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El cuclillo no tiene hermanos

Oikonomia/1 – Evidencias y preguntas sobre el espíritu del capitalismo y sus relaciones parasitarias

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 12/01/2020

«Si quisiéramos definir la civilización humana con una expresión preñada de significado, podríamos decir que es la potencia formal de incluir en el “valor” lo que en la naturaleza corre hacia la “muerte”»

Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico

Comienza una nueva serie de artículos sobra la relación entre capitalismo y religión, entre cristianismo y oikonomia. ¿Qué parte de los valores cristianos ha entrado en el capitalismo actual? y ¿el cristianismo es solo su nido?

El siglo XX nos ha dejado en herencia un rico y duro debate sobre el capitalismo. Es algo más que un debate intelectual o académico. Es carne y sangre, vida y muerte, paraíso e infierno. El capitalismo siempre ha tenido muchos críticos, pero lo cierto es que ha mostrado una sorprendente capacidad de adaptación al cambio según las condiciones del contexto. Ha sabido cambiar de forma absorbiendo las instancias de sus críticos. Como cualquier gran imperio, se ha hecho más grande y fuerte englobando a los enemigos dentro de sus propias tropas y de su propia cultura. Ha cambiado hasta tal punto que hoy la palabra misma “capitalismo” ha perdido fuerza - la sigo usando a falta de otras mejores. Pero, durante estos últimos años, algunos cambios globales, dramáticos y repentinos han complicado el escenario a la vez que han reducido y simplificado fuertemente los debates acerca de la valoración ética de este capitalismo. Es muy evidente que el capitalismo no ha cumplido sus promesas de progreso y bienestar en lo relativo a algunas variables fundamentales de la vida individual y social. El estado de salud de los bienes comunes, de los bienes relacionales y de la tierra nos dice clara y palmariamente que existe una incompatibilidad radical entre su protección y la lógica capitalista. Desde este punto de vista, cada vez más decisivo, no está aumentando ni la riqueza de las naciones ni la felicidad pública. Sobre esto ya no hay nada que debatir seriamente. Sencillamente debemos cambiar de lógica, necesitamos nuevos paradigmas, y sobre todo debemos darnos prisa: el tiempo se ha acabado o estamos en plena “zona Cesarini” del planeta y de las comunidades humanas. 

El capitalismo ha conocido valoraciones muy distintas dentro de las iglesias cristianas y del catolicismo. La presunta naturaleza cristiana del espíritu del capitalismo ha sido (y es) un tema constante. Que el capitalismo es de algún modo “cristiano” resulta tautológico, puesto que nació en Europa, y hasta hace unas cuantas décadas decir Europa significaba esencialmente decir cristianismo. Desde este punto de vista, la modernidad y la ilustración fueron “cristianas”, al igual que los fascismos y el comunismo. Pero cuando decimos esto, no estamos diciendo nada. No resulta de mucha ayuda, parafraseando el célebre comienzo de la “teología política” de Carl Schmitt (1922), afirmar que los conceptos más grávidos de significado de la economía moderna son conceptos teológicos secularizados. Lo más interesante comienza cuando nos planteamos preguntas “segundas”: ¿qué parte del cristianismo ha entrado en el capitalismo? ¿qué se ha quedado fuera? ¿cómo ha entrado? La nueva serie de artículos que comenzamos hoy es un intento de responder a estas (y a otras) preguntas. Pero antes deberíamos tomar conciencia de que la historia de la relación entre el cristianismo y la economía es verdaderamente compleja, probablemente más compleja que la que nos han contado quienes han escrito hasta ahora sobre el tema. En primer lugar, esto es debido a que las categorías teológicas (cristianas y bíblicas) que la modernidad transformó, secularizándolas, en categorías económicas, recibieron a su vez la influencia de otras categorías económicas. La teología que inspiró la economía fue antes inspirada por la economía. Trabajando estos años sobre economía, Biblia y teología, hemos descubierto entramados improbables e imprevistos entre estos ámbitos de la vida. Con un notable estupor inicial, afirmábamos varias veces que el primer homo oeconomicus fue el l’homo religiosus. El “do ut des”, antes de convertirse en la regla de oro del comercio, fue la férrea ley de los sacrificios ofrecidos a los dioses: “Aquí está mi mantequilla, ¿dónde están tus favores?” leemos en el ritual brahmánico de las ofrendas en el templo. Muchas categorías sobre las que se fue fundando poco a poco, en la modernidad, la ciencia económica – tales como el precio, el intercambio, el valor, las deudas, los créditos, el mérito, el orden, el don, los tributos, los premios y la misma oikonomia – fueron heredadas de la religión y del humanismo medieval judeocristiano. Pero si excavamos más profundamente, nos daremos cuenta de que estas mismas categorías teológico-religiosas se formaron a su vez en un intercambio constante con la vida económica de las comunidades. En las sociedades antiguas se ponían monedas en los sarcófagos para acompañar a los muertos en el pago del precio de la entrada al más allá, o se aplicaba el lenguaje económico a las culpas, a las deudas y a las penitencias. La misma Biblia hebrea y después los evangelios y Pablo hicieron un abundante uso del lenguaje y de las imágenes de la economía para hablar de la fe. Se trata de una contaminación recíproca, donde no es fácil comprender quién ha influido en quién, ni cuál ha sido la dirección del nexo causal.

La tesis más probable es que, con la revolución agrícola, el comercio y la religión se desarrollaron juntos, y que el matrimonio entre el ámbito económico y el sagrado se produjo naturalmente al alba de las grandes civilizaciones. Las monedas nacieron y se desarrollaron alrededor de los templos, puesto que se usaban para medir sacrificios, culpas y méritos. Desde ahí, su uso se extendió poco a poco al ámbito económico profano. La palabra latina pecus (rebaño), de la que deriva pecunia, indicaba en primer lugar las cabezas de animales ofrecidas en sacrificio, contadas y contabilizadas en las relaciones comerciales con la divinidad. El contexto sagrado ofrecía la necesaria confianza-fe para que las monedas pudieran seguir su curso. El primer lugar donde se valoraron “cosas” – animales y plantas – destinadas por naturaleza a la muerte, fue el altar. El hecho de presentarlos como ofrenda ritual los exoneraba de la suerte corriente de los mortales. Volviendo a la relación entre cristianismo y capitalismo, deberíamos tener muy presente que la ética económica que impregnó la christianitas medieval se parecía mucho más a la cultura económica del Imperio Romano tardío que a los principios económicos de los evangelios. Veremos que la operación que está realizando hoy el capitalismo con el cristianismo (ocupar su lugar), es la misma que realizó el cristianismo con la religión y la ética de los romanos a partir del siglo IV-V. La única diferencia es que en esta segunda sustitución no ha habido siglos de persecución y martirio: el Constantino del capitalismo fue Nerón o Herodes, porque fue acogido con entusiasmo desde su primera aparición. De este modo, las preguntas se complican: ¿qué ética económica cristiana ha penetrado (suponiendo que lo haya hecho) en el capitalismo moderno? ¿Ha penetrado más Cicerón o el Evangelio, la ética histórica de las virtudes o la de las bienaventuranzas?

En nuestra investigación no partiremos de Max Weber ni de Amintore Fanfani ni de Giuseppe Toniolo, sino de un filósofo alemán, Walter Benjamin, al que hemos conocido y al que nos hemos acercado varias veces durante estos años de exploración. En un breve pero profético texto - “El capitalismo como religión” (1921) - Benjamin, a diferencia de Schmitt, no habla de “secularización” de las categorías teológicas con respecto al capitalismo, sino de una nueva religión: «En Occidente, el capitalismo se ha desarrollado de forma parasitaria sobre el cristianismo… En la época de la Reforma, el cristianismo no se limitó a facilitar el surgimiento del capitalismo, sino que se transformó en capitalismo». Aquí encontramos dos conceptos-imágenes que están en tensión. Por una parte, Benjamin afirma que el capitalismo es un parásito del cristianismo; por otra, dice que el cristianismo, como en una metamorfosis, se ha convertido en capitalismo. Ambas imágenes son fuertes. Aunque las consideremos solo como una primera aproximación, en todo caso nos obligarán a realizar ejercicios que podrían revelarse fructíferos. Fructíferos y parciales. Fructíferos por parciales. Ciertamente podríamos decir otras cosas interesantes a partir de la tesis de Weber o de otros autores más “clásicos”. El parásito y la metamorfosis son imágenes extremas y por tanto muy discutibles. Pero, como ocurre muchas veces (no siempre), las metáforas extremas bien usadas pueden mostrar aspectos de la realidad más generativos que las metáforas moderadas.

Por eso damos importancia a la tesis de Benjamin, pero prefiriendo la metáfora del parásito a la de la metamorfosis. Por la biología sabemos que la metamorfosis consiste en la transformación que sufre un mismo insecto (u organismo) cuando pasa de la fase larval a la adulta. El gusano se convierte en mariposa porque el proceso está inscrito en el ciclo vital del insecto. En cambio, el parasitismo es un fenómeno profundamente distinto, que asume, a su vez, muchas formas. El término nació en Grecia para describir algunos comportamientos sociales, como disfrutar de beneficios sin soportar costes, que es lo que hacían los aprovechados que se colaban en los banquetes públicos. El parasitismo es muy diferente del mutualismo de la simbiosis. La simbiosis es un “juego de suma positiva”, mientras que el parasitismo es un “juego de suma cero”, una relación discordante, porque el parásito se nutre a costa del huésped, sin reciprocidad de beneficios. Además, el parásito no usa al huésped solo para nutrirse, sino también como un “nicho ecológico” a quien confía una tarea reguladora de sus relaciones con el exterior (el virus no tiene aparato reproductivo). En ciertos casos (llamados parasitoides), la asimetría es radical y la relación termina con la muerte del huésped. A los parásitos les falta inteligencia para comprender que matar el cuerpo que les acoge va en contra de su propio interés. No obstante, durante su evolución, algunos han alargado su ciclo de vida en el huésped: lo matan más lentamente. Ningún gorrón inteligente quiere la muerte de los organizadores de banquetes.

La relación entre capitalismo y cristianismo contiene elementos de todas estas formas de parasitismo, incluido el alargamiento de la vida de su huésped con el fin de seguir nutriéndose de él. Contiene asimismo otros elementos no captados por la metáfora del parásito. Hay aspectos de mutualismo e incluso de filiación. La metáfora del parásito no nos lo muestra todo, pero nos permite descubrir algo nuevo. Entre las múltiples formas posibles de parasitismo, el del cuclillo resulta muy útil como instrumento para indagar en el nexo entre cristianismo y capitalismo. El cuclillo practica el parasitismo de incubación: pone su huevo en el nido de otros pájaros (la curruca capirotada o el carricero, por ejemplo) y el pájaro huésped, sin saberlo, lo incuba a causa del parecido entre el huevo extraño y sus propios huevos. Cuando eclosionan, la cría del cuclillo se deshace de los demás huevos presentes en el nido y se queda como único ocupante. La madre pájaro nutre al pequeño cuclillo como si fuera de su propia prole. Es uno de los muchos errores que utiliza la ley de la vida. El capitalismo-cuclillo puso su huevo en muchos nidos cristianos (católicos, luteranos, calvinistas, anabaptistas…). No los puso en nidos de otras religiones porque habrían sido inmediatamente rechazados. El cristianismo cuidó el huevo capitalista porque se le parecía mucho, y el gran parecido de sus cáscaras engañó a las madres. Lo incubaron y protegieron durante siglos, en el largo tiempo en que todos los huevos parecían iguales. Solo recientemente, en el tiempo de la eclosión, ese pájaro distinto y más gordo ha empezado a expulsar del nido a sus hermanastros pajarillos. Pero, como ocurre en la naturaleza, la madre, que se encuentra con un único hijo, lo nutre desconocedora de la sustitución y del enredo. La vida es más grande, y transforma en valor lo que debería morir. No es hijo de la curruca, pero es hijo del mismo bosque.

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