El signo y la carne

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La renuncia a la reciprocidad

El signo y la carne/12 – Hay palabras y objetivos que expresan la dimensión profética de la tierra. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 20/02/2022

«Se considera que el amor es perfecto cuando existe en ambos lados: en el lado del juicio y en el lado opuesto de la misericordia».

Zohar, nº 201

El capítulo once de Oseas contiene una de las resurrecciones más bellas de la Biblia, que revela a Dios y a nosotros mismos. Pero antes debemos atravesar la dureza del versículo que la precede y de los capítulos anteriores.

Los profetas son la puerta que pone en comunicación a Dios con los seres humanos, y a los hombres y mujeres con Dios. A nosotros nos dan palabras divinas y a Dios le dan nuestras mejores palabras. Después él las usa para hablar con nosotros, en un diálogo continuo donde nosotros aprendemos la lengua de Dios y nos volvemos más humanos y Dios se vuelve más Dios. 

El capítulo once del rollo de Oseas contiene algunos de los versos más hermosos y amados de toda la Biblia. Son una cima de la profecía. Pero no podemos comprenderlos si antes no atravesamos los versos de condena, maldición, decepción y traición de los capítulos anteriores, si no nos encontramos con las palabras que Oseas utiliza para decirnos que la Alianza con YHWH y su pueblo está rota para siempre, que la promesa se ha desvanecido por la infidelidad de Israel. Estos capítulos (4-11) son tan verdaderos como el capítulo once. Tan verdaderos como el sepulcro vacío y el Gólgota, porque la verdad del primer día después del sábado no sería tal sin la verdad de la cruz. Quienes mejor aprecian la grandeza teológica y antropológica de este capítulo son aquellos que han recorrido la vía crucis hasta el final, han llegado hasta el monte y no han encontrado tres tiendas sino tres cruces; aquellos que han permanecido bajo el patíbulo, han visto morir de verdad a un profeta distinto y han pensado que todo había terminado, que la esperanza había quedado hecha trizas por el no de los hombres a acoger la luz; aquellos que han seguido al cadáver hasta la tierra de José de Arimatea, han visto colocar la piedra sobre la entrada de la tumba y han sentido que esa piedra cerraba para siempre la breve y extraordinaria fase de salvación, y solo después de esta verdad verdadera, han escuchado una voz viva pronunciando su nombre: “María”. Solo después. Ni un segundo antes.

En cambio, si nos saltamos los capítulos difíciles y duros de la Biblia, si esquivamos el Gólgota y el Domingo de Ramos e inmediatamente vamos a Galilea, las resurrecciones se vuelven falsas y no salvan a nadie. Solo quien muere de verdad puede conocer una resurrección verdadera: «Cuando Israel era un niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales y quemaban ofrendas a los ídolos. Yo enseñé a caminar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas» (Oseas 11,1-4).

YHWH transformó el yugo de los ídolos que oprimían a los demás pueblos en lazos de amor, cuidando al pueblo como a un hijo. Pero el pueblo no quiso escuchar nada y siguió con sus prostituciones: «Mi pueblo es duro para convertirse; cuando se les llama a mirar hacia lo alto, nadie sabe levantar la mirada» (11,7). La libertad conquistada gracias al aflojamiento del yugo se convirtió en una ocasión para escapar en busca de otros amantes, para alejarse de casa. Porque, como hemos aprendido también nosotros, los lazos de amor no dejan de ser lazos, y los hijos crecen si consiguen romper sus lazos, incluso los que hemos creado solo para amarlos. Se les llama a mirar hacia lo alto: Se nos llama a ver las estrellas. Solo los sapiens saben hacerlo, los animales no pueden mirar al cielo – quizá sea esta la definición más bella de la vocación humana –.

Pero mientras Oseas repasa esta tristísima historia de dolor y de fracaso, acontece lo inesperado, y nos encontramos con una de las grandes resurrecciones de la Biblia: «¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? ¿Cómo dejarte como a Admá; tratarte como a Seboín? Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas» (11,8). Sin solución de continuidad, sin preaviso alguno, Oseas hace rodar la piedra del sepulcro y nos damos cuenta, nosotros con él, de que está vacío. El no-espacio entre estos dos versículos contiguos crea un tiempo infinito que invierte el sentido del libro de Oseas. Ya nos habíamos convencido de que YHWH no podía hacer otra cosa que darse por enterado de la libertad de Efraín y abandonarlo a la misma suerte de Admá y Seboín (ciudades en la orilla del Mar Muerto, como Sodoma y Gomorra). Sin embargo, no. En la no-esperanza irrumpe lo impensado. El dorso de las cosas se pliega y comienza para Dios el tiempo de la fidelidad sin reciprocidad – la nuestra y la suya –. No se trata solo del arrepentimiento de YHWH (como después del diluvio o del castigo por el becerro de oro). Hay aquí una conversión de Dios, como sugiere el verbo hebreo que habla de un vuelco del corazón. YHWH cambia su mirada, invierte la marcha, cambia la dirección de su acción, y por tanto se convierte. Y hace algo que no debería hacer, lo contrario de lo que había dicho que haría.

Es una cumbre de la teología bíblica y de las religiones. Aquí verdaderamente Oseas es maestro de todos los profetas, de Isaías y Jeremías. El Dios del capítulo once de Oseas lucha y vence al Dios de los capítulos anteriores. Deus contra Deum: dentro de la misma Biblia, dentro del mismo libro, dentro del mismo profeta. De esta lucha emerge un Dios inédito. Esta renuncia a la reciprocidad, aún desconocida para los hombres, se hace ahora posible para Dios: «No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín, que soy Dios y no hombre» (11,9).

Que soy Dios y no hombre: resulta espléndido que la diferencia entre Dios y el hombre consista precisamente en ser capaz de amar incluso sin reciprocidad. Es como si nos dijera: “Vosotros no sois capaces de amar si no recibís amor, yo en cambio no soy capaz de no amaros, y por esta incapacidad de no amaros aunque seáis ingratos es por lo que Yo soy Dios”. La divinidad emerge de la diferencia entre el amor y la reciprocidad, un amor al que un día llamaremos agape, porque es distinto de la reciprocidad de la philìa (amistad) y del deseo del eros. Casi es como si nos dijera: solo un Dios puede amar sin reciprocidad; vosotros, que sois malos, no vivís la reciprocidad conmigo; tampoco yo la vivo con vosotros, y por eso os amo renunciando a la reciprocidad. 

Pero nos dice algo más. El Dios de Oseas, por una parte, se distancia de nosotros y nos dice palabras que no son las nuestras. Pero, mientras las dice, nos convierte en esas palabras distintas, nos crea más grandes de lo que éramos ayer. Nos muestra una forma de amor de la que nosotros aún carecemos, y al mostrárnosla nos hace capaces del amor del todavía-no. Maravilloso.

Así es como la palabra sigue creando el mundo: diciéndolo, diciéndonos a nosotros mismos. Nosotros no somos el Padre misericordioso que perdona al hijo pródigo antes incluso de que le haya pedido perdón. Pero cada vez que escuchamos esta parábola de Lucas, dentro de nosotros nace el deseo de parecernos a él. Queremos ser como él, y realmente día tras días nos hacemos como él, hasta que, al menos una vez en la vida, nos sentimos capaces de acoger y perdonar a un hijo o a un amigo exactamente igual que el padre misericordioso de la parábola.

Los hombres, creyendo en la existencia de Dios, han dicho y siguen diciendo muchas cosas. Una de ellas es muy importante: Si Dios existe, entonces el hombre no es Dios, y por tanto no es omnipotente, sino limitado y mortal. La Biblia ha hecho todo lo posible para mantener viva y activa esta distancia entre el Creador y nosotros, las criaturas. Pero nos ha dicho una cosa más: que hemos sido creados a “imagen de Dios”, y esta palabra ha desordenado todo el rollo del mundo. Porque si nosotros somos imagen de Dios, entonces cada vez que Dios nos desvela algo de sí mismo nos desvela también algo de nosotros, algo distinto, pero también algo igual. Cuando nos habla de su justicia, nos habla de nuestra justicia; cuando nos habla de su amor, nos habla de nuestro amor, distinto y parecido, y cuando nos lo desvela, el parecido entre estos dos amores aumenta.

Si nos fijamos bien entre los pliegues del mundo, aún podemos descubrir algo admirable. Podemos darnos cuenta de que las grandes palabras humanas comparten algunas dimensiones de esta capacidad de la palabra bíblica. Por ejemplo, en la Constitución Italiana hemos escrito que «la república está fundada en el trabajo», sabiendo bien mientras lo escribíamos que la república no estaba todavía fundada verdaderamente en el trabajo, porque aún había demasiados privilegios e injusticias. Pero al escribirlo estábamos diciendo, implorando, pidiendo, que la república pudiera estar verdaderamente fundada en el trabajo. Queremos que estas palabras más grandes que nosotros tengan la capacidad performativa de cambiar nuestro mundo. En los tribunales escribimos que «la ley es igual para todos» sabiendo bien que la ley todavía no es verdaderamente igual para los ricos y para los pobres, para los italianos y para los extranjeros. Pero cada vez que inauguramos un nuevo tribunal, escribimos en el centro esta frase estupenda y de este modo acercamos el mundo real a esta palabra profética. Aquí encontramos una dimensión profética de la tierra, esa profecía civil, popular, ciudadana, de comunidades enteras que confían sus deseos más grandes y sus sueños colectivos a unas pocas palabras, que son verdaderas palabras-oración.

Para terminar, no sabemos cómo escribió Oseas el versículo ocho del capítulo once. Quizá fuera él el primero en quedar aturdido y trastornado por lo que comprendió y escribió. Quizá no se lo imaginaba ni se lo esperaba, y le llegó como un don, con total gratuidad, y aquellas palabras suyas le resucitaron. O tal vez, viendo un día a un hombre y a una mujer que habían sido capaces de amar y perdonar más allá de las infidelidades del otro, o siendo él mismo capaz de amar fielmente a su mujer infiel, Oseas intuyera que, si los hombres y las mujeres podían ser más grandes que su reciprocidad, la fuente de esta capacidad tenía que encontrarse en el mismo Dios. O tal vez, estas dos experiencias fueran una sola, cuando a Oseas, al recibir una palabra nueva de la boca de YHWH al final del versículo siete, le floreció un verso diferente, reconoció la vida que le rodeaba y finalmente la comprendió. Pero una certeza sí tenemos: Oseas encontró y anunció una resurrección porque llegó hasta el fondo de su crisis y de la de su comunidad. Ni un solo centímetro antes. La certeza de un futuro nació de la certeza del final. Demasiadas veces no resucitamos porque nos quedamos en la primera o en la segunda estación del vía crucis, no llamamos a las crisis por su nombre tremendo, nos consolamos con pequeñas resurrecciones y no tocamos el fondo de los abismos, donde el pie puede intentar levantar un nuevo vuelo.

 

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