El signo y la carne

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El tiempo infinito del llanto

El signo y la carne/13 – Hay bendiciones que nacen de heridas y nos hacen estar al lado de los vencidos.  

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 27/02/2022

«Todas las Sagradas Escrituras ensucian las manos»

Misnah Jadaim, 3.5

El relato distinto que hace Oseas de la lucha de Jacob con el ángel es una de las páginas más hermosas de la profecía bíblica y tiene mucho que enseñarnos en esta triste época de dolor y guerra.

Siempre es sorprendente y un poco desconcertante leer y releer en la Biblia que su Dios constantemente interviene en asuntos económicos y políticos muy concretos, llamando a los acontecimientos por su nombre propio. Alianzas, peticiones de ayuda militar, invasiones y ocupaciones son materiales teológicos con los que los profetas componen sus palabras, sus bendiciones y maldiciones; son los hilos con los que YHWH teje su tienda entre nosotros. Con ello nos dice que para el Dios bíblico no hay palabras más espirituales que las de los tratados internacionales, la guerra y la paz. Y si los profetas, incluso Dios mismo, se ensucian las manos con los asuntos políticos y militares sin ser por ello menos santos o incluso siendo más santos, entonces todo humanismo que quiera inspirarse en la Biblia no puede dejar de tocar, aquí y ahora, las llagas de la historia y derramar aceite y vino en sus heridas, sin temor a hablar de economía y finanzas, de ejércitos y armas, de carniceros y víctimas, y a desenmascarar a aquellos que en nombre de los dioses de la guerra quieren “engañar” a Dios. 

Los profetas siempre se ponen del lado de las víctimas. No hacen cálculos de costes y beneficios porque saben que una sola vida vale más que el PIB mundial. Y después nos recuerdan que no estar del lado de nadie significa estar siempre de parte de los poderosos y los verdugos: «Efraín me rodea de mentiras, y de engaños la casa de Israel (...) Efraín se apacienta de viento, va detrás del solano todo el día, hace acopio de embustes funestos. Hace alianza con Asiria, envía aceite a Egipto» (Oseas 12,1-2). El capítulo doce de Oseas es uno de los más difíciles de todos los libres proféticos. Pero, como ocurre con frecuencia, también es uno de los más hermosos e importantes. Contiene otro relato del “ciclo de Jacob” distinto al del libro del Génesis. El núcleo fundacional de este capítulo pertenece con toda probabilidad a la enseñanza oral del profeta y por tanto se remonta al siglo VIII a.C., al menos doscientos años antes del texto del Génesis. Así pues, es posible que los autores del Génesis se inspiraran en el relato de Oseas. Pero, a la vista de las notables diferencias narrativas y teológicas entre ambos relatos, es igualmente posible y probable que en tiempos antiguos existieran varias versiones orales de las tradiciones de Jacob y de los patriarcas, que la Biblia ha querido conservar en sus divergencias, sin intentar una síntesis y sin decidir cuál de ellas es la “verdadera”. Porque la Biblia nos repite cada día que el espíritu sopla en los intersticios, en las grietas, y no le gustan las simetrías ni las rocas demasiado regulares y pulidas por las teologías de la corte.

Empecemos con el texto de Oseas: «El Señor entabla pleito con Israel, pide cuenta a Jacob de su conducta, para darle la paga de sus acciones. En el vientre suplantó a su hermano, siendo adulto luchó incluso contra Dios. Pero Dios [un ángel] demostró ser señor; Jacob lloró y alcanzó misericordia» (12,3-5). El Jacob de Oseas es un tramposo con su hermano gemelo y primogénito Esaú, ya desde el seno materno. La tradición es coherente con Génesis 25,26. Probablemente, en el texto antiguo, junto al nombre de Jacob estaba también el de Israel, ya que en los versículos 4-5 encontramos una etimología tanto del nombre de Jacob (es decir Ya’aqob, de aqab: suplantar, engañar, “poner la zancadilla”) como del de Israel (del verbo sarah: luchar, combatir, pero con una alusión a otra etimología del nombre de Israel: «Dios es el Señor»: (v. 5). En el famoso capítulo treinta y dos del Génesis, Israel es el nuevo nombre que recibe Jacob, junto con la bendición del misterioso combatiente, al final de la lucha: «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has luchado [sarah] con Dios [Elohim] y con los hombres, y has vencido» (Gn 32,29). Detengámonos en el episodio de la lucha entre Jacob y Dios, que el Génesis (no Oseas) ambienta en el vado del río Yaboq. Hay analogías entre ambas versiones de esta misteriosa y riquísima lucha de Jacob con los hombres («un hombre peleó con él...»: Gn 32,25) y con Dios. Pero hay también diferencias importantes.

En el relato de Oseas el vencedor de la lucha parece ser Dios: «Oseas explica de este modo la lucha de Jacob con Dios: Jacob, el impostor, solo quedó vivo porque imploró a Dios que fuera benévolo» (J. Jeremias, "Oseas", p. 233). Sin embargo, en el libro del Génesis es Jacob quien prevalece («y has vencido»), y se nos presenta como un hombre dotado de una fuerza extraordinaria (Gn 20,10). Por otro lado, en Oseas no hay referencia alguna a la bendición que el hombre-Elohim dio a Jacob, ni al nombre nuevo, Israel, que acompañó a la bendición (Gn 32,30), ni a la lesión en la cadera, herencia de la lucha (Gn 32,32). Para Oseas, Jacob-Israel es el timador-luchador que llora e implora. Para el Génesis es el timador-luchador-bendecido. Para el Génesis, la bendición llega a Israel como precio de la liberación del hombre-Elohim que ha sido derrotado. En Oseas, Jacob es derrotado, llora e implora piedad. Él es el débil, Dios el fuerte. Un Jacob tramposo, lloroso, implorante. Tenemos, pues, dos imágenes distintas del mito fundacional de Israel, dos antropologías distintas (¿quién es? ¿cómo es el hombre?) y dos teologías distintas (¿quién es? ¿cómo es Dios?). El Génesis no teme mostrar al padre del pueblo como un hombre frágil, limitado, mentiroso y estafador. Pero Oseas es más radical. No busca consuelos, no apaga la fuerza del engaño con una bendición, no tiene miedo de mostrar al padre fundador como un derrotado.

Más allá de los aspectos exegéticos y filológicos, casi siempre controvertidos, cuando se trata de textos tan antiguos, que han sufrido varias modificaciones a manos de escribientes posteriores al primer autor, el mensaje importante que podemos sacar de este otro relato de la historia de Jacob hay que buscarlo en otro lugar. Las narrativas de los profetas son distintas de las de los sacerdotes y doctores de la Ley (es decir el ambiente donde nació el texto del Génesis) y casi nunca pueden reconducirse unas a otras. El profeta tiene una radicalidad teo-antropológica que los sacerdotes no conocen y tanto menos aprecian. Oseas quiere mostrar que Jacob-Israel nació estafador y así siguió durante toda su vida, y quizá, intentó en vano ponerle la zancadilla también a Dios en el campo de batalla. No crea un mito fundacional edificante y consolador. No: su Israel no nace de una gran victoria; es hijo de una derrota. Jacob es un gran perdedor entre otras cosas porque intenta desviar los planes de Dios con sus argucias. La imagen dominante de Jacob que nos deja Oseas es la de un hombre que se atreve a enfrentarse a Dios, una especie de Prometeo que, sin embargo, llora y pide piedad. Es un hombre débil, frágil, no fuerte, que pide ser salvado. Son dos historias distintas, y la Biblia ha querido conservar ambas.

Aquí se abre un nuevo discurso sobre la profecía, sobre los profetas y sobre su papel esencial en las comunidades. Los profetas, ayer y hoy, no son solo esenciales para entender y discernir el presente, ni solo para indicar escenarios futuros. También son necesarios para leer el pasado, para construir la memoria, para escribir una historia distinta, a menudo muy distinta, de la historia y de la narrativa oficial del templo. Los profetas no tienen necesidad de consuelos, no tienen miedo de mirar a la cara los errores y pecados del presente y del pasado, porque tienen una certeza interior inquebrantable de que la historia que están contando es verdadera y está viva. Nos aman quitando la pátina consolatoria a nuestras historias, diciéndonos cada día: “lo bueno está delante de vosotros, no detrás”. Son despiadados en la demolición de los mitos consolatorios que, sin embargo, abundan sobre todo en los tiempos de crisis, cuando es demasiado fuerte la tentación de inventar un pasado glorioso narcotizador para olvidar las miserias del presente. Los verdaderos profetas son distintos, tienen otras historias que contar, que no nos gustan, pero son la única medicina buena.

Nunca daremos suficientes gracias a la Biblia y al pueblo hebreo por habernos legado las palabras de los profetas, por haberlas hecho llegar hasta nosotros, hasta nuestras crisis, cuando seguimos testarudamente sin escuchar las historias duras de los profetas y amando los relatos consolatorios y las resurrecciones falsas. Los profetas saben que un padre fundador débil y derrotado, que llora y suplica, es más verdadero que un patriarca fortísimo capaz de enfrentarse y vencer incluso a Elohim. Solo saben amarnos con la verdad, y así su Jacob antihéroe, lloroso y suplicante, puede llegar hasta el fondo de nuestras derrotas, tocarnos y curarnos, porque solo las heridas verdaderas pueden ser tocadas y curadas.

El capítulo treinta y dos del libro del Génesis es uno de los pasajes bíblicos que más me han gustado. Fue el texto que inspiró, hace quince años, mi primer libro sobre la Biblia: La herida del otro, que es también, tal vez, mi libro más querido. Este capítulo es una de las obras maestras de toda la literatura religiosa, un auténtico claro de cielo. Pero, tal vez por los tiempos tremendos que estamos viviendo, el Jacob de Oseas hoy es capaz de decirme palabras nuevas. Hoy podemos ver mejor al hombre derrotado que llora y suplica, ahora podemos reconocerlo mejor. Hay tiempos individuales y colectivos en los que la “bendición” habla más, otros en los que habla sobre todo la “herida”, y no queremos bendiciones que no nazcan del corazón de estas heridas. Porque esas heridas nos hacen ver mejor la tierra, nos llaman al lado de los vencidos, nos mandan llorar con ellos, implorar con ellos y para ellos una bendición distinta, más verdadera que las bendiciones banales que hemos conocido hasta ahora. En esto los profetas son los únicos maestros buenos, porque el tiempo del profeta es el tiempo infinito del hombre y de la mujer que lloran.

Después descubriremos, pero solo si llegamos hasta el final, que también Oseas tiene una bendición para Jacob y para nosotros. No se encuentra en el vado del Yaboq. Le espera en Betel, un lugar santo en el ciclo de Jacob. No cambia su pasado, solo le regala otro futuro: «En Betel lo encontró y allí habló con él… Tú conviértete a tu Dios, practica la misericordia y la justicia, espera siempre en tu Dios» (12,5-7). Jacob, el estafador lloroso, sigue vivo, habla cara a cara con Dios, que le renueva la antigua promesa. La esperanza verdadera de los profetas se sirve de los pecados y de las lágrimas del pasado para nutrir el camino hacia la tierra prometida. Porque saben que debe estar en alguna parte.

 

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