Estrella de la ausencia/9 - Los justos no gozan del sufrimiento ajeno, ni siquiera de los “enemigos”.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/01/2023
«La contradicción que hay entre el Nuevo y el Antiguo Testamento es la contradicción entre la desilusión y la promesa, es el fracaso de la promesa de bendecirnos en la vida y en la alegría. Por eso, el que mantiene la fe en la promesa, incluso estando bajo la cruz, queda bendecido. Yo, por tanto, si me viera obligado a tirar desde la torre el Antiguo o el Nuevo Testamento acabaría tirando el Nuevo, porque sé que el Nuevo es el epílogo del Antiguo, la conclusión necesaria, su consecuencia extrema».
Carta de Sergio Quinzio a Guido Ceronetti, Un intento de colmar el abismo
El extraño insomnio del rey Asuero desencadena una serie de coincidencias que hará cambiar el destino de Amán. Una valiosa lección sobre el reconocimiento y la diferencia entre humildad y humillación.
El libro de Ester fue uno de los libros más leídos por los judíos durante la persecución nazi y fascista. La lectura se volvía plegaria y el libro se convertía en grito: "Vuelve Ester, vuelve Mardoqueo, detengan la locura asesina del nuevo Amán". Un grito que hoy debería renovarse en memoria de aquella época terrible, y florecer en oración en todos aquellos lugares, que todavía son muchos, donde Aman sigue llevando a cabo sus planes de exterminio. Etty Hillesum, una joven judía holandesa, una de las mayores almas proféticas y poéticas del siglo XX, deportada y asesinada en Auschwitz, se llamaba Ester.
“Aquella misma noche se le fue el sueño al rey, y mandó que le trajesen el libro de las memorias de las crónicas y las leyeron delante del rey. Entonces se halló escrito que Mardoqueo había denunciado a Bigtán y a Teres, dos eunucos del rey, de la guardia de la puerta, que habían tramado echar mano al rey Asuero. Entonces dijo el rey: ‘¿Qué honor o que distinción se hizo a Mardoqueo por esto?’ Y respondieron los servidores del rey, sus oficiales: ‘Nada se ha hecho por él’”. (6,1-3). En el día entre el primer y el segundo banquete preparado por Ester para Asuero y Aman (cap. 5), sucede algo inesperado. Entra en escena el insomnio y, para volver a dormir, el rey pide que le traigan el libro de crónicas de la corte, un género literario que hoy nosotros (quizá) difícilmente elegiríamos para conciliar el sueño.
La versión griega del texto tiene un incipit diferente: "Aquella noche el Señor le quitó el sueño al rey". Aquí es Dios el agente oculto de la serie de combinaciones providenciales de este episodio decisivo, un Dios que, como sabemos, nunca aparece en el texto hebreo. Explicar el insomnio del rey recurriendo a la mano invisible y providente de Dios parece la estrategia narrativa y religiosa más fácil. En realidad, es la más difícil y peligrosa. Porque si decimos que detrás de los acontecimientos casuales y las coincidencias con resultados felices para nosotros está la mano de Dios, ¿cómo explicamos la ausencia de esa misma mano todas las veces que el rey sigue durmiendo y Aman ahorca a los muchos Mardoqueo de la historia?
Claro que siempre podemos pensar con los amigos de Job que la mano invisible de Dios sólo está detrás de las coincidencias de los buenos para premiarlos, y que la ausencia de esa mano señala la presencia de alguna falta en los otros, y así reforzamos la antigua "teología retributiva" que tanto daño ha producido. Es demasiado cómodo, y por tanto equivocado, incluir el papel de Dios en el guion sólo para las historias con final feliz y sacarlo cuando el decreto se hace operativo y se cumplen los exterminios. Mejor entonces es la elección del texto hebreo, que no mete a Dios en todas estas extrañas coincidencias: las registra y calla. Es mejor permanecer ignorante de las razones no dichas - cuando la Biblia no nos ofrece una explicación de algún evento, la opción más sabia es no pretender conocer la voluntad de Dios mejor que la Biblia, que nos mantiene en el misterio.
El rey lee las actas, redescubre la intervención salvadora que Mardoqueo había efectuado en su contra (2:21-23) y toma conciencia de que no había hecho nada para agradecerle y recompensarlo. El tema es la reciprocidad, el reconocimiento, la gratitud (en griego es charis, la misma palabra que se traducirá al latín como gratia). El rey, ante la respuesta de sus siervos - "no has hecho nada por él"- siente la deuda de una reciprocidad fallida. En aquel mundo antiguo, con todo basado en el honor y la vergüenza, ser considerado desagradecido era un mal muy grande, para todos, pero especialmente para los gobernantes. Un gobernante era justo y amado por el pueblo (todos los gobernantes quieren el amor del pueblo, incluso los malos) si era capaz de agradecer, si podía, por tanto, identificar los méritos de sus súbditos y luego recompensarlos. Además, en este caso, la acción meritoria de Mardoqueo tenía como objeto directo al rey, por lo que la ingratitud era aún más grave, y haberse mostrado ingrato habría afectado la reputación del soberano.
Por tanto, puede haber una posible razón instrumental y oportunista en la necesidad de gratitud de Asuero. Le conviene ser agradecido porque los beneficios de un acto de gratitud (la estima del pueblo) son enormemente superiores a su costo. Por eso los reyes debían ser agradecidos y reconocer así el honor de las acciones si querían ser amados y no solamente temidos. En nuestra sociedad, los insomnios de los reyes (que continúan) producen otras acciones, el consenso no pasa por reconocer el honor de los súbditos sino por el frío cálculo de intereses, donde los méritos idolatrados sólo están generando una civilización ingrata. No sabemos, ni siquiera aquí, si en la necesidad de Asuero de resarcirse había también una dimensión sincera; quizá la había, y es bueno pensar que la había, activando también aquí la misma benevolencia con la que le acreditamos sinceridad en su gesto de ternura hacia Ester, que se desmayó de miedo (5:1f). El cinismo nunca ayuda en la vida, pero es especialmente dañino en la lectura de las grandes obras literarias, y todavía más dañino con la Biblia porque nos impide sintonizar con el anti-cinismo de Dios, que sigue mirando a la tierra cada mañana "esperando, creyendo y amando", sin desanimarse por nuestra pobre reciprocidad horizontal y vertical.
Pero hay otra coincidencia: Aman también sufre de insomnio en la misma noche especial de espera: “Mientras el rey era informado de la benevolencia de Mardoqueo, Amán había venido al patio exterior de la casa del rey para pedir al rey que hiciese colgar a Mardoqueo en la horca que él le tenía preparada” (6:4). Ese doble insomnio termina complicando el perverso proyecto de Aman. De hecho, el rey dijo: “¡Que entre!”. Entonces el rey dijo a Aman: "¿Qué se hará al hombre al que quiero honrar?" (6:5-6). Con un tono explícitamente humorístico, Asuero, que aparece con buena fe y que ha olvidado el decreto de exterminio firmado por él mismo, pide a Aman que sugiera un premio adecuado, que, como todos los premios en las antiguas civilizaciones de la vergüenza y del honor, debe ser entregado en público, en la plaza de la ciudad -porque los premios, a diferencia de los incentivos, sólo tienen sentido si los ve la comunidad.
Estamos cerca de un vuelco de la suerte (purim), que se sirve de un error fatal, torpe e ingenuo de Aman: “Y dijo Amán en su corazón: ¿A quién deseará el rey honrar más que a mí? Y respondió Amán al rey: para el hombre a quien el rey desea honrar, traigan la vestidura real con la que el rey se viste, y el caballo en el que el rey cabalga y la corona real que está puesta sobre su cabeza; y entreguen la vestidura y el caballo en manos de uno de los príncipes más nobles del rey, y vistan al hombre a quien el rey desea honrar, y llévenlo en el caballo por la plaza de la ciudad y pregonen delante de él: Así se hace al hombre a quien el rey desea honrar”. (6,6-9). Creyendo ser él la persona a la que hay que honrar públicamente, Aman aconseja al rey la gran pompa, una ceremonia tan solemne que roza lo ridículo. Pero aquí viene el giro narrativo que nosotros, sin embargo, (a diferencia de Amán) ya conocemos: "El rey dijo a Amán: ‘Como tú has dicho, así harás con Mardoqueo..., y no descuides nada de lo que has dicho'. Aman cogió la túnica y el caballo, vistió a Mardoqueo y lo hizo subir al caballo, pasó por la plaza del pueblo anunciando: ‘Así se hace al hombre a quien el rey desea honrar’. Después de esto Mardoqueo volvió a la puerta del rey, y Amán se apresuró a volver a su casa, apesadumbrado y con la cabeza cubierta” (6,10-12). Las partes y los destinos se invierten: Aman termina viéndose obligado a honrar a la persona que odiaba.
Las humillaciones que otros nos infligen intencionalmente nunca son buenas. Porque pocas acciones son más dañinas que las de quienes las orquestan para humillar a alguien, quizás pensando en hacerlo, de esa forma, más humilde. No hay que confundir a las personas humilladas con las personas humildes, aunque en apariencia se parezcan y a veces coincidan. Los humillados casi siempre carecen de alegría, de paz y suelen estar llenos de hastío y odio a la vida, mientras que los humildes son alegres, mansos y pacíficos. Otra cosa es que la vida sea la que nos humille sin que nadie lo quiera, como en el caso de Aman. En estos casos, a veces, estas humillaciones no deseadas pueden generar una buena humildad; pueden, pero tampoco aquí estamos seguros del resultado de estos procesos y, a veces, las humillaciones de la vida nos hacen incluso peores, sobre todo si las experimentamos con la convicción de no haberlas merecido y, por eso, no las acogemos con mansedumbre, que es la virtud necesaria para transformar las humillaciones en humildad.
Y cuando la humildad cultivada y cuidada a lo largo de los años (quizá sólo los ancianos sean verdaderamente humildes) se convierte en habitus, puede conseguirse el milagro de transformar en buenas incluso las malas humillaciones infligidas por los otros. En este episodio, llama la atención la pasividad de Mardoqueo: no buscaba ni la gratitud del rey ni la humillación de Aman: llegaron en el rastro de una justicia misteriosa en la que su gran enemigo se convierte en el escudero de su gloria. El texto no siente la necesidad de contarnos sobre los sentimientos de revancha de Mardoqueo, quizá porque los justos no disfrutan con las humillaciones ajenas, ni siquiera con las de sus enemigos. Y así, después del gran premio, Mardoqueo vuelve a vestir el sayal, aquella gloria extraordinaria no había consumido su humildad.
Un año antes de ser deportada a Auschwitz, donde murió, Edith Stein, judía, filósofa y monja carmelita, escribió un poema de título profético: Diálogo nocturno. Edith imagina que por la noche una misteriosa figura femenina entra en el monasterio y empieza a dialogar con la madre superiora: la mujer que llega es Ester: “Así llegó el día en que tuve que acercarme al rey para suplicar su protección ante el enemigo. Con su mirada se decidía la vida o la muerte. Con gran delicadeza dirigió sus ojos hacia mí”. Entonces la priora le hace una pregunta a Ester: “Hoy un nuevo Amán ha jurado con odio amargo la ruina del mismo pueblo. ¿Es, quizás, por eso que Ester ha regresado?”. Y Ester responde: ‘Tú lo has dicho. Voy vagando por el mundo, implorando refugio para los que no tienen patria, para el pueblo expulsado y pisoteado que no debe morir”. Ahora nos corresponde a nosotros continuar ese interrumpido diálogo con Ester, en la segura espera del amanecer.