Raíces de futuro/4 - Sucede que se encuentra un segundo buen samaritano. Y es decisivo.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/09/2022
El encuentro entre Jean Valjean y Gervasillo en "Los Miserables" es una reflexión sobre cómo se producen las resurrecciones en la vida y el papel que juegan los niños en ello. A veces, lo que parece una recaída en la vieja vida es sólo el primer paso de la nueva.
Para las conversiones verdaderas y duraderas, comprender con la cabeza no basta: la racionalidad y la inteligencia son demasiado frágiles. Estos eventos dependen muy poco de nuestras intenciones. Simplemente suceden.
Hubo mucho tiempo en que los niños y jóvenes no crecían dentro de sus casas. La miseria generaba muchos pequeños vagabundos. Algunos escapaban de los orfanatos, otros sin familia iban de un lado a otro buscando trabajos de temporada, algunos inventaban pequeños espectáculos itinerantes para juntar algo de dinero. Todos expuestos a la violencia de pobladores y viajeros. En el siglo XIX, todavía se encontraban muchos en Europa. Y todavía se encuentran demasiados en muchas ciudades del mundo. En Brasil se los llama meninos de rua, en otros países no tienen nombre, viven en la calle, sin hogar y sin familia, expuestos en las plazas de la privación.
Con uno de estos chicos vagabundos se topó Jean Valjean. Gervasillo iba a ser su segundo buen samaritano. Acababa de ser "redimido" por el obispo Myriel, que en respuesta a su robo de la vajilla de plata le había hecho el segundo regalo extraordinario de los candelabros y de la libertad. Ahora vaga por los campos, confundido, preso de mil pensamientos: «Sentía una especie de rabia; no sabía contra quién» (Los Miserables, I,13). Encontrar el ágape de Myriel después de veinte años de prisión fue para él un acontecimiento a la vez maravilloso y terrible: «Al salir de esa cosa deforme y negra llamada cárcel, el obispo había herido su alma como una luz demasiado brillante lastimaría sus ojos al salir de la oscuridad». Ese don excesivo recibido por parte de Myriel después del robo hizo que Jean Valjean viera con nuevas fuerzas el robo que había sufrido de su propia existencia: «Como un búho que ve salir el sol de repente, el preso quedó encandilado y cegado por la virtud».
Cualquiera que haya sido alcanzado por un amor grande y gratuito dentro de una condición de error y pecado sabe que el encuentro con esa luz agápica hiere el alma: «Le parecía ver a Satanás a la luz del paraíso». Vemos más, entendemos más, sufrimos más: la luz nos hace ver nuestra oscuridad en toda su tremenda grandeza, esta nueva visión del pasado nos da miedo, y el miedo puede volverse angustia. Por eso, a veces, muchas veces, un encuentro con el auténtico amor gratuito no es suficiente para empezar de verdad una nueva vida: aquella gran luz no nos libera de nuestro pasado, que, paradójicamente, nos pesa más ya que vemos toda su gravedad.
En esta batalla interior de luz y oscuridad, Jean Valjean se sentó detrás de un arbusto: «Volteó la cabeza y vio bajar por el sendero a un pequeño saboyano de 12 años que cantaba, con la zanfoña [pequeña guitarra] en la cadera y la caja de la marmota en la espalda, uno de esos niños dóciles y alegres que van de un país a otro, mostrando las rodillas por los agujeros del pantalón». El niño no sabía que lo estaban observando y jugaba lanzando sus pocas monedas y recogiéndolas con el dorso de la mano. Una moneda de cuarenta se le escapó y rodó hacia el arbusto, hasta donde estaba Jean Valjean. Jean Valjean puso el pie sobre ella. El pequeño se le acerca: «Señor -dijo el pequeño saboyano con la confianza de la infancia, compuesta de ignorancia y de inocencia-, ¡mi moneda!». Jean Valjean le pregunta el nombre: «Gervasillo (Petit-Gervais), señor». «Vete - dijo Jean Valjean». «¡Mi moneda!», gritó el niño, «¡Mi moneda!, ¡mi dinero!... El niño lloraba». En un momento dado, «¿Todavía eres tú?», dijo Valjean, y levantándose bruscamente, con el zapato aún apoyado en la moneda de plata, añadió: «¿Quieres irte o no?». En ese momento, «el chico lo miró asustado y empezó a temblar de pies a cabeza y, tras unos segundos de estupor, emprendió la huida, corriendo con todas sus fuerzas».
Jean Valjean se quedó sentado. Estaba oscureciendo. Cuando se agachó para recoger su bastón, vio la moneda: «¿Qué es esto?». «Se puso a mirar lejos en el llano... Y gritó con todas sus fuerzas: Gervasillo, Gervasillo». El chico ya estaba lejos, y Jean Valjean seguía gritando: «Gervasillo, Gervasillo». Se encontró con un sacerdote, le preguntó por el niño, en vano. Continuó su carrera desesperada: «Gervasillo, Gervasillo, Gervasillo, gritó por última vez». Entonces cayó exhausto, y «con el rostro entre las rodillas gritó: soy un miserable». Su corazón estalló: «Era la primera vez que lloraba en diecinueve años». Y llegó una segunda luz fuerte, una luz diferente. No vino del ágape del obispo; vino de la "ignorancia e inocencia" de un niño de la calle. La violación de esa inocencia ignorante es la continuación de la resurrección iniciada por el don de Myriel. El nombre de ese niño -Gervasillo- repetido obsesivamente muchas veces, gritado con desesperación, está a punto de remover la piedra del sepulcro.
Para las conversiones verdaderas y duraderas, comprender con la cabeza no basta: la racionalidad, la inteligencia son demasiado frágiles. Esos pocos, poquísimos acontecimientos que realmente nos cambian -a veces sólo uno- no son fruto de nuestra voluntad, dependen muy poco de nuestras intenciones. Simplemente ocurren: nos esperan detrás de un arbusto mientras deambulamos confusamente sin buscar nada. Jean Valjean ya estaba dentro de un proceso de conversión, su resurrección ya había comenzado en la puerta de Myriel. Pero para concluirse necesitaba de un encuentro con la inocencia violada de un inocente. Si esa moneda de plata la hubiera lanzado un adulto, el efecto no habría sido el mismo. Los niños contienen y guardan un misterio de absoluta gratuidad e inocencia. Cuando un adulto roba dinero a un niño, ese robo es de otra naturaleza: es un robo de vida. Es la condición de adulto la que nos enseña a distinguir a las personas de sus cosas (sin conseguirlo nunca del todo). En cambio, las cosas bellas de los niños están entrelazadas con su carne. Por eso sus bienes, incluso sus pocas monedas, no son las de los adultos: la materia (la res) es la misma, pero cuando las cosas llegan a manos de los niños esa materia cambia de "sustancia" aunque no cambien sus "accidentes": las manos de los niños realizan "transubstanciaciones" diferentes, pero no menos reales que las realizadas por las manos de los sacerdotes. Violar sus pertenencias es un sacrilegio. En la oikonomía de la vida, el valor de las monedas que manejan los niños es diferente, su curso es otro: ruedan de otra manera. Y así nos recuerdan que las monedas, todas las monedas, toman su verdadero valor por las relaciones dentro de las cuales se usan, se abusan, se donan, se roban. Ayer y hoy, en la literatura y en la vida.
Jean Valjean, por una auténtica gracia -Víctor Hugo nos está haciendo un tratado de teología encarnada de la gracia-, toma consciencia repentinamente de haber cometido un sacrilegio, de haber violado un lugar sagrado, de haber profanado una hostia. Porque el corazón de cada niño es un sagrario, el corazón de cada persona lo es. No habría podido entender este sacrilegio sin el don agápico del obispo; pero ese don extraordinario no habría dado sus frutos de vida sin la profanación del misterio de esa moneda infantil. El corazón de Jean Valjean fue capaz de sentir terror y angustia por esa moneda robada porque antes había estado herido por el regalo de Myriel. La experiencia de ser amado con un amor-ágape comienza con un tajo en el alma que crea una fisura por donde puede entrar un nuevo dolor y que antes no podíamos conocer porque el corazón estaba demasiado endurecido. Cuando se inicia una resurrección, el amor y el dolor conviven, y lograr experimentar una nueva calidad de dolor moral es la primera señal de que el corazón ha cambiado realmente.
Y dentro de este dolor agudísimo, Víctor Hugo hace decir a Jean Valjean una de sus frases más hermosas: «Una voz le dijo al oído que había atravesado la hora solemne de su destino, que no había más punto intermedio para él, que si no se convertía en el mejor de los hombres sería el peor». En los días ordinarios de la vida se nos presentan elecciones cuyo resultado nos hará un poco mejores o un poco peores, pero hay algunos días diferentes. Son los días del gran juicio sobre nuestras vidas, y nosotros somos el juez. Ese día se elige entre el cielo y el infierno: no hay purgatorio. Se siente con una claridad infinita que o tratamos de convertirnos en los mejores o ciertamente nos convertimos en el peor de los hombres de la tierra. Fue el día del padre Kolbe, el día de Cristo en el Gólgota, el de Francisco ante su padre y el obispo de Asís; y es también el día de tantos de nosotros, mujeres y hombres comunes y corrientes, que vivimos alguna vez un día extraordinario. Con estos días está relacionado el verdadero significado de la palabra "salvación" y de la otra, simétrica: "perderse". Se pueden cometer errores y vivir una vida equivocada porque no vemos el mal que estamos haciendo: pero si un día, por una gracia, vemos finalmente ese mal y no elegimos no volver a hacerlo, el mal de ayer se convierte en el infierno de mañana. En este desencuentro entre el exconvicto y el pequeño saboyano hay un último mensaje precioso, para nosotros y para las personas que amamos. Cuando una persona que ha sido muy amada comienza una nueva vida es frecuente la fase que va desde la puerta de Myriel hasta el arbusto de Gervasillo. Había recibido una auténtica gracia, la vemos caer de nuevo y pensamos que ese primer don y esa esperanza se desperdiciaron, que fueron sólo ilusiones. Víctor Hugo nos dice: ¡cuidado! Tal vez estás observando a Jean Valjean entre la puerta de la curia y el arbusto. Aquella maldad que no debería hacer y sin embargo hace, puede ser el primer paso de la nueva vida. Ya es un hombre nuevo, aunque todavía esté revestido del dolor del hombre viejo: «Al robar el dinero a ese niño había hecho una cosa de la que ya no era capaz».
Muchas veces no comprendemos y condenamos porque no le damos tiempo a Jean Valjean de gritar desesperado: "¡Gervasillo!". Ya está en el buen camino, pero para continuar en él necesita también nuestra confianza. Jean Valjean fue salvado por Myriel y fue salvado por Gervasillo, juntos: por la inocencia nacida de la virtud de un viejo y la inocencia natural de un niño pobre. La gran literatura nos hace atravesar esta experiencia hasta el final, y luego nos repite: "Ve y haz tú lo mismo". Finalmente, es fuerte ver hoy -entre los chicos y chicas de Fridays for Future y la Economy of Francesco- los ojos de Gervasillo pidiendo su dinero robado. ¿Cuándo oiremos de nuevo su grito? ¿Cuándo levantaremos nuestro pesado pie de la tierra? ¿Cuándo le devolveremos su moneda infantil?