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Ese poco es lo que vale

Oikonomia/2 – Las cosas no son Dios, pero pueden contener sus signos y mensajes.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 19/01/2020

«El capitalismo no es, en primer lugar, un sistema económico de distribución de la posesión, sino un sistema conjunto de cultura y de vida»

Max Scheler, El futuro del capitalismo.

El conocimiento del pensamiento económico de Karl Marx sigue siendo imprescindible para cualquiera que se proponga indagar en la naturaleza sacral de nuestro capitalismo. Sus preguntas – no tanto sus respuestas – siguen siendo capaces de abrir claros profundos en la economía de nuestro tiempo, por los que podemos entrever altos horizontes todavía poco explorados. Hace treinta años, cuando cayó el comunismo real, se pensó que también Marx caería, como si un autor no fuera excedente con respecto a la traducción histórica de su propio pensamiento. Tanto Walter Benjamin como Marx, en su análisis de la religión capitalista, atribuyen un papel central a los productos, a las mercancías. Marx, en “El Capital”, sitúa al comienzo de su razonamiento el tema del carácter fetichista de las mercancías, que es uno de los pilares metodológicos de su crítica. Habla de carácter fetichista, o sea de la mercancía como fetiche

El fetiche es un elemento del mundo sagrado, típico de los estadios originarios y primitivos de la religiosidad humana. Es un objeto inanimado, al que las comunidades y las personas atribuyen propiedades mágicas o sobrenaturales. La palabra portuguesa feitiço era usada por los navegantes modernos para señalar los amuletos y totems que encontraban en los pueblos africanos. Más tarde se extendió parcialmente a los objetos religiosos de tipo sagrado, a las imágenes de fuerzas sobrenaturales. Cuando Marx recurre a esta expresión para caracterizar las mercancías en el capitalismo, su referencia a la religión es muy explícita e intencionada. Escribe: «Para encontrar una analogía, debemos volar a la región neblinosa del mundo religioso. Allí, los productos de la mente humana parecen figuras independientes, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Esto mismo ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto yo lo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo en cuanto son producidos como mercancías, y que es inseparable de la producción de mercancías». (El capital, Libro 1). Como afirma en una nota, citando al economista italiano Ferdinando Galiani, «el valor es una relación entre personas, oculta bajo la envoltura de una relación entre mercancías».

Para Marx las mercancías son fetiches porque son realidades inanimadas que remiten a algo vivo: a las relaciones entre personas. En los sistemas de producción antiguos resultaba inmediato vincular la mercancía con su productor. Sin embargo, en el sistema capitalista atribuimos a las mercancías una existencia autónoma, casi mágica o arcana. De ahí la definición de mercancía dada por Marx: «A primera vista, una mercancía parece algo trivial, obvio, pero su análisis pone de manifiesto que es una cosa muy extraña, llena de sutilezas metafísicas y filigranas teológicas. … En el momento en que se presenta como mercancía, la mesa se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible. No solo se apoya con las patas en el suelo, sino que, ante todas las demás mercancías, se presenta patas arriba, y de su cabeza de madera salen caprichos más extravagantes que si se pusiera espontáneamente a bailar». Las mercancías adquieren existencia propia con respecto a los hombres y a las mujeres que las producen (y a las máquinas y a los robots): esto es a lo que Marx llama arcano. Además, para Marx, es evidente que este poder religioso solo se activa en el capitalismo: «Tan pronto como nos refugiamos en otras formas de producción, inmediatamente desaparece todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y el encantamiento que rodean de niebla a los productos del trabajo sobre la base de la producción de mercancías». Misticismo, encantamiento y magia.

En realidad, si concedemos importancia a la imagen fuerte de la mercancía como fetiche, inmediatamente nos daremos cuenta de que el nombre más adecuado para el capitalismo sería el de idolatría, puesto que los fetiches son los habitantes típicos del ambiente sagrado de los cultos idolátricos, no de las religiones, y mucho menos de la judeo-cristiana. Pero ¿qué es la idolatría? ¿por qué la Biblia ha combatido tanto contra ella? y ¿por qué los profetas, sobre todo, la han considerado como su principal enemiga (junto con los falsos profetas)? Porque detrás de su batalla teológica hay otra antropológica: cada vez que un hombre comienza a adorar un objeto, se hace menos hombre. Cuando alguien intenta representar a Dios a través de objetos o imágenes, nunca puede igualar la única imagen verdadera y lícita de Dios en la tierra: el hombre y la mujer, creados “a su imagen”. Todas las demás imágenes de la divinidad son garabatos teológicos y antropológicos. Así pues, detrás de la lucha anti-idolátrica hay un gran humanismo.

Esta misma batalla ha llevado a la Biblia a criticar radicalmente todas las presencias “naturales” de Dios en el mundo, llegando a borrar de sus relatos hasta las huellas de ritos religiosos agrícolas, tales como los cantos de luto por la última gavilla o por el último racimo de uva, donde los campesinos, llorando, les pedían perdón por tener que “matarlos”, y les suplicaban que “resucitaran” en la nueva estación. En algunas culturas se inhumaba la última gavilla, se recitaba el credo y se esperaba su “resurrección”. No debemos olvidar que las primeras intuiciones acerca de una posible continuidad de la vida después de la muerte natural, las aprendieron los seres humanos del ciclo de muerte y resurrección de los campos. No es casualidad que muchos padres de la Iglesia y muchos obispos siguieran recitando estas oraciones naturales y agrícolas, entrelazadas con las cristianas. En un Paternoster alemán del siglo XIII, citado por Ernesto de Martino, se lee que Cristo fue «sembrado por el Creador, germinó, maduró, fue segado, atado en una gavilla, transportado a la era, trillado, cribado, molido, encerrado en el horno y después de tres días fue sacado y comido como pan». No será teología perfecta, pero es un Padre Nuestro tan espléndido y verdadero como nuestra pobre gente campesina.

Aún recuerdo que, cuando era niño, mis bisabuelos recitaban improbables oraciones mezclando el latín, el dialecto y el italiano, durante el tiempo de la cosecha o en los lutos. No conocían el dogma trinitario y tenían ideas muy vagas sobre la diferencia ontológica entre Jesús y la Virgen. Cuando comulgaban, no sabía nada de la “sustancia” ni de los “accidentes”. Pero sabían que el pan era pan, y que, por eso mismo, ya era sagrado, puesto que de él dependían la vida y la muerte. Entendían que el pan de la Misa era distinto; por eso se acercaban a la comunión con una solemnidad y una densidad teológica que yo pido encontrar algún día, aunque sea el último. Ciertamente, siempre habrá teólogos y escribas capaces de realizar finos razonamientos y justificaciones en base a documentos del magisterio para condenar los cantos de luto de la gavilla y las oraciones de mis abuelos, para separarse de aquel mundo de ignorancia y fetiches. Pero si hay un paraíso – y debe haberlo y los pobres deben habitarlo – junto a los salmos de los ángeles encontraremos también los cantos de la vendimia y la cosecha, embadurnados de carne y de sangre, y por tanto más verdaderos que muchos cantos polifónicos cantados sin pobres y sin dolor.

La misma Biblia, a la vez que combate duramente los ritos y los símbolos astrales y de la fertilidad, en sus páginas poéticas y sapienciales nos regala palabras maravillosas sobre la luna, las estrellas, los cielos “que narran la gloria de Dios”, la belleza de los animales (Job), el eros y la vida (Cantar). El hombre bíblico ve a Dios (sin verlo), lo siente en el templo, lo escucha en los profetas, lo ve y lo siente en el hombre y en la mujer, pero también lo ve y lo siente en la “nube”, en la “columna de fuego”, en el fuego de Elías y “en la brisa ligera del silencio”. Para afirmar su verdadera diversidad en un mundo dominado por una religión natural, la Biblia ha tenido que absolutizar su crítica a la dimensión religiosa de las cosas, a la naturaleza, a los árboles y a la creación. Pero nunca la ha eliminado, porque era verdadera. Creo que un profeta bíblico habría comprendido sin dificultad la frase que Ismael dice hablando de su compañero idólatra Queequeg, en Moby Dick, la obra maestra (teológica también) de Melville: «¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? Pero ¿qué es adoración? ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra – incluidos todos los paganos – puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Entonces ¿qué es adoración?». No sería posible ningún diálogo verdadero con el mundo de las religiones animistas ni con el hinduismo si no pensáramos algo parecido a lo que dice Ismael.

El catolicismo ha desarrollado y cultivado, no por casualidad ni por equivocación, una visión sacramental de la realidad, donde las “cosas” pueden contener signos y mensajes que dicen algo sobre Dios, sin ser Dios. La encarnación ha dado sustancia espiritual a la historia, y por tanto a sus cosas, al trabajo humano, a sus obras. El joven árbol del bosque de Jerusalén, trabajado por un carpintero de patíbulos, no podía saberlo, pero entró con sus clavos en el seno de la Trinidad para siempre. Si no fueran dramáticas, nos harían sonreír las imágenes de grandes defensores de la fe auténtica que vemos hoy arremetiendo contra la idolatría (véase el Sínodo sobre la Amazonia) con ocasión de los sincretismos que los pobres siempre han tenido, sin que nunca les haya molestado la idolatría del capitalismo, que generalmente suelen aplaudir. En realidad, la del capitalismo está mucho más cerca, en el espíritu, de la idolatría que la Biblia combate. A diferencia de los ritos campesinos de nuestros antepasados, que sentían la presencia verdadera del mismo Dios en las cosas, bajo las mercancías de nuestro consumismo está el mismo hevel (nada) de los ídolos espantapájaros criticados por Jeremías.

En el mundo de la pobreza, dentro de las cosas – el pan, el trigo, el vino, las plantas, los escasos objetos – se puede sentir lo sagrado, entre otras cosas, porque la vida y la muerte discurren a través de esas pocas cosas. Nuestro capitalismo multiplica hasta el infinito las cosas, pero no multiplica su valor. Si tengo un solo traje bueno, una sola pluma buena, una sola bicicleta o un solo juguete, y estos se convierten en dos, tres o diez, el valor del primer traje y de la primera pluma no aumenta, sino que se divide y se reduce cada vez más, hasta desaparecer si el número (denominador) es infinito. El traje bueno tiene un valor infinito precisamente porque es el único. Por eso se arregla, se guarda, se cuida y no es de “usar y tirar”. En la pobreza, las cosas tienen un gran valor, y la primera pobreza de la abundancia es la desaparición del valor de los bienes que tenemos, convertidos en mercancías. Cuando la vida nos ocupa todas las energías vitales para sobrevivir nosotros y nuestros hijos, a menudo también sabemos rezar. Y cuando rezamos solo usamos unas pocas oraciones que recordamos y que nos gustan porque nos las enseñó un padre o una abuela, certificando la verdad de esas palabras no con la teología sino con su carne entregada. En las pobrezas, también las oraciones escasean. Ninguna oración cristiana supera el único grito inarticulado en la altísima pobreza del Gólgota.

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