Fidelidad y rescate/15 – El otro verdadero nombre del padre.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/07/2020
«Hay quien quiere que la gente sencilla no lea los textos sagrados. Como si Cristo hubiera enseñado cosas tan abstrusas que solo pudieran entenderlas, y a duras penas, tres o cuatro teólogos. Yo aspiro a que todas las mujeres lean los Evangelios y las cartas de San Pablo. Me gustaría que el agricultor entonase algún versículo mientras empuja el arado, y que el tejedor modulase algún pasaje mientras mueve las lanzaderas».
Erasmo de Rotterdam, Prólogo a los Evangelios.
La economía y la casa no son las mismas cuando las ven las mujeres que cuando las ven los hombres. Hasta ahora la economía de las mujeres no ha sido vista ni tampoco reconocida. El libro de Rut nos ayuda a verla.
De niño me llamaba mucho la atención la competencia que tenía mi abuela María para las cosas de la casa. Una vida entera trabajando dentro de casa y en los campos de alrededor le había proporcionado un conocimiento único de cada espacio, de cada altillo; sabía el contenido de cada armario y de cada cajón. Si alguien buscaba algo en casa, le preguntaba a la abuela, y ella inmediatamente lo identificaba en su mapa mental perfecto. El abuelo Domenico, por su parte, era competente en la cantera de mármol travertino donde trabajaba, en la viña, en los animales del bosque, en las carreteras, en los caminos y en los relatos de la guerra. Pero la competente en los ambientes de la casa, en la era y en los animales domésticos era la abuela.
A esta competencia específica y a menudo tácita sobre los lugares se añadía la competencia sobre la comida, los niños, la ropa, las oraciones, las poesías y el cuerpo con sus enfermedades, curas y muerte. Las mujeres de mi familia siguen conservando estas competencias. La división del trabajo entre hombres y mujeres nacía de una división del conocimiento. Las competencias típicamente femeninas generaban también una economía concreta, un gobierno de la casa (oikos-nomos). La economía de los varones no habría bastado para sobrevivir y mucho menos para vivir. Sin las competencias concretas sobre los lugares, la era, los cajones, las relaciones primarias y los niños, el dinero traído a casa por los hombres no se habría convertido en capital, ni en alimento, ni en vida buena. Las civilizaciones humanas nunca han atribuido el mismo peso a estas dos oikonomias distintas. Pero durante mucho tiempo entre ellas había reciprocidad y a menudo respeto.
Con el nacimiento de la economía de mercado, las cosas empezaron a cambiar. La economía verdadera empezó a ser la que se encontraba al cruzar el umbral de casa, lejos de las competencias domésticas. Y si las mujeres querían ser “alguien” para la economía importante tenían que acudir a la fábrica o a la oficina, donde, sin embargo, no se valoraba su savoir faire. Incluso la competencia sobre la alimentación, cuando empezó a ser considerada importante, tuvo que salir de la casa y de las manos de las mujeres para entrar en el negocio de los grandes chefs con estrella (casi todos varones), porque las estrellas de casa eran demasiado bajas y normales para captar la atención de los economistas y de los políticos. De este modo, toda la economía que tenía lugar dentro de la casa y no transitaba por el mercado quedó sumergida; los indicadores económicos no la registraban y al final acabó por no ser considerada ni siquiera economía. Y cuando surgieron sectores económicos y trabajos predominantemente femeninos – educación y cuidados – estos fueron (y siguen siendo) poco vistos y mal pagados, debido a una errónea y grave confusión entre gratuidad y falta de valor.
En la Biblia, también la casa está generalmente asociada a los hombres: la casa de Jacob, la casa de David. La casa es imagen de la estirpe, del clan o de todo el pueblo (la casa de Israel). Pero en el ambiente totalmente femenino del libro de Rut, la casa se convierte en un asunto de madres. El pueblo acoge a Rut como esposa de Booz, y para hacerlo siente que tiene que llamar a la casa con nombres de mujer: «¡Que a la mujer que va a entrar en tu casa la haga el Señor como Raquel y Lía, las dos que construyeron la casa de Israel!» (Rut 4,11). Raquel y Lía que construyeron la casa: dos mujeres, dos extranjeras como Rut, constructoras de la misma casa. En el entorno femenino de este libro se reconoce que la casa de Jacob fue construida también por sus mujeres. Madres queridas. Raquel fue muy querida por Jacob y por el pueblo. Pero también fue muy querida Lía, la madre de Judá, el antepasado de Booz, que en la Biblia, fuera del Génesis, solo es citada en el libro de Rut. Judá entra también en la segunda parte de la bendición del pueblo: «¡Que tengas riqueza en Éfrata y te hagas un nombre en Belén! ¡Que por los hijos que el Señor te dé de esta joven tu casa sea como la de Fares, el hijo que Tamar dio a Judá!» (4,11-12).
Judá y Tamar. El autor nos transporta al capítulo 38 del Génesis, donde se nos narra su historia, que se entrecruza en varios puntos con la de Rut. También Tamar, cananea, es una joven viuda, y en su historia está la negación de la ley del levirato por parte de su suegro Judá. «Vive como viuda en casa de tu padre» (Gn 38,11), le ordena su suegro. Tamar se queda sola y sin hijos. Un día Tamar se entera de que Judá está de paso por allí. Se quita la ropa de viuda, se disfraza y sale a esperarle a un cruce del camino. Judá la ve y la toma por una prostituta (38,15). Tamar como paga pide una prenda: «El anillo del sello con la cinta y el bastón que llevas» (38,18), su “carné de identidad”. Tamar queda embarazada de dos gemelos – Fares y Zéraj. Judá la condena a muerte por ello, pero mientras la conducen a la hoguera Tamar lleva a cabo su plan: «El dueño de estos objetos me ha dejado embarazada» (38, 25). Finalmente Judá reconoce sus objetos y Tamar se salva a sí misma y a sus hijos.
Rut y Noemí tienen muchos rasgos en común con Tamar. Son mujeres avispadas y emprendedoras, que hacen todo lo posible para que la vida continúe. Son huéspedes residentes en un mundo que no está hecho a su medida, donde se las ingenian para no morir, para vivir. El Dios bíblico es el Dios de la vida antes que el Dios de la ley. A veces la vida y la ley van juntas y están en el mismo lado, pero cuando estos dos caminos divergen, las mujeres, ciertamente estas mujeres, eligen el camino de la vida y lo hacen sin demora. Lo hace Tamar. Lo hace también Raquel que, a cambio de su fertilidad (mediante las mandrágoras de Rubén: Gn 30), presta por una noche su marido Jacob a su hermana Lía. La Biblia – y nosotros con ella – elogia este emprendimiento típico de sus mujeres, esta espléndida libertad. La libertad de las mujeres en muchos aspectos ha sido y es limitada, pero en otros ha sido superior a la de los hombres, más radical y capaz de realizar transgresiones vitales desconocidas e incomprensibles para los varones. La Biblia, escrita por hombres, al menos lo intuye y por eso es más grande que sus escritores.
En esta bendición nupcial de Booz y Rut encontramos una tensión profunda que atraviesa la Biblia entera: la que se produce entre la ley de la vida y la ley de los hombres. En el libro de Rut esta tensión se convierte también en tensión entre la lógica masculina y la femenina. Rut y su suegra Noemí, más que ella misma, tienen su propia oikonomia de la salvación, su propia manera de ayudar a Dios a salvar al mundo y a su familia. No ponen a Dios en contra de la vida, pero si alguna vez se crea este conflicto, o eso parece, eligen la vida.
Sara nunca habría llevado a Isaac al monte Moria, no habría salido de casa, y aunque Dios se le hubiera aparecido y le hubiera hablado, ella habría creído que era un demonio, porque era preferible ser visitada por un demonio que por un dios que pide la muerte de sus hijos. O Agar, que huyó al desierto junto a su hijo Ismael para morir con él. El ángel que se le apareció a Agar salvando a su hijo de la muerte no es el mismo ángel que detuvo el cuchillo de Abraham; porque las mujeres no conocen a estos ángeles, no los reconocen, no tienen necesidad de hacerlo, no les quieren, no les rezan, porque no llevan a sus hijos a esos altares y se detienen un poco antes. Se dice que los ángeles no tienen sexo. Pero ciertamente los que se les aparecen a las mujeres son distintos de los que se les aparecen a los hombres. Las mujeres rezan y escuchan solo a los ángeles de la vida, a los que se parecen a las cigüeñas hasta confundirse con ellas.
Y si en el lugar del rey David hubiese estado Maacá, la madre de su hijo Absalón, esta habría corrido al bosque y con sus hombros habría sujetado el cuerpo del hijo colgado del madero, lo habría salvado o habría muerto con él. Y si en el lugar de Moisés hubiese estado su hermana María, esta habría protestado ante Dios por la muerte de los primogénitos de los egipcios, porque los hijos de cualquier mujer son hijos de todas las mujeres. Y si en el lugar del rey Salomón hubiese estado una de sus mujeres, frente a las dos madres que reivindicaban al mismo niño nunca habría propuesto la solución de la espada, ni siquiera de mentiras, porque las mujeres ya protestan cuando ven a sus niños jugar con espadas de plástico a los mosqueteros. ¡Cómo habría sido la historia humana si en sus encrucijadas decisivas la elección hubiese sido de las mujeres!
Esta es la ley que las mujeres conocen. La otra ley se la han dejado a los hombres, a nuestros ejercicios de poder y de guerra, a nuestra oikonomia distinta que no han entendido nunca. Quizá solo en el paraíso serán recogidas en un océano todas las lágrimas que las mujeres han derramado y siguen derramando por el dolor generado por los ejercicios de sus hombres.
Para terminar, los ancianos desean a Booz que tenga riquezas, pero también le desean “que se haga un nombre”. Booz ya tenía un nombre, una fama de hombre justo. Pero ahora, con la posible llegada de un hijo, el nombre se convierte en algo distinto. Los hombres tienen un papel secundario en el libro de Rut, porque nosotros, los hombres, tenemos un papel secundario y subsidiario en la transmisión de la vida. Por mucha igualdad que podamos y debamos alcanzar en el cuidado y en la crianza de los niños, a la hora de engendrar los hijos y de lo que acontece en sus primeros años, siempre habrá una asimetría con las mujeres, que debemos aceptar humildemente, sin convertirla en competición o envidia. Pero podemos contribuir a dejar un buen “nombre” a nuestros hijos. Este nombre del padre, más importante que el apellido, es la primera herencia que dejamos a los hijos, nuestro primer y tal vez único verdadero patrimonio (patres-munus: el don/obligación de los padres).
Ese nombre es nuestra justicia, nuestra honestidad, la verdad que dejamos. El nombre es no haber vendido el alma al poder y a la riqueza, es haber hecho de todo para salvar la inocencia de la infancia. Es haber salvado la fe, la confianza, un matrimonio, una vocación. Es haber combatido con los demonios y con los ángeles, hasta el final, cuando llegue el último ángel y nos llame por ese nombre bueno.