La estrella de la ausencia/10 – Todos somos protagonistas del libro de Dios, que nos lee, se conmueve y nos ama.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/02/2023.
«Aquella irradiación de ti nacida
aparecía en ti, cual reflejada,
por mis ojos mortales percibida.
Dentro de sí, con su color pintada,
parecía del hombre la figura,
y en ella mi atención quedó clavada».
Dante Alighieri, Paraíso XXXIII, 127-132
El triste final del cruel Amán y la victoria de Ester nos ofrecen una oportunidad para comprender nuevas dimensiones del humanismo bíblico y del papel ético de nuestra lectura.
Releer de vez en cuando nuestros libros amados es un excelente ejercicio para comprender el desarrollo moral de nuestra alma. Con los años podemos descubrir que ante las mismas páginas sentimos emociones distintas de las que sentíamos ayer. Nos reencontramos con personajes que habíamos detestado, en un desprecio que nos había hecho mejores, y de repente encontramos en nosotros una nueva y extraña compasión, y florece una pietas desconocida. La vida y el dolor nos han amansado y nos han enseñado que, bajo los pecados y las maldades, en la tierra hay una inocencia radical en el corazón de cada persona. Y por fin la vemos, la reconocemos, nos conmovemos y sintonizamos con ella.
La gran literatura es esencial también para estos ejercicios improbables de empatía. La lectura de la Biblia nos permite realizar este ejercicio en el desarrollo de la lectura de un solo libro. No se necesitan años, es posible que esta nueva pietas madure capítulo a capítulo en cuestión de días. Sin quererlo ni saberlo, nos conmovemos con Caín el fratricida, con Saúl el repudiado, con los hermanos que venden a José, con el joven rico que no pasa por el ojo de la aguja, con el levita y el sacerdote que ven y pasan de largo. Y nos nace el deseo profundo e invencible de que ninguno se vea privado de la dignidad de reconocer su propio rostro en la "figura pintada" en el corazón de Dios.
“Luego Amán contó a Zeres, su mujer, y a todos sus amigos, lo que le había acontecido; sus consejeros y su mujer Zeres le dijeron: ‘Si ese Mardoqueo, ante quien has comenzado a declinar, pertenece a la descendencia de los judíos, no lo vencerás, sino que caerás delante de él. No podrás resistirte porque el Dios vivo está con él’. (Ester 6:13). Cuando la fortuna (purim) de Mardoqueo y del primer ministro Aman empezó a invertirse, Aman regresó a su casa, y allí oyó a su esposa decir palabras de verdad que no hubiera querido oír nunca. Zeres había entrado en escena en el capítulo 5, en un papel diferente, cuando su marido estaba en la cumbre de su éxito y se preparaba para el banquete con Ester y el rey - aquí también se invierten los papeles y los destinos: "De vuelta en su casa, Aman llamó a sus amigos y a su mujer Zeres... le dijeron: 'Haz preparar una horca de cincuenta codos de altura y mañana por la mañana dile al rey que haga colgar allí a Mardoqueo; luego vete al banquete con el rey y alégrate'. Esto agradó a Aman, y preparó la horca" (5:10-14).
Una mala costumbre antigua de los jefes perso-iraníes era colgar a sus víctimas de altos postes (unos 25 metros), postes de madera o grúas de hierro. En un universo bíblico habitado por mujeres-estrellas que dejan brillantes estelas de luz sapiencial, de vez en cuando aparece una mujer que interpreta una parte oscura. Zeres es compañera de Jezabel y Atalía, mujeres y esposas que traman planes de muerte y pronuncian palabras de maldición. La historia humana está también hecha de decisiones de los varones poderosos que nacen en el diálogo íntimo del hogar con las mujeres; a menudo, casi siempre, estas palabras diferentes y buenas los humanizaban (y los humanizan) a ellos y a su poder, pero raras veces, los molestan y los empeoran. La Biblia no es ideológica, incluso en este continuo intercambio de roles y "destinos" que no encasilla las categorías sociales, los géneros y las personas en las trampas perfectas del "siempre" y del "nunca".
“Todavía estaban ellos hablando con él, cuando los eunucos del rey llegaron apresurados, a fin de llevar a Amán al banquete que Ester había dispuesto” (6,14). Tras dos aplazamientos consecutivos, llegamos al centro dramático del libro de Ester: "El rey preguntó a Ester: '¿Qué pasa, reina Ester? ¿Cuál es tu demanda y cuál tu petición? Aunque sea la mitad de mi reino te será dada'" (7:1-2). Volvamos de nuevo a esa "mitad del reino" que los lectores del Nuevo Testamento recuerdan por Herodías: la Biblia se lee toda junta, y a veces la luz de un personaje en un libro sirve para compensar la oscuridad de otro, y para reducir así el impacto ético y espiritual global. He aquí la petición que tanto habíamos esperado: "Si he hallado gracia ante el rey, que se me perdone la vida, conforme a mi petición, y la de mi pueblo, conforme a mi solicitud" (7:3). Dijo el rey: "¿Quién es ese que se ha atrevido a hacer estas cosas?" (7:5-6).
En determinadas circunstancias decisivas, los seres humanos, sobre todo las mujeres, conocen una fuerza diferente e infinita. También la hemos encontrado varias veces en la Biblia: en Noemi que enseña a Rut cómo conquistar a Boaz para tener un futuro, en la mujer sunamita que no cree en la muerte de su hijo y "roba" al profeta Eliseo la resurrección de su hijo, en esas mujeres que consiguen permanecer bajo la cruz mientras todos los varones huyen despavoridos. Tal vez, en esos pocos momentos decisivos, sólo ellas posean la gramática del timing, sobre todo cuando están en juego la vida y la muerte de sus seres queridos. En esas coyunturas adivinan perfectamente los ritmos de las acciones y la elección de las palabras. Son maestras del logos y de los encuentros, saben pasar horas inmersas y perdidas en diálogos por el mero hecho de conversar, saben guardar silencio durante días, años; pero cuando llega ese momento preciso, se encuentran con una fuerza que parece ilimitada, y ya no se dejan intimidar por los poderosos, por los reyes, por Dios. He aquí una demostración, entre las más eficaces y bellas de toda la Biblia: "Ester respondió: 'ese hombre malvado es Aman'" (7:6). Ester siente que en esa respuesta todo su destino se concentra en un solo punto, que había llegado al centro de su maravillosa fábula de muchacha exiliada convertida en reina: intuye que esa fábula formaba parte de un misterio mucho más grande.
Y nosotros vemos en esta frase de Ester la misma fuerza de algunas palabras de esposas, madres, hermanas, hijas, que en un momento crucial de sus vidas encontraron una fuerza oculta, sobre todo a ellas mismas, y pronunciaron solo esas palabras justas: "basta", "se acabó", "vete", "sí", "no", "qué vergüenza". En el ensayo general, realizado a solas frente al espejo, nunca habían logrado decir esa tremenda frase con tal perfección; pero una vez dentro del drama, lo hicieron, a veces, una sola y única vez. Consiguieron hablar incluso delante de los grandes, de los fuertes, del despiadado y malvado primer ministro Aman, por esa fuerza única que la vida asocia a veces a una especie de fragilidad que hace abrir el cielo, y que las mujeres comparten sólo con los pobres y los ángeles. A veces, el esfuerzo ciclópeo de estos momentos genera un cansancio largo, que puede ser demasiado largo y doloroso; pero esas palabras-parto las salvaron y salvaron a todos. En esta relación especial de las mujeres con las palabras, con las palabras y las relaciones, hay una dimensión especial del dolor que acompaña sus vidas desde pequeñas, pero éste es también el secreto de su capacidad para escuchar las voces de los ángeles y de Dios, así como para abrigar la fe - cuando el Señor regrese, si todavía encuentra fe en la tierra, habrá sido una mujer la que la salve, quizás sin darse cuenta, mientras seguía el rastro de un instinto de vida.
Estas palabras tienen una especial capacidad performativa: no tienen réplica, no se las puede replicar, porque tienen una naturaleza de palabras-carne, se imponen por sí solas, y uno se encuentra frente ellas como frente a un niño. Así, ni el rey ni Aman hablan: “Amán quedó aterrorizado ante el rey y la reina. Y el rey, en un arrebato de ira, se levantó del banquete y salió al jardín” (7:6-7). Aman entiende que las cosas se dieron vuelta definitivamente. El rey sale a tomar aire, preso nuevamente de la ira, esperando calmar un poco sus nervios. Mientras tanto, Aman, aterrorizado, intenta un último recurso: se arroja a los pies de Ester y le implora que lo salve. Un nuevo malentendido acaba perfeccionando la condena de Aman: “Cuando el rey volvió del jardín al aposento del banquete, Amán se había dejado caer sobre el lecho en que estaba Ester. Entonces exclamó el rey: ‘¿Querrás también violar a la reina en mi propia casa?’ (7:8).
Y aquí, frente a Aman suplicando piedad, entramos en escena los lectores. Hemos seguido a Aman en su intento homicida. Lo hemos criticado, lo hemos despreciado, nos hemos indignado, y por esa ignorancia voluntaria necesaria cuando se lee y relee un libro bíblico (o un gran libro) no hemos querido saber el desenlace de su plan de exterminio. Sólo hemos deseado, rezado, para que Mardoqueo y Ester pudieran detener su mano asesina. Pero ahora que nuestra oración-deseo está a punto de ser finalmente respondida y lo vemos caer a los pies de Ester, algo cambia, algo puede cambiar, porque aquí la Biblia nos pide que hagamos nuestra elección ética. Podemos seguir alegrándonos de que Aman se debilite y sea derrotado, podemos alegrarnos de que se invierta la suerte y se haga justicia, y salimos del libro como entramos en él. Pero también podemos decidir no disfrutar leyendo el final de Aman: “Harbona, uno de los eunucos que servían al rey, dijo: ‘En la casa de Amán está la horca que hizo Amán para Mardoqueo. Dijo el rey: ‘Colgadlo en ella’. Así colgaron a Amán en la horca que él había hecho preparar para Mardoqueo. Y se apaciguó la ira del rey” (7:9-10).
También esta vez podemos encontrar dentro de nuestras almas una extraña, buena e inesperada pietas, que no nos hace gozar de la ruina de los demás incluso cuando son terribles y malos, incluso cuando su final ya estaba inscrito en el guion - tenemos la libertad de cambiar nuestros guiones y, por tanto, tenemos la responsabilidad moral de cambiar en nuestras almas las de los demás. Y así, cuando sentimos esta compasión (no necesaria, sólo posible), podemos descubrir de repente que somos los personajes del libro de Dios, salvados y amados incluso cuando interpretamos el papel de los malditos; y si hubiera alguien en el universo capaz de mirar a Dios mientras nos lee, lo vería conmoverse en la relectura de nuestras oscuras historias, y después de cada relectura nos amaría más.
La Biblia espera, cada día, que escribamos con el bolígrafo del alma las páginas que aún no han sido escritas: las que hablan del hermano mayor que acompaña a su padre a acoger al hijo pródigo y luego prepara el banquete, de los dos ladrones que llegan juntos al paraíso, de Judas, que mientras oye pronunciar para él sólo la palabra "amigo", llora y luego grita: "Señor mío y Dios mío".