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La piel de la serpiente, no.

Editorial – Contra la reducción de la fe a ética y técnica.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/08/2019

La relación entre la salud física y la espiritualidad es compleja y ambivalente. Las religiones siempre se han ocupado de la persona entera. Mientras hablaban de la salvación del alma también se preocupaban por la del cuerpo. Los profetas y, después, Jesucristo anunciaban otro Reino, pero mientras lo hacían cuidaban a los enfermos, curaban a los leprosos, resucitaban a los muertos y daban de comer a los pobres. La piedad popular, sobre todo en los países latinos, es una historia maravillosa de santas y santos amadísimos por el pueblo, entre otras cosas, porque curaban, libraban de la peste, los terremotos y las enfermedades, y protegían a los niños y a los animales domésticos.

Pedir gracias, curaciones y milagros es una actitud muy arraigada en la experiencia ordinaria de fe de muchas personas, que no puede ni debe clasificarse simplemente como un vestigio premoderno. Pocos actos humanos más verdaderos hay bajo el sol que la plegaria de una madre delante del tabernáculo o a los pies de la estatua de un santo implorando la curación de un hijo. Las religiones contienen la promesa de vencer la muerte – quizá solo “al final”, pero vencerla –. Así debe ser. Cada religión lo promete a su manera, pero la idea misma de religión exige un horizonte de vida más amplio que el ciclo natural de cada individuo. Hoy, además, los estudios muestran una amplia evidencia empírica de una mayor longevidad y un mayor bienestar psicofísico en las personas que profesan una fe y realizan prácticas religiosas.

Pero alrededor de esta evidencia se acumulan densos nubarrones. La religión judeocristiana ha generado una cultura de la vida porque ha aprendido a llamar por su nombre a la enfermedad y la muerte. Nos ha enseñado a vivir porque nos ha enseñado a morir. Yo he tenido el don de acompañar a mis abuelos en su muerte, y ese acompañamiento silencioso me ha enseñado a vivir mejor mi vida. Si tengo el don de acompañar también a mis padres, que son hijos de la misma cultura milenaria, sé que saldré del trance siendo mejor persona y amando más la vida. Sin embargo, mi generación ha olvidado el arte de morir y de envejecer. Y por este olvido inédito y extraordinario se están infiltrando los antiguos cultos de la inmortalidad y la eterna juventud.

Si la religión se reduce a una técnica o a una ética para vivir más y mejor, pierde su dimensión más profunda y más típica – la gratuidad – y regresa a los cultos paganos e idolátricos naturales de los que el humanismo bíblico ha intentado con todas sus fuerzas distinguirse y separarse. La religión puede mejorar la calidad (y tal vez la cantidad) de la vida si es gracia y don libre. En cambio, si se convierte primariamente en un instrumento para alejar la muerte y las enfermedades, puede que funcione, pero no nos hará entrega de su regalo más precioso: el sentido y el sabor de la vida. Cuando se abandona este horizonte de gratuidad, la fe vuelve a ser un asunto mercantil entre los hombres y un dios que se convierte en el primer homo oeconomicus de una religión transformada en cueva de ladrones.

La experiencia religiosa auténtica da profundidad espiritual a los años que vivimos ahora y que viviremos mañana. No nos ofrece garantía alguna de que vayamos a vivir más o con una salud mejor, pero sí que nos permite vivir días en los que podemos agujerear el techo de la casa y rozar el infinito. La fe auténtica alarga y ensancha la vida porque hace más profundos y anchos los días que vivimos, no porque aumente su número. La vida eterna está en la calidad de los días, no en su cantidad.

La fe judeocristiana nos dice que los hombres no son Dios porque son mortales. Pero, dado que la religión nos da acceso a una relación verdadera con el Dios inmortal, el deseo eterno del hombre es robar a Dios su inmortalidad.

Sabemos que en los deseos se esconden también las tentaciones; y cuanto mayores son los deseos, mayores son las tentaciones. La serpiente siempre se cuela por el hueco entre los deseos más verdaderos. Las falsas promesas de eterna juventud nos seducen porque en nosotros hay un deseo verdadero de eternidad: estamos hechos para la eternidad y por eso la buscamos incluso donde no está. En el relato del Edén del libro del Génesis se nombran dos árboles especiales: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Al hombre y a la mujer solo se les prohíbe que coman del segundo árbol, pero después de la transgresión Dios exclama: «Cuidado no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre» (Génesis 3,22). Y los expulsa del Edén. De este modo comienza la historia humana. La mortalidad es la condición humana, como nos narra también el antiquísimo mito sumerio de Gilgamesh: este héroe encuentra en el fondo del abismo la planta de la eterna juventud, y mientras la transporta para llevársela a los viejos de la ciudad, una serpiente se la come y la planta muere pero renueva la piel de la serpiente. El humanismo judeocristiano, al revelarnos un Dios vivo, el Dios de los vivos, nos dice que solo somos eternos en el momento presente, cuando en la oración verdadera vivimos el infinito dentro de la finitud de la vida ordinaria.

En cambio, si una fe, a través de sus representantes-gurús, comienza a prometernos elixires de eterna juventud, es que hemos vuelto a los ríos de Babilonia y a las alturas cananeas a celebrar los cultos a los dioses de la fertilidad y la juventud y pronto el sacrificio de vírgenes y niños. Esto ya está ocurriendo. Una nueva era de cultos paganos está floreciendo a nuestro alrededor. Decenas de miles de seguidores de nuevas sectas y comunidades se reúnen alrededor de curanderos y médicos “alternativos” que, como hace tres mil años, prometen nuevos “árboles de la vida” a aquellos que prueben sus plantas especiales e inmortales. Life 120 es solo una de estas nuevas “religiones” de la salud y la promesa de una vida (casi) eterna, que están destinadas a multiplicarse en un futuro inminente. No está lejos el escenario, temido por el futurólogo Yuval N. Harari (en su best seller Homo deus), de un mundo donde la verdadera y radical desigualdad ya no se jugará en el plano de los bienes materiales y la riqueza, sino en la diferente duración de la vida. Unos pocos supermillonarios tendrán la posibilidad de vivir 150 o 200 años, sustituyendo los órganos vitales varias veces en la vida. Tener una esperanza de vida de dos siglos al nacer puede ser un sucedáneo creíble de la vida eterna. Los ricos ya viven más que nosotros por término medio, y el dinero siempre ha sido una forma eficaz de vencer la muerte o alejarla.

Pero nunca antes la promesa de una vida (casi) eterna se había convertido en una nueva oportunidad para construir nuevas religiones sin dios; nuevas religiones ateas que alimentan y alimentarán negocios inmensos, porque ante la posibilidad de vencer la muerte no se repara en gastos. No olvidemos el antiguo mito de “vender el alma al diablo” por promesas parecidas a esta. Pero la planta de la eterna juventud solo renueva la piel de la serpiente, del dios dinero y de sus “sacerdotes”. Es impresionante la cifra de ventas de estas nuevas “sectas de la salud”, que realizan pingües negocios prometiendo el antiguo elixir a gente que ha perdido toda capacidad de distinguir las promesas de los timos. Pueblos que han perdido el sentido sencillo y verdadero de la fe creen a cualquier feriante de paso que simula y agita símbolos con ánimo de lucro o de votos. Esta es otra señal fuerte de la naturaleza idolátrica de nuestro capitalismo postmoderno, que engorda primero destruyendo la fe tradicional y luego sustituyéndola por una religión con ánimo de lucro. Son nuevas “destrucciones creadoras” que, a diferencia de las teorizadas por Schumpeter para los mercados, no desempeñan ninguna función positiva para la civilización, sino que nos devuelven a la cultura idolátrica arcaica de la que el humanismo bíblico nos había liberado. Es la idolatría y no el ateísmo la nota dominante del siglo XXI. Los ateos se parecen mucho más a los creyentes; los verdaderamente lejanos son los “crédulos”.

Occidente envejece. Vemos decaer nuestro cuerpo y el de los demás. Hemos olvidado llamar por su nombre al ángel de la muerte. De este modo, cada vez es más fuerte la tentación de creer en nuevos falsos profetas que nos prometen su tierra prometida. Hemos querido liberarnos a toda costa del Dios judeocristiano y hoy, en el crepúsculo de los dioses serios, nos encontramos con una tierra poblada de estúpidos fetiches, de los que día tras día nos hacemos perfectos devotos. Solo una nueva época de espiritualidad verdadera y seria nos podrá salvar.

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