La fidelidad y el rescate/16 – Al final del libro de Rut hay un nacimiento. Y un coro de mujeres sin igual.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 18/07/2021
«Nosotros necesitamos cambiar a Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros».
Paolo de Benedetti, Quale Dio?
Si vemos el mundo con los ojos de la Biblia, podremos comprender que cada hija y cada hijo engendrado explica con su historia la de los abuelos e ilumina la de los descendientes.
«Así fue como Booz se casó con Rut. Se unió a ella; el Señor hizo que Rut concibiera y diese a luz un hijo. Las mujeres dijeron a Noemí: -Bendito sea Dios, que te ha dado hoy quien te rescate para perpetuar su nombre en Israel. Será el consuelo de tu alma y el apoyo de tu ancianidad, porque lo ha dado a luz tu nuera, que te quiere y es para ti mejor que siete hijos» (Rut 4,13-15). Vuelven a la escena las mujeres de Belén, como el coro de una tragedia griega. El libro de Rut es muchas cosas a la vez, todas ellas hermosas, pero lo mejor son las mujeres. Antes de empezar a comentarlo ya sabía que Rut era un libro femenino, pero no creí que lo fuera de una forma tan intensa. Ha sido una gran sorpresa, pero también una manera de honrar a las mujeres, que en este tiempo de pandemia han sostenido el mundo con sus cuidados. Las mujeres, una vez más, tienen palabras maravillosas para Noemí, y para nosotros. El ambiente de esta bendición sigue siendo el de la reciprocidad: Rut trae al mundo un niño, las mujeres dicen que ese niño rescatará a Noemí, a la que Rut tanto quiere y para la cual tiene más valor que siete hijos. Es una estupenda danza de amor, una circulación de hesed, agape y philia. Reciprocidad directa e indirecta, la auténtica protagonista del libro.
En un libro centrado completamente en la gran figura-institución del goel, el rescatador-redentor, al final descubrimos que el único goel no era Booz. Hay otro goel: el niño. Ese niño rescatará a las dos mujeres y será su consuelo, su hiphil, que literalmente significa “el que hace que vuelva la respiración”, “el que devuelve el aliento”, el reanimador. Es muy hermosa la definición del hijo de Rut como goel y como reanimador. Cada día asistimos en nuestras familias a la llegada de niños que, al nacer, devuelven el aliento a una madre, a un padre o a una abuela. Parejas cansadas, familias desalentadas que empiezan de nuevo a respirar con el niño que nace. Cada niño trae consigo no solo un pan bajo el brazo, sino también oxígeno para volver a respirar, o para que todos respiren mejor. Los niños alargan la vida, no solo porque hacen que nuestra existencia se asome más allá, sino porque extienden nuestra respiración, nos dan una alegría y unas ganas de vivir que no tendríamos sin ese don. Los niños fuerzan nuestro destino y nos dan días extras de vida. Días que decidimos vivir, aunque solo sea para ver mañana a un hijo o a una nieta. Los niños nos enseñan a contar nuestros días con una sabiduría distinta del corazón.
El hijo de Rut es el rescatador de Noemí, su segundo goel. Booz, el primer goel, solo podía rescatar el terreno y garantizar una subsistencia material a Rut y a su suegra. Pero el libro nos ha estado diciendo continuamente que el verdadero rescatador de Rut y Noemí es un hijo. Este rescate no puede ser garantizado mediante actos jurídicos, ni siquiera mediante el matrimonio. Es puro don. Porque cada niño es un don, y no hay don más puro y más grande que un hijo. Cada hijo es mucho más que un hecho natural y necesario. Dado que en la naturaleza también existe la esterilidad, para la venida de un hijo no basta la naturaleza. Aunque nuestra cultura haya perdido el sentido religioso de la capacidad de generar, la llegada de un niño es la alegría más grande, porque lleva inscrita en su seno esta dimensión esencial de libertad y de don. Si un día el sentido religioso despareciera de la faz de la tierra, siempre podría renacer con un niño.
«Noemí tomó al niño, lo puso en su regazo y se encargó de criarlo. Las vecinas buscaban un nombre, diciendo: –¡Noemí ha tenido un niño!» (4,16-17). El padre, Booz, abandona la escena inmediatamente después de haber cumplido su tarea – el midrash Leqah le hace morir al día siguiente de la boda ("Las leyendas de los judíos", vol. VI). El nombre y el destete del niño son asuntos enteramente femeninos, entre otras cosas porque lo son de verdad. El monopolio femenino de los primeros años de vida de los niños ha sido una de las leyes no escritas de las civilizaciones. Hasta la generación de mis padres, los hombres eran invitados temporales y provisionales de la educación primaria de sus hijos. De vez en cuando asomaban por la puerta, pero inmediatamente retrocedían por falta de tacto y de competencia. En aquel mundo, los niños eran los tesoros de las mujeres (madres, abuelas, tías, hermanas), tesoros fugaces y pasajeros, que con frecuencia suponían las únicas alegrías en unas vidas difíciles e injustas.
Noemí ha tenido un niño: el hijo ha nacido de Rut, pero, ayer más que hoy, el hijo que nace de una hija es también hijo de su madre. Pocos amores son más grandes que el de una abuela por su nieto. Es imposible compararlo con el de los padres, pero, aunque fuésemos capaces de calcularlo, no sería menor, solo distinto. Nos damos cuenta de ello, por contraste dramático, cuando entra en juego el sufrimiento por un nieto. El de los abuelos es un sufrimiento aumentado: el resultado de multiplicar el del nieto por el de sus padres, un producto que roza el infinito. Por otro lado, esta es la única vez en la Biblia que el hijo se le atribuye a una mujer y no a un hombre (por ejemplo: «A Set le nació un hijo, al que puso por nombre Enós»: Gn 4,26). Noemí ya no es la amarga ni la vacía, Dios la ha llenado con un niño. Ella se convierte en criadora del niño, que, a su vez, le dará aliento en la vejez: una vez más un asunto de reciprocidad. Las mujeres eligen incluso el nombre del niño, también caso único en la Biblia, porque no son las vecinas ni las mujeres del pueblo las que eligen el nombre de un niño. Sin embargo, aquí las mujeres dan el nombre al hijo de Rut-Noemí, tal vez para decirnos algo que las demás mujeres de la Biblia nos habrían dicho si hubieran podido tomar más a menudo la palabra: que un hijo no es un bien privado, sino un bien común; que es hijo de todas, y toda la aldea se encarga de su crianza. En el pesebre están todas estas mujeres de Belén, aunque entonces no podían saberlo.
«Y le pusieron por nombre Obed. Fue el padre de Jesé, padre de David» (4,17). He aquí el nombre que faltaba en nuestro mosaico: David, el nombre más amado de todos los nombres, que resuena en el aire desde el comienzo de la historia. Y gracias a este nombre, que encierra en sí toda la Biblia, entendemos un sentido profundo del libro de Rut. La historia de Noemí, Rut y Booz es el puente que une las historias de la prehistoria con la historia de Israel. Abraham y los patriarcas con la monarquía, David con la tribu de Judá y con Jerusalén. Cuando David hace su aparición en la historia de Israel (en el primer libro de Samuel) no se menciona su genealogía, llega a Belén de la nada. El libro de Rut completa el hilo dorado de la salvación, explica la trama de la providencia. De este modo, el libro de Rut rescata la triste historia de Judá, el incesto con Tamar, del que nació Fares, el abuelo de Booz, el abuelo de David: «Estos son los descendientes de Fares: Fares engendró a Jesrón, Jesrón engendró a Ram, Ram engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Najsón, Najsón engendró a Salmá, Salmá engendró a Booz, Booz engendró a Obed, Obed engendró a Jesé y Jesé engendró a David» (4,18-22).
Todo esto nos dice algo importante sobre la lógica de la Biblia y de la vida. El tiempo en la Biblia se mueve en las dos direcciones del eje. Para entender el sentido pleno de un acontecimiento es necesario ir hacia delante y hacia atrás en el tiempo. La explicación no se encuentra solo en lo acontecido antes, porque también es esencial lo acontecido después. El matrimonio entre Booz y Rut no ilumina solo la persona y la historia de David (que vendrá después), sino que explica también la historia de Judá y Tamar (acontecida antes). Da sentido a los dolores y a las alegrías que lo han precedido y a las que lo seguirán. Jesús de Nazaret no explica solo el sentido de la historia de Judá, Tamar, Rut y David, sino que Judá, Rut y David explican a Jesús: nos hacen comprender que en su carne y en su mensaje estaban también el incesto de Judá y el homicidio de David, junto con la gracia y la fidelidad de Rut. Y, por consiguiente, que la humanidad de Cristo es verdadera entre otras cosas porque recoge los pecados y las virtudes diseminadas a lo largo de su genealogía. Pero si es así, en su cuerpo resucitado están también Judá, David, Rut, Noemí y todas las mujeres de Belén, rescatados por otro goel. Cuando los primeros cristianos hicieron la valiente y feliz elección de mantener unidos en Antiguo y el Nuevo Testamento, alargaron, en dos sentidos, el eje de los goel de la historia de la salvación, la serie de los rescatadores y de los rescatados, y multiplicaron el don del aliento de los niños. Pero si vemos el mundo con los ojos de la Biblia, nos daremos cuenta de que cada niño engendrado explica con su historia la de sus abuelos e ilumina la de sus descendientes. ¿Cuántas veces la graduación de una nieta y la fidelidad de una abuela se explican e iluminan mutuamente? Algunas veces, para entender de verdad un gran dolor o una gran alegría es necesario esperar los más de mil años que separan los campos de cebada de Booz de la gruta de María. En la lengua con la que se escriben las frases decisivas de nuestra vida, el verbo va al final.
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Una vez más debemos despedir a los protagonistas de nuestro relato. En estos años hemos comentado muchos libros bíblicos (once), todos ellos muy hermosos, y sin embargo también esta vez el último, el libro de Rut, me ha parecido el más bello. Noemí, Rut y Booz nos han acompañado durante estos cuatro meses, mientras a nuestro alrededor y dentro de nosotros discurría una vida y una historia no fáciles. Siguiendo sus “vocaciones sin voz” nos hemos reconciliado con las nuestras, que son casi siempre mudas como las suyas. Sus rostros se han mezclado con los nuestros, se han convertido en personas de casa, nos han amado y hablado como familiares y vecinos nuestros. Y dejarlos no es fácil. Yo también los he descubierto, como vosotros, domingo tras domingo, y después de cada capítulo me han parecido más grandes, más bellos y más vivos, porque lo son de verdad. Gracias a ellos he conocido nuevos lectores, ahora amigos, con los que el camino continuará cuando, después de cuatro semanas de pausa, reanudemos el viaje. Siempre con Avvenire, con su director Marco Tarquinio, que sigue acompañándome, una serie tras otra, en estos años de tenaz trabajo semanal (el 24 de julio se cumplirán diez años de mi primer artículo), una compañía que para mí se ha convertido en necesaria.