se contraponen a las de las guerras. Muchos comerciantes prefieren la paz y el orden, que les permiten obtener mayores beneficios. La economía tiene una vocación de paz: el “dulce comercio” de los ilustrados. Pero si es cierto que ha habido y sigue habiendo comerciantes amantes de la paz, no faltan quienes se han enriquecido mucho con las guerras, quienes incluso las inducen con fines de lucro y quienes convierten los conflictos en un negocio. En el origen de las guerras hay grandes intereses económicos mezclados con el poder y con la locura de los hombres. Una economía y unas empresas justas son el primer antídoto, la primera cura preventiva, para las guerras. Cada vez que alguien construye una economía de paz, firma contratos de trabajo justos, se comporta correctamente con un empleado o reconoce los derechos de las personas y de la tierra, aleja la guerra con sus infinitos dolores. 

También en la Biblia la economía y la guerra están profundamente entrelazadas. Las vemos juntas en las mismas historias, en las mismas profecías y en los episodios más espléndidos y tremendos: «Ben-Adad, rey de Siria, movilizó todo su ejército y cercó Samaría. Hubo un hambre terrible en Samaría. El asedio fue tan duro que un asno llegó a valer ochocientos gramos de plata, y treinta gramos de excrementos de paloma, cincuenta gramos de plata» (2 Re 6,24-25).

Samaría es asediada por los sirios. El primer lenguaje que usa la Biblia para expresar la gravedad del asedio y del hambre es el de los precios y las mercancías: un asno (el asno era un alimento corriente) y el estiércol de paloma usado como sal durante las carestías y el hambre. Aquí está el significado y el valor antropológico y ético de la economía y de sus palabras. Antes de la economía de mercado y del capitalismo, incluso cuando la economía solo ocupaba un día o unas horas a la semana (y no todas las horas de todos los días, como hoy), los hombres y las mujeres sabían expresar las cosas más importantes con los precios, las monedas y las mercancías; hablaban de economía para hablar de la vida y de la muerte. Durante los periodos de abundancia las palabras aumentan y se multiplican. Pero en tiempos de vacas flacas también las palabras adelgazan, se quedan en los huesos, y en los huesos queda lo esencial. La Biblia nos recuerda que lo esencial incluye la vida económica, los precios y las monedas. En la Biblia la economía está presente en las escenas más extremas y opuestas: en el hambre y también en la proximidad del samaritano que con “dos denarios” asocia un comerciante a su acción. Ayer, hoy y siempre.

Para entender el verdadero valor de la economía y de las monedas es necesario ir a los lugares donde hay asedios y hambrunas y entender sobre el terreno que los bienes y las monedas son verdaderamente útiles para los pobres y sus pobrezas. Podemos y debemos estudiar las “paradojas de la felicidad” para descubrir, con datos en la mano, que la riqueza económica no tiene tanto que ver con la felicidad como habitualmente creemos. Pero inmediatamente después debemos recordar que, si la riqueza es poco útil para los ricos, a los pobres les hace mucha falta, y que esa riqueza, superflua e inútil para quien la posee en abundancia, puede convertirse en un pan esencial en las hambrunas y en los asedios.

Poco después de hablarnos del exorbitante precio de la comida y de la sal durante el asedio, el libro de los Reyes nos narra un episodio tremendo, desesperado y poco conocido que nos habla de la economía a contraluz, al estar situado a continuación de los precios y las mercancías. Quizá con ello nos quiera decir que existe un lenguaje aún más fuerte y radical que la economía para hablar de los efectos de las guerras y el hambre en la vida de las personas: el lenguaje de la vida y de la muerte, de la carne y de los hijos: «El rey de Israel pasaba por la muralla, y una mujer le gritó: ¡Sálvanos majestad! Respondió el rey: Si no te salva Dios, ¿de dónde saco yo para salvarte? ¿De la panera o de la bodega? ¿Qué te pasa? Ella respondió: Esta mujer me dijo: Trae a tu hijo, que nos lo comamos hoy, el mío nos lo comeremos mañana. Cocimos a mi hijo y nos lo comimos; pero al otro día, cuando le pedí a su hijo para comérnoslo, lo escondió» (6,26-29). No hace falta añadir muchas más palabras. Se trata de un conflicto entre dos mujeres atormentadas a las que la desesperación del hambre ha vuelto locas, de un contrato demencial entre dos madres, de un caso parecido al que resolvió Salomón en su primer ejercicio de sabiduría (1Re 3). “¡Sálvanos!”: el SOS lanzado por esta madre no tiene anda que ver con la comida y las cosas, como piensa al principio el rey (“no tengo pan en la panera ni vino en la bodega”). No, su grito es de carne y de sangre. Es un grito de muerte. Antes de la economía están los hijos, la carne, la muerte. Estas palabras son anteriores a las de la economía. En la antigüedad estas escenas no eran tan raras. A veces, en las grandes carestías, las familias intercambiaban los hijos a “cocer” para evitar al menos el dolor más absurdo: devorar la carne de la propia carne.

Hoy ya no se cuece a los hijos para no morir de hambre. Pero sigue habiendo hijos e hijas devorados en las pobrezas y en los asedios. Son vendidos a nuevos ejércitos de hombres que llegan en avión a las periferias de Sudamérica o Asia, se acercan a las familias asediadas por la miseria y el hambre y compran hijas, niñas y niños para cocerlos en las oscuras habitaciones de sus hoteles. Algunas madres, en el último momento, no respetan el contrato e intentan esconderlos. La mayoría no lo consigue. Las primeras víctimas del hambre y de la guerra son los niños, las niñas y las mujeres, como nos recuerdan los premiados con el Nobel de Economía 2019. Luchar contra la guerra y el hambre significa salvar sobre todo a las madres, a los niños y a las niñas. Si ayuda a reducir las guerras y la miseria en el mundo, la economía será amiga de las madres y de los niños, y todos nosotros estaremos agradecidos y la consideraremos “bendita economía”. Si hace lo contrario, la criticaremos y maldeciremos, y lo haremos en nombre y con las palabras de las mujeres, de los niños y de las niñas. No es casualidad que la crítica más radical a la economía del siglo XXI venga de una muchacha.

«Cuando el rey oyó lo que decía la mujer, se rasgó las vestiduras; pasaba por la muralla y la gente vio que llevaba un sayal pegado al cuerpo» (6,30). La Biblia, ante estos relatos indecibles, “se rasga las vestiduras” y nos deja entrever el sayal penitencial. Sin embargo nosotros, antes las mismas escenas, no lo hacemos, pasamos de largo porque estamos demasiado ocupados y preocupados por nuestros asuntos.

El profeta Eliseo, con gestos y palabras, acompaña estos capítulos de guerra, hambre, muerte y economía. Su profecía también se incluye dentro de este ambiente y toma prestadas sus palabras: «Eliseo respondió: Escucha la Palabra del Señor. Así dice el Señor: Mañana a estas horas siete litros de flor de harina valdrán diez gramos, y catorce litros de cebada diez gramos en el mercado de Samaría» (7,1). La profecía también habla de economía. Para profetizar el final del asedio, la guerra y el hambre, Eliseo no encuentra palabras mejores que las de la economía y los precios de las cosas. Es lo mismo que hacemos nosotros cuando queremos desear felicidad a un hijo: le deseamos que tenga un trabajo digno y verdadero, que no se convierta en un indigente, que no pase hambre y que tenga “shalom” (bienestar). Estas son las esperanzas y las plegarias de todos, pero sobre todo son las esperanzas y las plegarias de los pobres, que sienten en su carne y en la de sus hijos lo que representa pagar por un asno ochocientos gramos de plata, y se sienten comprendidos por el profeta que anuncia una era donde la cebada y la harina costarán ochenta veces menos. Solo los pobres son verdaderamente competentes en los precios y en el valor de los bienes, porque son expertos en su escasez. Por eso entienden a los profetas y su lenguaje.

Esta es la extraordinaria laicidad de la Biblia, a la que no termino de acostumbrarme. La profecía es cielo, querubines, voz sutil de silencio, fuego, nube y trono, pero también harina, cebada y monedas. Si las palabras de la profecía son capaces de cambiar la historia y de salvarnos es porque mantienen unidos la cebada con los querubines, y YHWH con las monedas. Para que las palabras del cielo no se conviertan en “zona de confort” y puro consumismo espiritual deben ser pronunciadas junto a la cebada y las monedas. Cuando las religiones y las iglesias dejan de usar las palabras de la economía para hablarnos de Dios y del cielo, es porque están usando mal la cebada, la harina y la moneda, y por consiguiente dejan de hablar. La ausencia del tema económico del discurso religioso no es señal de una religión más espiritual, sino de una fe que ha olvidado los verdaderos rostros y las palabras de la pobreza, de los pobres y de las víctimas de la historia.

Este breve ciclo de guerras, carestías, profecía, mujeres, niños y economía se cierra con otra mujer, otro niño y otra economía.

Eliseo le había dicho a la mujer cuyo hijo había resucitado (2 Re, 4) que fuera a tierra extranjera, entre los filisteos, porque una hambruna estaba a punto de cernirse sobre el país. Cuando esta mujer vuelve a casa siete años después, no encuentra los bienes que, en su ausencia, han sido ocupados por otras personas. Mientras Guejazí, el criado de Eliseo, está narrando al rey el milagro de Eliseo, la mujer regresa: «Guejazí dijo al rey: Majestad, esa es la mujer, y ese es el niño resucitado por Eliseo. El rey preguntó a la mujer, y ella le contó todo. Entonces el rey puso a su disposición un funcionario, al que ordenó: Haz que entreguen a esta mujer todas sus posesiones y la renta de las tierras desde el día que se marchó hasta hoy» (8,5-6).

El milagro del niño muerto y resucitado se completa ahora con un acto de justicia económica. Los milagros no están completos si no cambian las condiciones materiales de la existencia, si son desencarnados, si no se convierten en rentas y campos. No todos, y no siempre, podemos resucitar a los hijos. Pero muchos, quizá todos, podemos resucitar a un pobre, hacer justicia a una víctima o cancelar una deuda. Si vemos estos milagros económicos, tal vez podamos ver también a Dios y a los ángeles.

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