¿Cambiar el destino social, vender a otras comunidades, a instituciones y a organizaciones sin ánimo de lucro, o confiar en el mercado? Cualquier solución es preferible al abandono.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/08/2023
«Proyecto de recuperación del antiguo convento de las Clarisas para construir un Relais con balneario». En muchas obras hoy pueden encontrarse carteles similares, especialmente en los pueblos italianos más lindos, que han visto construirse a lo largo de los siglos un número extraordinario de conventos, monasterios e iglesias, gracias a la gran biodiversidad carismática del bello país. El paisaje italiano no sería patrimonio de la humanidad sin los perfiles de catedrales, iglesias parroquiales y claustros, en las ciudades como en el campo.
Sin embargo, el análisis despiadado de los laicos sobre la demografía de la vida religiosa nos dice algo que no nos gusta escuchar: dentro de una o dos décadas, la gran mayoría, quizá el 90%, de los edificios religiosos estarán vacíos, y muchos ya lo están. La tendencia comenzó hace más de medio siglo, pero cuando nos dimos cuenta, también en este caso, ya era demasiado tarde. ¿Qué hacer concretamente? Las iglesias y los inmuebles vacíos, vendidos o puestos en venta, son la punta del iceberg de algo mucho más grande, descuidado y multidimensional. En primer lugar, hay una cuestión directamente económica y, por tanto, civil.
Estos conventos y monasterios eran originalmente bienes comunes, ya que nacieron de las comunidades civiles y porque los religiosos y religiosas se ocupaban también de los pobres, los enfermos, las escuelas, han inventado nuestro welfare. Cuando hoy un convento se vende a una multinacional con fines de lucro que lo transforma en un spa, los usuarios ya no son los habitantes de ese municipio sino sólo los "solventes": ese bien público pasa a ser privado, con una extracción privada de un valor antaño público.
En segundo lugar, estas estructuras fueron generadas por la vida, por una vida cristiana comunitaria, por necesidades concretas de las personas, de las comunidades, de los pobres. Su infrautilización o su no utilización en la actualidad señalan una marcada disminución de las necesidades que las hicieron nacer. En siglos pasados, las obras habían surgido por una fuerza intrínseca del carisma, pero también como respuesta concreta a los retos de su entorno. El mundo cambia, cambian las formas en que una necesidad determinada se expresa, y a las obras del carisma les cuesta encajar en este doble cambio (sólo se piensa en el tema de la regulación). Se entiende entonces que una primera tarea esencial de las comunidades religiosas debería ser actualizar la pregunta carismática original. Si, por ejemplo, a principios del siglo XIX nació una congregación para la educación de las niñas pobres, el nacimiento de escuelas fue la respuesta normal a la demanda carismática.
Pero hoy, con la escuela pública y universal en muchos países, ¿qué respuesta debería ofrecer esta misma pregunta? Tal vez esa congregación debería trasladarse a las fronteras educativas de las niñas "pobres" de hoy (marginalidad, migrantes, malestar), cambiando así las respuestas concretas para permanecer fieles a las preguntas; cuando en cambio uno se apega a las respuestas que el carisma dio ayer (escuelas) se termina olvidando las preguntas que las generaron: la fidelidad de hoy a las respuestas de ayer se convierte en infidelidad al carisma. Las "casas vacías", los edificios ociosos y vagos (que se usan, por ejemplo, tres semanas al año para ejercicios espirituales), señalan no sólo una crisis de la comunidad religiosa, sino también una crisis más amplia de los mundos vitales que las rodean -de modo que la solución puede surgir de ambos lugares, porque las vocaciones al carisma que ayer se expresaban en una sola forma (consagradas) hoy pueden asumir otras nuevas (por ejemplo, familias). Cuando, de hecho, junto a las estructuras actuales hay comunidades vivas y dinámicas, se asiste a auténticas resurrecciones de aquellas antiguas estructuras.
Luego hay un tercer discurso, crucial, sobre el famoso"mercado". Una mirada negativa y prejuiciosa sobre el "mercado" que se interesa en los bienes inmuebles religiosos no ayuda a nadie. Cuando el mercado -una empresa, un fondo, un banco...- se acerca a un inmueble, este interés ya es señal de algo grave. Expresa que, al menos para el mercado, en esa "casa" hay un valor. Y este valor revelado ya es un hecho positivo: puede que no sea un valor espiritual, pero al menos es un valor económico-financiero. Y si una estructura expresa algún valor, esa estructura sigue viva y puede seguir generando otro valor y otros valores. El mercado desempeña a menudo una función similar a la de los herederos que venden la valiosa biblioteca de su ilustre pariente erudito.
Al ponerlos en el mercado, esos libros polvorientos cobran vida en los hogares de los nuevos aficionados que los compren: los libros se liberan de las estanterías, la dispersión genera nueva vida. De ahí el mensaje: un inmuble que se vende es preferible por mucho a un inmueble que cae en el abandono y se convierte en una herida infecta en la comunidad, en un territorio o en una ciudad. Debemos ser conscientes de que el verdadero problema de los inmuebles religiosos hoy en día no es la falta de valor espiritual: el drama es frecuentemente la ausencia de todo valor, porque esa propiedad ya no vale nada, desde ningún punto de vista. Por supuesto, no todos los valores son iguales y no todos los nuevos usos del inmueble tienen el mismo valor desde una perspectiva carismática. Sin embargo -y este es el punto-, mucho mejor es un centro de bienestar que la maleza y los vidrios rotos. En estos casos, se necesitan razones éticas muy fuertes para no vender (sospecha de ilegalidad, fraude, blanqueo de dinero, inmoralidad del nuevo negocio); en todos los demás casos, el mercado "normal" puede ser una solución posible, y descartarlo es una elección irresponsable. Casi nunca es la solución más óptima, pero en cualquier caso es mejor que el abandono: discernir es elegir entre opciones no óptimas.
También para esta elección se aplica el principio de subsidiariedad: 1. En primer lugar, intentar encontrar una solución con las comunidades más cercanas desde el punto de vista espiritual y carismático para examinar la posibilidad de que el inmueble pueda seguir viviendo en su misión original, uniéndose con otras comunidades similares (para una residencia de ancianos común, para un centro de retiros...), o pasando el legado a nuevas comunidades con carismas similares. 2: Si después de haber hecho bien y sin apuro este primer análisis no surge ninguna solución concreta, se pasa al segundo nivel: instituciones públicas, fundaciones, mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro, y se buscan proyectos que puedan mezclarse también con los temas del primer nivel más cercano, para salvar la "vocación" de la propiedad. 3: si al final no surge nada ni siquiera en esta segunda búsqueda, hay que tomarse en serio al mercado, muy en serio, porque generalmente la cuarta alternativa que queda es el abandono, y de ahí los enormes gastos para asegurarlo, la tristeza diaria de verlo marchitarse, el pesimismo colectivo... Incluso el mercado puede encontrarle a ese inmueble una nueva vida, una nueva vocación, diferente pero todavía viva.
Cuando se escoge la vía del mercado, hay que aprender el lenguaje y las reglas del mercado: organizarse, estudiar, contar con la ayuda de las personas adecuadas (el tema de los consultores es central y delicadísimo), ser prudentes como las serpientes y conservar el candor carismático de las palomas, evitando que las serpientes eliminen a las palomas (y viceversa). Es importante decidir enseguida el destino de los beneficios de la venta - por lo general, no es una buena solución destinar los ingresos únicamente a reservas para gastos futuros: sin el coraje para nuevas inversiones, el futuro no florece. Por último, hay un razonamiento más radical. Los bienes inmobiliarios no son fines en sí mismos. Siempre que una gran novedad espiritual llegó a la tierra -desde Abraham a Cristo- empezó porque alguien dejó una casa, un refugio seguro, y marchó hacia la tierra del todavía-no. Las casas y las estructuras tienden por su naturaleza a mantenernos en el pasado, a hacernos mirar Egipto y sus ladrillos.
San Francisco intuyó que el tiempo nuevo comenzaría caminando, mendigando por el camino, con la vuelta de "los caminantes". Sintió tan fuerte el deseo de la pobreza de los caminos que vivió con gran malestar el nacimiento de los conventos inmóviles de sus frailes, invitándolos hasta el final a seguir al pobre "hijo del hombre que no sabe dónde reclinar la cabeza". Por mucho que nos gusten y las amemos, por llevar los estigmas de la vida y del amor, debemos ser conscientes de que nuestras propiedades son casi siempre vestigios de un cristianismo que está menguando en sus formas de culto y de vida; no está menguando el mensaje del Evangelio con su promesa, sólo está terminando la cristianitas tal como la imaginábamos. Estamos en una época muy similar al exilio bíblico. La invasión de los babilonios significó la destrucción del templo y de las casas, y al principio del exilio parecía imposible poder seguir viviendo: dejaron de cantar, colgaron sus arpas en los sauces a lo largo de los ríos de Babilonia. Pero un día entendieron algo decisivo: que Dios estaba vivo y presente incluso sin el templo y sin las casas de ayer, y en aquel despojo total redescubrieron el valor del arameo errante y la libertad de la tienda nómada. En el exilio se aprende a resucitar, porque al final se vuelve pobre y libre, como el primer día.
Hoy existe una necesidad vital de una nueva y fuerte capacidad de ponerse a caminar libres y pobres, y de hacerlo juntos: el futuro mismo de la Iglesia depende de ello. Si algunas estructuras ayudan en el camino, habrá que valorarlas. De las otras sólo hay que deshacerse, para que no nos impidan los nuevos y necesarios "vuelos alocados", a cualquier edad, y para que las piedras no se conviertan en dueñas de personas y carismas. Lo que verdaderamente cuenta es partir con poco equipaje.