Editorial – Nuestros muchachos, el futuro, el voto.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2019.
La historia de la democracia es la historia de la progresiva ampliación de la participación. Al principio, en la Grecia antigua o en el Israel bíblico, la participación en la vida de la comunidad era un privilegio exclusivo de unos pocos varones adultos, libres (no esclavos), no pobres y no trabajadores manuales. Aquella democracia, que sigue siendo extraordinaria desde muchos puntos de vista, era una experiencia elitista reservada a una minoría bien delimitada, era una democracia oligárquica. Con el paso de los siglos, aquella primera élite fue incorporando nuevas categorías de sujetos, pero lo hizo muy lentamente y casi siempre después de alguna forma de conflicto o revolución. En la Europa cristiana, el voto estaba reservado a los aristócratas y a los hombres de buena posición. Se votaba por sexo, por censo y por instrucción. Los analfabetos estaban excluidos en casi todos los lugares. Solo en algunos brevísimos periodos durante las revoluciones (francesa o romana) se realizaron sufragios a los que podían acceder los pobres y las mujeres. Incluso en la segunda mitad del siglo XX, cuando en casi todos los países se reconocía el sufragio universal, en realidad el sufragio nunca ha sido verdaderamente universal. Había y sigue habiendo seres humanos que potencialmente tienen derecho al voto pero no votan; por no hablar de los animales, los ríos, los océanos, los insectos y las plantas que sufren las consecuencias de las decisiones votadas por los humanos. Me refiero, por ejemplo, a los residentes sin ciudadanía y a los menores: niños y adolescentes.
Cuando en el siglo XX comenzó a extenderse el derecho al voto a los pobres y después a las mujeres, las élites que detentaban el voto y el poder tenían muchas dudas y muchos temores. Muchos creían que conceder el derecho al voto a los pobres – que eran más numerosos que los ricos – comportaría el final de buena parte de su poder y de sus privilegios seculares. La solución a esta paradoja – si no dejamos votar a los pobres, hacen la revolución, pero si les damos el voto nos quitan el poder democráticamente – vino del nacimiento del estado del bienestar o estado social. Las élites, para mantener su posición, tuvieron que ofrecer – casi siempre de mala gana – parte de su riqueza a los más pobres: reconociendo derechos y creando la escuela pública, formas universales de asistencia y sanidad y sobre todo creando trabajo digno. Estas son las bases del pacto social del siglo XX y de las constituciones que todavía rigen (a duras penas) nuestra democracia.
Las ampliaciones del derecho al voto han sido fruto de fuertes cambios de paradigma socio-económico-político, que siempre han ido acompañados de grandes debates y tensiones entre los que estaban “dentro” y los que estaban “fuera” de la ciudadela de los votantes y del poder. Hoy estamos inmersos en un cambio de paradigma, y los “excluidos” que piden entrar en el club de los votantes son los niños y los adolescentes. Ya se habla del voto a los dieciséis años, que abre la cuestión de la representación política de los menores. Pero el verdadero reto no es tanto adelantar la mayoría de edad sino el derecho al voto de los niños de cualquier edad.
Entre finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, algunos filósofos y economistas, como el belga Philippe Van Parijs y el italiano Luigi Campiglio plantearon la cuestión del voto de los niños. El libro de Campiglio “Las mujeres y los niños primero” es de 2005. Sus propuestas han suscitado debate entre algunos especialistas pero que no han llegado al gran público y el voto de los niños no se ha hecho efectivo.
La urgencia de la cuestión medioambiental y la consiguiente entrada en la escena pública del pensamiento de los adolescentes gracias al movimiento Fridays For Future, que representa el acontecimiento político global más importante del nuevo milenio, están creando hoy las condiciones necesarias para retomar muy en serio la propuesta de extender el derecho al voto a los niños. Claramente se trataría de un voto expresado a través de un adulto que, para Campiglio, debería ser la madre. Yo personalmente comparto su propuesta, aunque hay otras posibles soluciones, como la alternancia de los padres en la representación de los menores.
Es evidente que lo que está aconteciendo en el mundo está mostrando que los adolescentes son sujetos políticos. No olvidemos que cuando Greta comenzó su protesta tenía 15 años y muchos activistas de su movimiento son preadolescentes. Los niños y los adolescentes nos están diciendo cosas nuevas sobre la política, sobre la economía y sobre todo sobre el presente y el futuro del planeta. Y a su vez están dando voz al planeta, a los animales y a las demás especies vivas. Podemos seguir tratándoles de forma paternalista como niños y dejar que todo siga como hasta ahora; o podemos tomarnos muy en serio este kairos de la historia, y ampliar la democracia, incluyéndoles como hicimos con los pobres, los analfabetos y las mujeres. Hoy nos avergonzamos cuando tenemos que decir a nuestros hijos que sus abuelas no podían votar. Mañana nos avergonzaremos cuando tengamos que decir a nuestros bisnietos que en el siglo XXI los niños y los adolescentes no tenían acceso al voto y por tanto a las decisiones que afectaban a su futuro.
Extender de algún modo el voto a los niños significa desplazar el eje de la política hacia el futuro, que es la verdadera y tal vez la única solución para los enormes problemas del planeta creados por unos adultos que nos hemos comportado como “niños”. Ciertamente, también hay muchas razones para evitar esta ampliación, algunas de ellas serias e importantes (como el dictado constitucional…). Si volvemos a leer las razones que muchos aducían contra la participación electoral de los analfabetos y de las mujeres, encontraremos argumentos que en su tiempo parecían convincentes e indiscutibles. Sin embargo, alguien logró encontrar una razón distinta para ampliar el derecho al voto. Tal vez podamos hoy encontrar una buena razón para que los niños se conviertan en verdaderos ciudadanos.
La Biblia se toma muy en serio a los niños. David, Jeremías y Samuel recibieron su vocación de chicos. Jesús con doce años enseñaba a los doctores en el templo y ellos (quizá) entendían que un chico de doce años tenía cosas importantes y esenciales que decir. Nuestros muchachos nos están diciendo cosas esenciales, las cosas más importantes desde hace décadas. Estaremos a su altura si los incluimos plenamente en esa ciudadanía que se están ganando sobre el terreno.