Estrella de la ausencia/5 – Comprender las predilecciones, saber estar al lado de las personas descartadas.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 18/12/2022
«Ester no era guapa. No poseía la gracia de la juventud, dado que cuando llegó a la corte tenía 75 años. Durante todos esos años, el soberano había tenido el retrato de Vasti colgado en la habitación, pero en cuanto vio a Ester, su retrato ocupó el lugar del de Vasti: la nueva reina reunía en sí la gracia de la virgen y el atractivo de la mujer madura».
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI
La elección de Ester por parte del rey y la condonación para ganarse a sus súbditos añaden a nuestro léxico palabras nuevas sobre dimensiones esenciales de la vida.
El valor de los regalos que hacemos entre Navidad y Reyes depende de la calidad del don que vivimos entre Reyes y Navidad. El panettone que llevamos a la tía anciana que vive lejos es expresión de algo bueno y hermoso si durante el año ese regalo navideño va precedido de alguna llamada telefónica, alguna visita, tiempo, abrazos y palabras buenas. Nosotros hablamos también a través de las cosas. A veces las palabras no son suficientes, y entonces liberamos los objetos de sus jaulas comerciales y hacemos que se conviertan en botellas donde depositamos nuestros mensajes familiares, amistosos, afectivos. El don es el verbo que une y da sentido a los regalos, y nos permite introducirlos en los discursos más bonitos. El Dios de la Biblia había llenado a la humanidad de regalos: la alianza, la promesa, la Ley, los profetas, la sabiduría, Job, Rut. Pero un día el discurso de amor de Dios para con nosotros (el logos) se convirtió en el don de un niño – y en todo niño que nace continúa el discurso de la gratuidad de Dios con la tierra.
«A Hegeo, guardián de mujeres, le gustó Ester, y como le agradó le dio inmediatamente las cremas de belleza y los alimentos y le asignó siete esclavas, escogidas del palacio real; después la trasladó, con sus esclavas, a un apartamento mejor dentro del harén. Ester no dijo de qué pueblo ni de qué familia era, porque Mardoqueo se lo había prohibido» (Ester 2,9-10). Estos primeros detalles de la figura de Ester nos recuerdan a las figuras hermanas de José y Daniel. Ester, al igual que sus dos compatriotas, se gana la benevolencia de los “jefes”. La Biblia elogia el martirio para dar testimonio de la fe (por ejemplo, en el caso de la madre y los hermanos Macabeos), pero también aprecia la prudencia y la capacidad para transformar una situación desfavorable en propicia. No es nueva esta mirada no ideológica de la Biblia sobre las acciones humanas: dar la vida por una fidelidad identitaria tiene un gran valor, pero buscar una buena salida de una situación complicada también tiene valor. En la Biblia encontramos ambos valores, y no conviene descartar ninguno de ellos. Podemos elegir en qué parte estar, y en algunos momentos incluso debemos elegir. Pero el humanismo bíblico nos recuerda que ambos valores tienen derecho de ciudadanía dentro de la misma historia, y nos dice que no usemos nuestra elección como arma para condenar la elección de los demás, cuando es distinta.
A diferencia de sus dos ilustres compatriotas, Ester no revela inmediatamente su nacionalidad, no dice su verdadero “nombre” hebreo, no revela su identidad más íntima. Esta es una de las dimensiones del ser mujer de Ester: una de las muchas pobrezas de las mujeres en el mundo antiguo (y a veces también en el nuestro) era la dificultad para revelar la verdad sobre ellas mismas. Esta pobreza identitaria es la condición de muchos “exiliados”, pero para las mujeres (y para los pobres) lo es de una manera distinta y mayor. No pueden permitirse el “lujo” de decir toda la verdad, no por cobardía sino sencillamente porque algunas sociedades no les conceden ni siquiera la mínima libertad pública para poder ejercer en la esfera privada la “libertad del nombre”. En efecto, la falta más grave de libertad es la imposibilidad de perderla, sencillamente porque no la poseemos, porque somos esclavos. Por eso, la prisión e incluso la muerte por exigir una libertad que aún no existe, paradójicamente, dice que ya ha comenzado el proceso de liberación, que estamos saliendo de la esclavitud.
«Cuando a Ester, hija de Abijail, tío de Mardoqueo, su padre adoptivo, le llegó el turno de presentarse al rey, se contentó con lo que dijo Hegeo, eunuco real, guardián de las mujeres. Ester se ganaba a cuantos la veían» (2,15). Ester se gana, al igual que José y Daniel, la simpatía de las personas que la rodean. El eunuco le da un consejo. Los versículos anteriores nos han dicho que cuando a una muchacha le llegaba el turno de entrar en la alcoba del rey, «le daban todo lo que quería» (2,13). Este versículo no es fácil de entender. No sabemos en qué consistía “todo” lo que las muchachas podían pedir. Los intérpretes (varones) han recreado la imaginación (¿ropas? ¿perfumes afrodisiacos? ¿regalos?). Probablemente se trata de una referencia oculta a alguna antigua práctica persa, conocida por el autor (y su público) pero desconocida para nosotros. Es probable que la muchacha del harén tuviera derecho a llevar algo al primer y decisivo encuentro, una parte de su dote, para competir con las demás mujeres. Un recurso lícito para ganar la competición.
En todo caso, lo que el texto busca es resaltar la elección distinta de Ester, que solo pide lo que le había aconsejado su guardián. ¿Por qué? La elección parece inteligente: en un contexto inédito para ella, la elección óptima consistía en seguir las indicaciones de aquel que conocía bien tanto los gustos del rey como las reglas del juego. Ester se fía porque tiene buenos motivos para fiarse, y su elección se revela correcta: «el rey prefirió a Ester sobre las otras mujeres, y alcanzó su favor más que el resto, tanto que la coronó, nombrándola reina en vez de Vasti» (2,17). Ester parece más astuta que modesta – así nos la presenta el texto. Al libro le interesa más esta astucia que el contexto moral, incierto y muy discutible. A nosotros, en cambio, nos debe interesar más el ambiente ético. Nos llama la atención que Ester se una a un rey pagano, que sea elegida como “favorita” por ser más “amada” (‘ahab) que las otras – amada de eros, ciertamente no de agape. Hoy nosotros debemos pensar en la reina Vasti, mencionada aquí por última vez, y en su gesto de rechazo que apreciamos y que nos hace difícil alegrarnos por su sustitución con la dócil Ester.
Hay un segundo detalle importante. El texto, como toda la Biblia, no teme que emerjan las predilecciones. El rey eligió a Ester, “la prefirió a las otras mujeres”. También Rebeca amaba a Jacob más que a Esaú, y «Jacob prefería a José entre sus hijos» (Gn 37,3). Nosotros no decimos estas cosas, y sobre todo no las admitimos en las relaciones familiares, aunque la vida está llena de predilecciones. La Biblia conoce el corazón humano, y por eso ve también las predilecciones, y generalmente no da una explicación ni una legitimación de ellas: simplemente las registra como un dato de hecho. Nosotros en cambio no aceptamos las predilecciones sin explicación, buscamos motivos, y los encontramos, aunque no existan. Ayer estos motivos eran la sangre, la nobleza, la casa, la instrucción. Hoy es el mérito y su ideología (la meritocracia), que hace de todo para convencernos de que lo que en realidad son predilecciones (a veces de la vida y de la suerte), son elecciones guiadas por motivos correctos e igualitarios. Nosotros no sabemos si Ester merecía la predilección: solo sabemos que el rey la amó más que a las otras.
Lo verdaderamente importante para la Biblia es que dentro de esta elección se empezó a escribir una misteriosa historia de salvación para el pueblo oprimido. Aquí a la Biblia le interesa poco la moralidad del rey, la suerte de las demás muchachas y la pietas con respecto a ellas. Pero, tras dos milenios y medio de humanismo, fecundado por la semilla bíblica, nosotros debemos estar al lado de las muchachas descartadas, acompañarlas mientras regresan a la casa de las mujeres de la que ya no saldrán, y desde allí hacerle al autor del texto algunas preguntas difíciles: ¿Por qué para presentarnos a Ester has querido que ganara un concurso tan inhumano? ¿Por qué para elegirla has querido descartar a todas las demás (“cuatrocientas muchachas”, añade la versión de Ester citada por Flavio Josefo)? ¿No era narrativamente posible imaginar una entrada distinta de Ester en la historia de la salvación, más respetuosa con la dignidad de las mujeres? Quizá el autor nos respondería que quería que Ester fuera una “flor del mal” de Persia, una estrella brillante en la oscuridad de una noche ética y espiritual. Y para ello nos la da a conocer en la alcoba de un rey extravagante y lascivo, a donde había sido “llevada”: deportada. Y al fin lo comprendemos: el autor antiguo no nos está describiendo una escena romántica, no nos está hablando simplemente de un rey y sus comercios con su harén: nos está hablando de un pueblo en exilio, deportado y esclavo, al igual que aquellas muchachas. El pueblo hebreo (sobre todo las mujeres) que escuchaba este relato es posible que se identificara más con las muchachas no elegidas y devueltas al harén; es posible que simpatizara con las muchachas perdedoras y esclavas, no con la nueva reina.
De ahí nos viene una enseñanza preciosa. En cualquier lectura bíblica, es fundamental decidir dónde poner la mirada y el corazón. Cada día distintos lectores leen los mismos textos bíblicos y sacan de ellos mensajes opuestos, porque opuestos son sus puntos de observación del texto y de la vida. Unos quedan ensimismados con Ester y otros con las concubinas, algunos con el eunuco, y otros con el rey. Son puntos de vista distintos, todos ellos presentes en el texto, no todos buenos, no todos lícitos. Mi lugar es uno solo: el Irán y el Afganistán de hoy, al lado de mujeres que se parecen demasiado a aquellas antiguas mujeres persas. «Después el rey ofreció un gran banquete, en honor de Ester, a todos sus generales y oficialidad, condonó las deudas a sus súbditos y repartió regalos con generosidad propia de un rey» (2,18). Los regalos están bien al lado del don, pero están muy mal al lado de la condonación. Porque ayer y hoy las condonaciones son el anti-don, son su antídoto, porque minan el don bueno que está en la base del pacto social. Son medios para obtener de una forma barata el consenso futuro de los súbditos y de este modo reducir su libertad y su autonomía. A los reyes les gustan mucho las condonaciones porque sienten terror del don.
La historia humana está atravesada por el conflicto entre el don de los pobres y la condonación de los reyes. Entre los Magos que buscan al niño para honrarlo con regalos y Herodes, a quien le gustaría matar a ese niño que con su gratuidad lo destituirá del trono. Pero a los ángeles les gustan los niños y los dones, visitan a los Magos en sueños y nos salvan.