Estrella de la ausencia/6 - El libro de Ester nos recuerda el peso, incluso mortal, de los anillos de los reyes.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 08/01/2023
«Nobunaga, gran guerrero japonés, decidió atacar al enemigo. Se detuvo y dijo: “Tiraré una moneda. Si sale cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en manos del destino”. Salió cara, y sus soldados ganaron la batalla. “Nadie puede cambiar el destino”, dijo un escudero. “No, es verdad”, respondió Nobunaga, mostrándole una moneda con dos caras».
De 101 Cuentos Zen, Adelphi
El comienzo del conflicto entre Mardoqueo y Amán nos desvela algunas dinámicas del poder y de la resistencia de los justos que, con tal de no agachar la cabeza, ponen en riesgo su vida y la de sus comunidades.
La Biblia es muy experta en hombres y mujeres, antes de ser un poco experta en Dios. Sabe que las acciones que parecen libres y dependientes únicamente de nuestro libre albedrío están condicionadas y a veces determinadas por nuestra historia, por la educación, por las heridas y por las bendiciones de la vida. No usa la categoría del destino (que tanto les gusta a otros humanismos), sino que nos presenta a un Dios que escribe nuestra historia junto con nosotros, mientras vivimos (no antes), y así puede salvar nuestra verdadera libertad. Pero, en algunos relatos decisivos, también nos dice que estamos profundamente unidos a nuestro pasado, pero con una cuerda que no es tan robusta como para impedir su ruptura y así ser más grandes que nuestro destino. Aquí se encuentra la raíz del valor moral de nuestras elecciones. Pero la verdad de esta libertad no debe negar otra verdad: que somos un capítulo de un libro que solo se comprende cuando es leído junto con lo anterior (y lo siguiente). El humanismo bíblico se abre para quien no teme habitar sus paradojas y contradicciones y desde ahí aprender a los hombres y a las mujeres, aprender a Dios.
El capítulo dos del libro de Ester termina con un complot contra el rey Asuero, desactivado por Mardoqueo: «Dos eunucos reales del cuerpo de centinelas estaban descontentos y planeaban un atentado contra el rey Asuero. El plan llegó a oídos de Mardoqueo; se lo dijo a la reina Ester, y Ester habló al rey». (Ester 2,21-22). El capítulo acaba (v.23) con el ahorcamiento de estos dos hombres, que he omitido para honrar a Mohammad Mahdi Karami y a Seyed Mohammad Hosseini, dos jóvenes ahorcados ayer en la misma tierra de Asuero.
Sin embargo, el rey no recompensa la lealtad de Mardoqueo, y eleva a otra persona al rango de primer ministro: Amán. La desaparición de otro coprotagonista imprime de inmediato un giro narrativo: «Después de estos acontecimientos, el rey Asuero ascendió a Amán, hijo de Hamdatá, de Agag. Le asignó un trono más alto que el de los ministros colegas suyos. Todos los funcionarios del palacio, según orden del rey, rendían homenaje a Amán doblando la rodilla» (3,1-2). La presentación de Amán es un elemento decisivo, pero para entenderlo necesitamos un poco de historia. Amán es heredero de Agag, un personaje conocido para el lector bíblico. En el primer libro de Samuel, Agag era el jefe de los amalecitas, descendientes del Amalec, que se opuso a Moisés cuando huía de Egipto («Amalec fue y atacó a los israelitas en Rafidín»: Ex 17,8). El nombre de Agag está profundamente unido a la triste historia de Saúl, el primer rey de Israel. Saúl recibió del profeta Samuel una orden de Dios que a nosotros hoy nos parece oscura: «Voy a pedir cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, al cortarle el camino cuando éste subía de Egipto. Ahora ve y atácalo: entrega al exterminio [herem] todos sus haberes, y a él no lo perdones; mata a hombres y mujeres, niños de pecho y chiquillos, toros, ovejas, camellos y burros» (1 Sam 15,2-3). Saúl desobedeció al profeta y dejó con vida a Agag, y por consiguiente no exterminó a todo el pueblo. Cuando Samuel vio que Saúl había dejado con vida a Agag, le dijo: «¿Por qué no has escuchado las palabras del Señor?» (1 Sam 15,19). De ahí surgió el repudio: «El Señor te arranca hoy el reino y se lo entrega a otro más digno que tú», es decir a David (1 Sam 15,28). Y para terminar «Samuel descuartizó a Agag en Guilgal, en presencia del Señor» (33).
Es una historia extrema y alejada de nuestros gustos (religiosos y civiles), pero parecida a muchas otras de la Biblia, que no teme mostrarnos rostros de Dios que no nos gustan. Además, por el capítulo anterior sabemos que Mardoqueo era benjaminita (2,5), y por tanto descendiente de Saúl. El conflicto entre hebreos y amalecitas había sido la causa de la ruina de Saúl. La aparición en escena de un descendiente de aquel Agag representa, pues, una amenaza concreta para Mardoqueo, descendiente de Saúl. Ahora el lector bíblico tiene el cuadro completo: se da cuenta de que el paisaje va a estar marcado por un nuevo e importante conflicto, inscrito en el nombre de estos dos hombres. El conflicto comienza con la rebelión de Mardoqueo: «Mardoqueo no le rendía homenaje doblando la rodilla. Los funcionarios de palacio le preguntaron: “¿Por qué desobedeces la orden del rey?” Se lo decían día tras día sin que les hiciera caso» (3,2-4). El texto – tanto el griego como el hebreo – no aclara por qué Mardoqueo trasgrede la orden del rey. Solo sabemos que no se arrodilla, no se inclina al paso de Amán, y no atiende a razones. A nosotros nos gusta imaginar explicaciones para no arrodillarse (¿idolatría? ¿envidia? ...), pero al autor bíblico solo le interesa aprobar el gesto de Mardoqueo y registrar un conflicto radicado en la historia de dos “hijos” en cuya boca hay dentera porque los padres comieron uvas verdes (Ez 18,2). Entonces los guardias dicen a Amán que Mardoqueo trasgrede las órdenes del rey… «Amán comprobó que Mardoqueo no le rendía homenaje doblando la rodilla, y se enfureció. Pero le pareció una mezquindad levantar su mano solo contra Mardoqueo y decidió aniquilar con él a todos los judíos» (3,5-6). Otro golpe de escena: un conflicto entre dos hombres se convierte en conflicto entre dos pueblos, uno grande y poderoso y el otro pequeño y extranjero. Un exterminio total, un herem, como el que ordenó Samuel-YHWH a Saúl, un acto de reciprocidad negativa diacrónica.
El texto hebreo añade un detalle: para Amán habría sido «una mezquindad» matar a un solo hombre. Por eso, para evitar esta mezquindad, decide exterminar a todo el pueblo judío. La sabiduría de la Biblia a menudo se esconde también en estos detalles. La palabra hebrea usada para “mezquindad” es baza, que hace referencia a despreciar. Así pues, castigar a un solo hombre, de rango inferior y extranjero por añadidura, habría supuesto para el primer ministro despreciar su propia dignidad. Para evitar esta auto-humillación era necesario un exterminio colectivo, como si el aumento de la cantidad humana pudiera aumentar la dignidad de su gesto. Cada día vemos cómo se repiten escenas tristísimas como esta. A los poderosos no les basta castigar a una sola persona, es demasiado “mezquino” para su “dignidad”. No les basta golpear al empresario que no se arrodilla, no: quieren destruir la empresa entera, hasta el cierre del último pabellón, hasta el despido del último trabajador. Para ellos no es suficiente golpear a un sacerdote o a una monja, no: quieren destruir la diócesis entera, la comunidad entera y si fuera posible la Iglesia entera. Si no agachas la cabeza, no te eliminan solo a ti: están sedientos de la sangre de tu familia y de los hijos, una única cabeza resulta demasiado mezquino. Al final, les gustaría ser como Dios: omnipotentes. Esta es la dimensión tremenda e inhumana del poder, la que nos da más miedo, porque se parece a la fuerza bruta de los dioses paganos. Mardoqueo no agachó la cabeza. Sabía lo que le esperaba, y sin embargo no se arrodilló. Muchos hermanos y hermanas de Mardoqueo siguen caminando erguidos sin arrodillarse ante los poderosos que desean ser como Dios y acaban convertidos en simples y estúpidos ídolos. Y la Biblia los acompaña – «Aunque no la leas, estás en la Biblia» (Elías Canetti).
Amán se reúne con el rey Asuero y le comunica su absurdo plan: «Amán dijo al rey Asuero: En todas las provincias de tu reino, hay un pueblo aislado, diseminado entre todos los otros pueblos. Tienen leyes diferentes de los demás y no cumplen los decretos reales. Al rey no le conviene tolerarlo. Si a su majestad le parece bien, decrete su exterminio, y yo entregaré a los administradores diez mil talentos de plata para el tesoro real» (3,8-9). Amán usa también el dinero como instrumento para persuadir al rey, prometiéndole una suma enorme (un talento babilónico pesaba en aquel tiempo unos 30 kg). Asuero se deja convencer, pero no parece interesarle el dinero: «El rey dijo a Amán: Haz con ellos lo que te parezca, y quédate con el dinero» (3,11). No es fácil reconstruir la intención original del autor y entender si el rey verdaderamente rehúsa el dinero. En el mundo antiguo, incluido el bíblico, el lenguaje de los regalos y el de los contratos era distinto del nuestro y mucho más entrelazado – pensemos en la compra que hace Abraham del terreno para la tumba de Sara (Gen 23) –. Había un cierto pudor social alrededor de las transacciones monetarias. Hoy aún conservamos algo de aquel pudor, cuando usamos un lenguaje inverso y paradójico pero solo para los regalos – “es una tontería…”, “no tenías que haberte molestado…”, “lo siento…” – sin embargo, somos muy explícitos y muy poco ambiguos con los contratos, que son más detallados cuanto menos nos fiamos unos de otros –.
Es interesante señalar que el pacto de matrimonio es más sencillo e “impreciso” que un contrato de responsabilidad civil para el automóvil, porque en ese pacto los cuerpos, los testigos, los amigos y las palabras dichas hablan más, si cabe, que las palabras escritas. Pero ahora las palabras de los contratos se están convirtiendo en una gramática universal para todas las relaciones, y por eso ya no conseguimos entender el don, fuera y dentro de los contratos. En el mundo antiguo era distinto. Para entender las palabras había que leerlas junto a todo el cuerpo, a los guiños y a las miradas, elementos esenciales que escapan a los libros, y por eso ya no entendemos qué ocurre en los hechos después de las palabras. Quizá deberíamos aprender de nuevo a leer pactos y contratos junto a miradas, manos, lágrimas y abrazos que sellan las palabras escritas con la frágil responsabilidad de nuestra carne.
Al dar su asentimiento a Amán, el rey «se quitó el anillo del sello y se lo entregó a Amán, para que pusiera su sello en los decretos contra los judíos» (3,10). El anillo era a su vez el sello del rey, impreso en el lacre de sus comunicaciones. El anillo del padre del pueblo se convierte aquí en instrumento de muerte. Otro padre, en otro conflicto interpersonal, entregó su anillo para devolver su dignidad al hijo que volvía de las pocilgas. El conflicto entre los anillos de muerte y de vida atraviesa la historia, que crece en humanidad cada vez que los anillos del padre misericordioso son más numerosos que los anillos de Asuero –al menos uno más–.