Editorial - Las crisis de los sistemas y de las organizaciones no se podrán explicar ni superar mientras se permanezca dentro del sistema que las ha generado. Por eso es necesario tomar decisiones radicales.
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/06/2023
Es necesario apartar la mirada de uno mismo, para ver muchas cosas: esa dureza la necesita todo aquel que escala montañas.
(F. Nietzsche – Así habló Zarathustra)
“La experiencia enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno suele ser cuando comienzan las reformas." Esta frase del filósofo y político Alexis de Tocqueville (El Antiguo Régimen y la Revolución) es la base de la «Ley » o la paradoja de Tocqueville. Para entenderla, sirve leerla con otro pasaje : « el odio que los hombres sienten por los privilegios aumenta a medida que los privilegios se hacen más raros y menores, de tal suerte que se diría que las pasiones democráticas se inflaman más cuando encuentran menos alimento. (…) el amor a la igualdad crece sin cesar con la igualdad misma » . (La democracia en América, 1840). La paradoja (genial) de Tocqueville sugiere por lo tanto una relación compleja entre las intenciones de los reformistas y los efectos no- intencionales de la reforma, que son siempre más importantes. Las expectativas generadas en el pueblo por los primeros indicios de reforma no pueden verse satisfechas por los resultados alcanzados por los reformadores. Esta "ley" no sólo es útil para comprender la historia y el presente de los regímenes dictatoriales que no pocas veces se derrumban justo cuando comienzan las reformas democráticas, o para entender por qué otros regímenes resisten violentamente a las primeras reivindicaciones de derechos. En realidad, la intuición de Tocqueville tiene un alcance mucho más amplio, porque puede aplicarse a cualquier proceso de reforma de organizaciones, empresas y comunidades. Pensemos en una empresa que atraviesa una crisis grave vinculada a la necesaria salida del empresario-fundador que, sin embargo, sigue ostentando poder y control. Si el fundador, ante las exigencias del cuerpo empresarial, empieza a delegar parte del poder, este proceso participativo puede terminar estallando la crisis. Porque, sugiere Tocqueville, en cuanto los empleados en crisis por deficiencia democrática crónica ven los primeros signos de cambio, empiezan a exigir mucho más de lo que el viejo empresario quiere y, sobre todo, puede hacer. Por eso, estas exigencias son percibidas por él como excesivas e injustas, y a menudo producen la interrupción del proceso participativo y agravan las crisis en curso. Por lo tanto, un corolario de Tocqueville diría que en las fases de "fin de régimen", la mejor solución es el paso total a una nueva propiedad y/o gestión, el fundador debería retirarse y renunciar a los procesos de autorreforma.
Pero la intuición de Tocqueville es particularmente valiosa para comprender también algo de los procesos que están viviendo muchas Organizaciones con Motivaciones Ideales (Omi), comunidades carismáticas, asociaciones y movimientos espirituales fundados en el siglo XX, que hoy, después de la desapareción de los fundadores, se encuentran en pleno proceso de reforma. Esta ley envía, antes que nada, un mensaje a los reformistas: cuando inicien una reforma seria, sepan que las críticas aumentan y estallan, porque las expectativas de reforma crecen mucho más rápido que sus reformas. Pero hay más. Si se observan estas instituciones eclesiásticas y civiles nos damos cuenta de que muchas de las que están intentando reformas están en realidad alimentando su propia crisis. ¿Por qué? Para seguir con la sugerencia del filósofo francés, los gobiernos de las comunidades que hoy lideran la transición son inevitablemente "malos", no en el sentido moral, sino en el práctico, por inadaptados e inadecuados a los nuevos retos a los que deben o deberían enfrentarse.
Una de las razones principales de esta objetiva insuficiencia tiene que ver con la difícil gestión de la herencia del pasado. La forma de gobierno heredada se había diseñado sobre la base de las personas de los fundadores, de sus idiosincrasias y de sus características carismáticas; y como tal sólo podía funcionar con y para los fundadores. Esa primera gobernanza fue un traje hecho a la medida de la primera generación. E incluso cuando, en los casos más felices, los fundadores hicieron de todo para desvincular la "regla" de sus personas, no lo lograron porque no podían lograrlo. La "realidad es superior a la idea", y la única realidad que los fundadores y sus colaboradores tenían al frente para imaginar la gobernanza era su propia realidad concreta, el futuro no era un recurso a su disposición. De manera que diseñaron la gobernanza a su imagen y semejanza, adecuada entonces para gestionar una institución en ese particular periodo histórico, con esas cuestiones y problemas específicos. No podían hacer otra cosa. Imaginaron entonces que quienes vendrían después de ellos continuarían la misma dinámica relacional de la primera generación, que cambiarían solamente las personas pero que los "odres"
(estructuras) y el "vino" (carisma) seguirían siendo los mismos, desde las funciones de la presidencia hasta los roles periféricos. Pero -y aquí está el punto decisivo- ningún sucesor puede desempeñar la función del fundador porque era única, irrepetible y, por tanto, no- replicable, como lo era el modelo de gobierno centrado en su figura. Y como si no bastara, al comienzo de este milenio, la velocidad de la historia ha transformado veinte años en dos siglos, poniendo todo patas arriba.
De ahí un mensaje crucial: la primera reforma radical que debe abordar una comunidad post-fundadora es precisamente la de la gobernanza prevista por los fundadores. Si, por el contrario, considera el primer gobierno como parte esencial de la herencia, como un elemento del núcleo inalterable del carisma, la transición entre la primera y la segunda generación puede atascarse y fracasar.
Pero hay un gran problema: muchas comunidades espirituales aman las reformas de a pequeños pasos, para poder implicar a todos los protagonistas en las decisiones, escuchar las discrepancias, examinarlas y, finalmente, cambiar. Y se entiende por qué todo esto es un valor. Sin embargo, la ley de Tocqueville dice otra cosa: una vez que los fundadores se han ido, es necesaria una discontinuidad absoluta y radical de gobernanza y de gobierno, porque las crisis del sistema no se explican ni pueden superarse mientras se permanece dentro del sistema que las ha generado. Nos enfrentamos, por lo tanto, a decisiones trágicas: hay que decidir si ir despacio para involucrar al máximo a todos, con el riesgo muy real de que cuando lleguemos al final la "enfermedad" se haya vuelto demasiado grave e incurable; o tomar decisiones parciales, con poca participación, veloces pero capaces de curar el cuerpo mientras se está todavía a tiempo. Esta segunda opción requiere que quienes reforman tengan alguna idea del diagnóstico y tal vez de la terapia - que rara vez existe, porque no se capta un factor esencial: no sólo es la gobernanza la que debe evolucionar, sino también el carisma que cambia porque y para que esté vivo (un carisma inmutable es un carisma muerto).
Cuando el justo rey Ezequías inició su gran reforma religiosa, se encontró frente a una elección decisiva: ¿qué hacer con el legado de Moisés? Entre las "reliquias" de Moisés estaba la serpiente de bronce con la que salvó al pueblo en el desierto de las serpientes (Números 21). Ezequías "cortó en pedazos la serpiente de bronce que había hecho Moisés" (2 Reyes 18:4); ese rey justo pudo hacer esa reforma decisiva porque tuvo el valor de eliminar parte del legado de Moisés: la serpiente había desempeñado una buena función en el origen, pero en aquella fase de reforma se había convertido en un obstáculo: había adquirido rasgos idolátricos. Ezequías se quedó con el Arca de la Alianza pero no con la serpiente: ambas fueron queridas y realizadas por Moisés, pero Ezequías distinguió, separó, decidió, cortó. Eligió, y la Biblia se lo agradeció.
Toda reforma se bloquea o produce efectos perversos si no se intenta distinguir el arca de la serpiente, si se salva todo (arca y serpiente) o si no se salva nada (se destruyen ambas). Hay que elegir, aun a riesgo de salvar a la serpiente y destruir el arca: una elección equivocada es preferible a una no elección. Es probable que la primera gobernanza deseada por el Fundador forme parte de la serpiente, aunque a menudo se confunda con el arca. Y así, por miedo a traicionar el origen se acaba traicionando el futuro.