ContrEconomia/9 - Continúa el análisis de los efectos civiles y económicos de la Contrarreforma.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 30/04/2023
"Con una teología falsa se ha tenido a menudo la verdadera piedad. Tocar el órgano, observó Galileo, no se aprende del que sabe hacer órganos, sino del que sabe tocarlos. Los teólogos hacen los órganos; pero cómo hacerlos sonar es otra cosa. El cristiano más inerudito puede hacerlo mejor".
Giuseppe De Luca, Introduzione all’archivio italiano per la storia della pietà, p. LIX
La cristianización de las fiestas de la naturaleza, la afirmación de santos intercesores y de una teología dura, el simple poder de la lealtad a Dios, el Dios de la vida.
“¿Pues qué decir? A lo mismo corresponde el que cada región reivindique algún santo particular y que cada uno posea cierta singularidad, de suerte que éste auxilia en el dolor de muelas, aquél asiste a las parturientas, el otro restituye las cosas robadas, el otro resplandece benigno en los naufragios, y así sucesivamente. Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a la que el vulgo tiene casi más veneración que a su Hijo”. Son palabras del gran Erasmo de Rotterdam (Elogio de la locura, capítulo XL) escritas en 1509, mientras Lutero hacía madurar su reforma, a la cual Erasmo no adhería. Erasmo no fue escuchado. Hoy, cuatro siglos después, leemos: "Hay un monte, cerca del Pollino, con un culto al árbol que aquí llaman 'Ndenna', se desarrolla a mediados de junio en Castelsaraceno. El primer domingo del mes, se corta la madera del haya para la ropa del novio (la "Ndenna"). El domingo siguiente, se elige el pino, la 'cunocchia' para la novia. Por último, San Antonio bendice la unión" (Domenico Notarangelo, I sentieri della pietà, 2000).
Esta fiesta lucana de la "Ndenna" es una expresión del desarrollo católico de las fiestas de la naturaleza. "Plantar el mayo" era una antigua tradición europea, aún presente en Basilicata (Accettura) y en varias zonas del centro de Italia. Hasta la Edad Media, los jóvenes plantaban ramas y flores delante de las casas de las doncellas la noche del primero de mayo. Pero "a finales del siglo XVI empezó la cristianización del rito, que invitaba a que los homenajes y las ofrendas florales se dirigieran a María". Después, a partir del siglo XVIII, las flores de los altares de la Virgen conocieron un desarrollo ulterior "convirtiéndose en "fiorettis" espirituales: pequeños sacrificios ofrecidos en homenaje a la Virgen durante todo el mes de mayo" (Ottavia Niccoli, La vita religiosa nell'Italia moderna, 2004, pp. 181-182). Así nació el "mayo mariano", con los "fiorettis". Tradiciones bonitas y hermosas, pero... no es fácil entender qué tiene que ver la Virgen con esos antiguos ritos de enamorados y los pequeños sacrificios con flores a las novias. Por supuesto, siempre se puede encontrar un vínculo. Pero también se podría haber optado por otra cosa: dejar los antiguos cultos a la fertilidad y a la cosecha, no combatirlos como hizo Lutero, sino llamarlos "folclore", considerarlos tradiciones populares sin querer reconducirlos dentro del cristianismo - el problema en la fiesta de la "Ndenna" no es el matrimonio entre los árboles, sino la presencia de San Antonio. Con las tradiciones antiguas, se podía hacer algo parecido a lo que se hizo con la Befana, que no se convirtió en "la mujer de los Reyes Magos", sino que permaneció fuera del pesebre, al lado.
La opción por la hibridación religiosa de los antiguos ritos naturales, aunque en sí misma comprensible, tuvo altos costos ligados al gran tema del culto a los santos. El Concilio de Trento corrigió los excesos mágicos, pero ratificó la legitimidad teológica y litúrgica de la antigua intercesión de los santos, que siguieron siendo mediadores y protectores de las cosechas contra el granizo o los dolores de garganta. Entre la Trinidad y la gente se formó así un creciente grupo de intercesores, de pasos intermedios que debían facilitar y simplificar la obtención de nuestras oraciones: "Dios ve nuestras necesidades y podría proveer directamente: pero la sabiduría divina se complace en comunicar sus dones a través de intermediarios" (Actas del Concilio de Trento, Sesión XXV, 1563). Crece, entonces, una idea de Dios demasiado distante para ser alcanzado directamente por nosotros ínfimas criaturas. Pero, gracias a Dios, están los santos, percibidos como criaturas mediadoras, porque son un poco como Dios y un poco como nosotros, y que por tanto comprenden a ambos (los pueblos latinos siempre han amado a los semidioses: no por casualidad los templos de Hércules estaban entre los más expandidos). La religión católica se convirtió en una religión de Dios y de los santos, una explosión de biodiversidad religiosa, un bosque espiritual habitado por una infinidad de seres donde cada uno desempeñaba su función en el ecosistema del culto, dando lugar a una perfecta "división religiosa del trabajo". Lástima que entretanto muchos de nosotros hayamos olvidado que Dios se hizo hombre precisamente para reducir la distancia mítica entre el cielo y la tierra. En mi región, los santos estaban mucho más presentes que la Trinidad, también por el hecho de que cuando hay que sobrevivir entre el hambre y la enfermedad, la pericóresis es un lujo que la gente no puede permitirse.
Sin embargo, hay algo más que decir para entender el gran amor por los santos - y se trató de amor: fue la mayor historia de amor de la Contrarreforma. El recurso a los santos se hizo casi necesario por el desarrollo, en la época barroca, de un espantoso pesimismo antropológico. Si sólo somos "nada", larvas morales, ¿cómo podemos dirigirnos en primera persona a ese Dios que se hace tanto más lejano en los cielos cuanto más nos hundimos en los abismos de la tierra? De hecho, en estos siglos se afirma la idea de que "el fin" de la vida humana es la salvación del alma y el amor único de Dios y, por tanto, el desprecio de la alegría natural del cuerpo, de los placeres de la vida: "No naciste para gozar, sino sólo para amar a tu Dios y salvarte eternamente... por eso el negocio de todos los negocios, el único importante y necesario, es servir a Dios y salvar tu alma" (G. G. Giunta, Manuale di sacre preci, 1830, Nápoles, p. 20). Es una teología en la que para elevar a Dios es necesario rebajar al hombre, para exaltar lo divino es indispensable despreciar lo humano. Dios se vuelve un Padre bizarro que disfruta con la aniquilación de sus criaturas, que sólo se alegra cuando le decimos: "Tú lo eres todo, yo no soy nada". Estas teologías están a años luz de la Biblia, del Antiguo y del Nuevo Testamento, donde "la gloria de Dios es el hombre vivo" (San Ireneo), donde un Jesús dice: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Juan 10,10). Esta vida, no sólo la futura. En cambio, el Barroco fue el tiempo en el que la búsqueda del paraíso (o del purgatorio) transformó para muchos la vida presente en un infierno.
La creciente distancia que se había producido entre los católicos y la lectura de la Biblia hizo olvidar que los dioses que se alimentan de sus fieles se llaman ídolos, mientras que el Dios de la revelación está totalmente de nuestro lado, "alienta" cada día para que florezcamos como personas. Y, en cambio, en esos manuales leemos: "Si no tienes valor suficiente para buscar las humillaciones, al menos no huyas de las que se presentan: considéralas todas como un signo de la singular bondad que Dios tiene contigo" (J. Croiset, Ejercicios de piedad para todos los días del año, 1725, p. 35). El Dios de Jesús transformado en un ser que nos envía humillaciones, que nos humilla para hacernos humildes, que se ha olvidado por tanto de la ley humana fundamental: la mejor manera de no hacer humilde a la gente es humillarla. Y entonces, coherentemente con esta visión inhumana de Dios, la búsqueda de la mortificación se convirtió en el camino a seguir: "Cuanto más nos esforcemos en mortificarnos, más avanzaremos en la perfección" (Diario spirituale, anonimo, Napoli, Jovene, s.d., p. 93).
Viniendo a las consecuencias civiles y económicas, no debe extrañarnos que en los países católicos la práctica social de la recomendación haya estado tan difundida y tan variada, desde la práctica consolidada de quienes, para obtener un favor de un poderoso demasiado lejano, intentan pasar por un mediador más cercano ("tener un santo en el cielo"), hasta los que tienen que pedir un certificado en el municipio y se preguntan antes: "¿a qué empleado conozco en esa oficina?". Una particular versión de la mediación hizo que incluso en los países católicos no se haya desarrollado una cultura de la subsidiariedad civil y política (incluso si la subsidiariedad es un pilar de la visión con la que se elaboró la doctrina social de la Iglesia), porque esta mentalidad de pasos intermedios obligatorios no hace más que reforzar la visión sacral de las jerarquías humanas, que es anti-subsidiaria. Más en general, la idea de la intercesión ha alimentado una concepción de la oración como petición, como un comercio con el paraíso, en el que nos dirigimos a los santos y sobre todo a Dios para pedirle algo que no nos haya ya dado, alimentando así la antigua relación económica con los espíritus y los dioses: los profetas y Cristo expulsan a los mercaderes del templo para decirnos que su religión no es comercio con Dios.
Entre los costos, sin embargo, hay que contar algo más, quizá aún más importante. Un cristianismo convertido en un nuevo florecimiento de la religiosidad natural de los pueblos mediterráneos está encontrando grandes dificultades con la posmodernidad, porque corre el riesgo de hundirse junto con la antigua religiosidad mítica que ha incorporado y "bautizado". No hay que olvidar que la resurrección de Cristo no fue uno de los tantos milagros y magias del mundo antiguo, sino su final: inició el tiempo secular de lo "santo" sobre la muerte de lo "sagrado". Pero por haber querido, ayer, hablar a todos en la lengua de todos, hoy el cristianismo corre el riesgo de no hablar (casi) a nadie en una lengua que se ha vuelto (casi) incomprensible para cualquiera. Sin embargo, hay también buenas noticias.
No obstante, pese a ese desprecio teológico por la vida humana, pese a ese desdén demente "por las cosas de aquí abajo", y por tanto por el trabajo y la economía, los católicos han logrado: dar vida a hermosas empresas, trabajar bien, traer hijos e hijas al mundo, ser a veces felices, amar los cuerpos y a toda la humanidad. Les hicieron la vida muy difícil, pero la hicieron. Porque la gente nunca creyó realmente en una imagen de Dios reducida a esa condición. Tenían un buen instinto, sobre todo las mujeres, que las llevaba a pedir a Dios que se convirtiera en algo diferente. La piedad popular fue también una práctica subversiva, una rebelión contra un Dios convertido en enemigo de la felicidad humana -lo veremos en el próximo artículo. También lo podemos leer en algunos pasajes de estos “Manuales de devoción”: "¡Oh Padre Eterno, Juez y Señor de nuestras almas, cuya justicia es incomprensible! Ya que ordenaste, Señor, que tu Hijo inocentísimo pagara nuestras deudas, mira, oh Señor y Padre, esta terrible agonía. Cesa, oh Padre, Vuestra indignación" (Esercizi di pietà del Rev. D. Placido Baccher, Nápoles, Stamperia Reale, 1857, p. 191).
Vuestra justicia es incomprensible... Cesa, oh Padre, Vuestra indignación: estupenda oración de un pueblo que elige hacer el papel del cirineo: se colocó voluntariamente bajo una cruz teológica demasiado pesada para los hombres y para Dios, para intentar aliviar esa carga insoportable: "Padre, cesa tu indignación, no comprendemos tu justicia". No entendían esa teología, pero a Dios, al Dios de la vida, sí lo entendían. Y así aprendieron a rezar de verdad pidiendo a Dios que los salvara: rezaban a Dios por Dios, no por sí mismos. Aprendieron el corazón de la Biblia sin haberla leído nunca. Y entonces llenaron las iglesias de pinturas de crucifijos con el Padre detrás, sosteniendo a su hijo con los brazos, y llorando con él. Porque sabían que el "trabajo" de los padres y las madres es bajar a sus hijos de las cruces, no ponerlos ahí. Hicieron lo posible y lo imposible por salvar a Dios en sus corazones. Y lo consiguieron.