ContrEconomía/10 – Rezaron, con lágrimas y besos y manos, oraciones silenciosas y hermosas.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/05/2023
"Donde está el amor de Dios, aunque embrionario, tosco, oscurecido, subterráneo y no a la vista de todos, allí está, aunque herido, el corazón del hombre; y hay que pensar que Dios está allí, y por tanto la piedad."
Giuseppe De Luca, Introduzione all’archivio italiano della storia della pietà, p. XXI
Termina hoy, con la gran subversión de la piedad popular, el recorrido de Contra Economía. Y termina también esta tercera página dominical.
Las metáforas teológicas son indispensables y peligrosas. En estas últimas semanas, muchos lectores y algunos teólogos han reafirmado, frente a mis críticas, la necesidad de la metáfora económico-comercial para comprender la revelación cristiana. Pues la encontramos en el Nuevo Testamento y San Pablo también la usa.
De hecho, en la Primera Carta a los Corintios encontramos incluso la palabra precio: "Habéis sido comprados a un precio alto" (7:23). Una frase, por cierto, muy querida y “apreciada” por el teólogo Dietrich Bonhoeffer, que contraponía la salvación "a precio alto" a la salvación "barata". Pero en las cartas de Pablo encontramos otras metáforas, entre ellas esta deportiva: "¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, pero sólo uno gana el premio?... Yo, por eso, no corro sin una meta; y boxeo, pero no como quien golpea al aire" (1 Cor 9, 24-26). Sin embargo, a nadie que lea estas imágenes deportivas se le ha ocurrido pensar que el boxeo o la carrera sean esenciales y necesarias para explicar la teología de Pablo. Tampoco ningún teólogo ha pensado (todavía) en describir la vida cristiana o la Iglesia como una carrera de atletismo o un combate de boxeo donde "sólo uno gana el premio". En cambio, se han hecho usos parciales de la metáfora deportiva sin ir hasta el fondo. Pero, sorprendentemente, lo que no se hizo con el deporte se sigue haciendo con la economía, que es mucho más popular entre los teólogos que entre los economistas. Algunos teólogos se han enamorado tanto de la economía que no sólo la utilizan en un sentido genérico y parcial; la usan integralmente e imaginan "la economía de la salvación" como un intercambio de equivalentes, como un verdadero contrato comercial - Jesús pagó el precio, su sangre, para comprar al Padre la salvación. Las metáforas bíblicas, en cambio, son el amanecer del discurso, su comienzo. La otra mitad debe quedar sin decir, para no quedar aprisionada por el lenguaje: sólo las metáforas parciales son buenas, porque, al ser incompletas, dejan un espacio libre entre el misterio de Dios y nuestras ideas teológicas. Las metáforas explotadas al máximo devoran el misterio que quisieran desvelar.
En las últimas semanas encontramos, aquí y allá, el tema de la piedad popular. Como ha escrito don Giuseppe de Luca, que hizo las páginas más hermosas sobre la piedad, "en la vida cristiana la pietas así concebida coincide, no tanto con la ascética ni con la mística, no tanto con la devoción o las devociones, sino con la "Caritas"" (Introducción al Archivo italiano de Historia de la piedad, p. XIII). La piedad sería, pues, una cuestión de amor, de ágape. Y así fue, quizá la más grande.
Sin el inmenso movimiento de piedad, por ejemplo, no habríamos desarrollado en los países católicos la infinidad de obras sociales, los hospitales y las escuelas: 'Mientras los grandes colegios educaban a la nobleza y a la burguesía acomodada, las escuelas populares, desde Calasanz a De la Salle, se ocupaban del pueblo común. Conjuntamente surgieron las obras de asistencia "de fonte pietatis" (Introducción, p. LXI). Los besos y los abrazos a las estatuas de las iglesias se convirtieron en abrazos a hombres y mujeres de carne y hueso. Aunque todos los grandes procesos, como señala De Luca, producen sus efectos no deseados: "Indigentes, huérfanos, enfermos, inválidos, a partir del siglo XVII multiplicaron las ocupaciones que llegaban en ayuda, hasta el punto de hacernos sospechar si la caridad, tanta caridad, no terminaría aplastando en el corazón de los hombres el concepto de justicia, al que siempre le dieron poca cabida. Gusta mucho más ser generoso que ser justo" (Ibid). En la Europa moderna tuvimos distintas visiones de las razones para ayudar a los pobres. Por un lado, hay pastores, santos y benefactores que dieron vida a instituciones de asistencia con el objetivo de que los que estaban en la indigencia pudieran pronto salir de ella. Por otro lado, hay unos, mencionados por De Luca, que estaban menos preocupados por la pobreza y vivían la ayuda a los pobres como una buena obra para la salvación de los ricos: "Dios podía haber hecho ricos a todos los hombres, pero quiso a los pobres para que los ricos tuvieran la ocasión de redimir sus pecados" ("La vita di Sant'Eligio", citado en B. Geremek La pietà e la forca. Storia della miseria e della carità in Europa, 1986, p. 9). Una idea, ésta, que ha llegado hasta la modernidad católica: 'Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con paciencia ayuda a los ricos. Los ricos descubrirán cómo redimir sus pecados llevando compasión a los pobres... Para los ricos es un deber indispensable dar limosna a los pobres porque de ello depende su salvación" (Sermones del Cura de Ars, Vol. 1, p. 77). Esta visión de la piedad tiende, con buena fe, a perpetuar la división entre ricos y pobres.
La otra idea de ayuda a los pobres era la de las casas de empeño de los franciscanos, llamadas, no casualmente, Monti di Pietà. En la época de la Contrarreforma, los Montes de Piedad también experimentaron un declive. Ya no estuvieron ligados al mundo franciscano, y los frailes permanecieron como capellanes. A partir del siglo XVII, los Montes se extinguieron, y los que sobrevivieron se transformaron en casas de empeño con funciones residuales o asistenciales (agradezco al hermano Felice Autieri por esta información).
La piedad popular fue algo mucho más grande que estas cosas ya grandes. Más grande porque era algo pequeño, minúsculo. Los libros de piedad, escritos por obispos y teólogos, hablaban de una idea de Dios distante, severo, preocupado por establecer el tribunal del juicio final. Los catecismos populares enseñaban que el "fin del hombre" era "servir a Dios", con vistas a la salvación futura (Ejercicios espirituales para monjas, Il Buon Pastore, Lodi, 1911, p. 20). Del fin del hombre derivó el "fin de la mujer": "Dios creó a la mujer para consolar a Adán" (p. 28). Para las monjas, al no tener un Adán, la finalidad tuvo que evolucionar, y se convirtió en "salvar las almas de los demás", en particular (en ese Instituto) a las jovencitas: "¿Qué finalidad tuvo Dios al crear tantas pobres niñas? Procurarles el Paraíso" (p. 43). La religión se transformó en inhumanismo, donde el amor a Dios generaba una aversión por las cosas humanas creadas.
En esta religión orientada a "las cosas de arriba", la piedad popular se volvió un inmenso ejercicio colectivo de subversión, una forma de salvación para "las cosas de aquí abajo". Fue, a su modo, un maravilloso himno a la vida. Aquellas estatuas con el estupendo rostro de María y de Jesús, aquellas imágenes de santos y santas que se parecían mucho a ellas y a sus hijos e hijas, aquellas iglesias barrocas pobladas de ángeles-niños y de una infinidad de Jesús-niño más numerosos que los crucifijos, fueron los verdaderos protagonistas de la otra religión de la gente, fueron la cara distinta y buena de Dios -la piedad fue la ContraContrarreforma popular, la respuesta subversiva y mansa de las mujeres a la religión demasiado clericalizada.
El 90 o el 98% de la gente, sobre todo la del campo, de la montaña y de los pueblos, no sabía leer libros de oraciones, ni tenía dinero para comprarlos. Esas cosas eran para la gente culta, para los sacerdotes, tal vez para las monjas y religiosas que fueron las grandes víctimas de la Contrarreforma, mortificadas por una fe no bíblica, orientada al paraíso de las almas que transformó la tierra de sus monasterios en un infierno de los cuerpos. Pero -y aquí está el jaque mate de la Providencia- la gente del pueblo, las mujeres sobre todo, quedaron protegidas por su analfabetismo, y así permanecieron (casi) inmunes a esa teología demasiado divina para ser humana.
El no saber leer los libros y las oraciones cultas las obligó a inventar su propia oración: y fue maravillosa. De vez en cuando caían en los antiguos ritos del mal de ojo y de la magia, como lo hemos mencionado. Pero muchas otras veces inventaban palabras e imágenes para hablar con Dios: y nació el espectáculo de la piedad popular, un gran espacio de libertad, sobre todo para las mujeres de un mundo que seguía siendo, para ellas, un mundo de servidumbre. Entraban en la iglesia, fingían responder a las incomprensibles oraciones y a las jaculatorias latinas de los sacerdotes, pero de sus corazones y sus bocas salían, susurradas, palabras y sonidos diferentes. Y sobre todo lloraban: bañaban aquellas estatuas con todas sus lágrimas hasta consumir colores, madera y estuco. Rezaban con las lágrimas y sobre todo con los besos y las manos: hermosas oraciones silenciosas hechas de caricias y de besos, manos huesudas y negras que sin embargo sabían hacer caricias preciosas y besar las estatuas de los santos, de la Virgen, y sobre todo de los ángeles y de los niños, caricias y besos que nunca recibían en casa, porque eran demasiado terrenales para poder ser religiosas. Y en esos bellísimos ángeles vieron a sus muchos hijos nacidos muertos, a sus hijos que se volaron de niños o de muy jóvenes. Así, derrotaron aquellas absurdas teologías que, para elevar a Dios, rebajaban al hombre y a la mujer. Y transformaron las loas a la Virgen ("La Mujer del Paraíso" de Jacopone da Todi) en estupendos cantos a sus hijos muertos: "Hijo, amoroso lirio, hijo ojos alegres, hijo de madre oscura, hijo intoxicado, hijo desaparicido, hijo: ¿a quién me aferro? Hijo me has dejado, hijo, ¿por qué te vas de mí si yo te he amamantado? (citado en De Martino, Morte e Pianto..., p. 341).
Aun estando gravemente enferma, la fe católica sigue viva, sobre todo por estas mujeres del pueblo que la humanizaron con su piedad, con besos y caricias, la salvaron con su transgresión: "El ramo de oro virgiliano es la pietas" (De Luca, Introduzione, p. LXVI). Y así, con sus manos y sus besos, tocaron realmente a Dios y escribieron su hermoso "kerigma" popular, distinto de aquellos del catecismo, pero que tenía el olor y la fragancia de la vida y del pan: "Cristo fue sembrado por el Creador, germinó, llegó a la maduración, fue segado, atado en una gavilla, llevado al patio, trillado, cernido, molido, cerrado en un horno y después de tres días sacado y comido como pan" (citado en De Martino, p. 343).
Hoy termina esta breve serie sobre la Economía de la Contrarreforma, y se cierra también la larga temporada, de más de diez años, de mi tercera página dominical. Ha sido una aventura maravillosa: he visto subir y bajar ángeles por la escalera del cielo, he aprendido sobre la Biblia (quince libros del Antiguo Testamento comentados), los carismas, las vocaciones, he descubierto otra economía, quizá incluso un Dios más cercano al corazón de los pobres. Lo aprendimos juntos en un tenaz viaje semanal que nunca se detuvo, a pesar de todo. Un recorrido colectivo que comenzó gracias a la arriesgada y quizá profética confianza de Marco Tarquinio, que tuvo el valor de confiar los comentarios bíblicos a un economista. Y con él concluimos hoy, se debe concluir, no podría ser de otro modo porque esta obra ha sido un verdadero tándem, desde la elección de los temas hasta los títulos y subtítulos de cada artículo, revisados por él hasta en las comas. Mis mejores deseos al nuevo redactor Marco Girardo, que pueda continuar el espectáculo de fidelidad creativa del 'Avvenire' en la temporada que hoy termina. En estos casos, agradecer es necesario, pero siempre es demasiado poco. Una historia se termina, pero no se termina la historia.