Oikonomia/3 – Ricos y pobres: así es como el cristianismo se apropió de la ética romana posible.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 26/01/2020.
«Creen que possen, cuando son poseidos, no dueños del dinero, sino vendidos a él»
Cipriano, De lapsis
¿Cuánto han influido los evangelios en la ética económica europea? No mucho. Y el papel de San Agustín fue decisivo.
El capitalismo está haciendo con el cristianismo algo parecido a lo que el cristianismo hizo con el imperio romano, cuando, a partir del siglo IV, sustituyó su cultura y su religión, nutriéndose de ellas. Si estamos de acuerdo con Walter Benjamin y decimos que el capitalismo ha crecido como “parásito” del cristianismo, también deberíamos decir que, muchos siglos antes, el cristianismo creció como parásito del mundo romano, en el sentido que veremos, poniendo su huevo en otro nido.
Empecemos con una pregunta: ¿cuánto de la visión económica de los Evangelios y del Nuevo Testamento entró en la christianitas medieval y por tanto en el ethos de Occidente? La ética económica del Nuevo Testamento no resulta sencilla de entender, porque nunca ha sido fácil mantener juntas la parábola de los talentos y la del obrero de la última hora, la ética del «buen samaritano» con la del «administrador deshonesto» donde aparece – única vez en los Evangelios – la palabra oikonomia. Jesús llamaba “felices” a los pobres, pero él mismo no era “técnicamente” un pobre, y tampoco excluía a los ricos (Mateo, Zaqueo, José de Arimatea …). Algunas palabras sobre los bienes y las riquezas han ocupado desde el principio un lugar especial. La primera es el relato del «hombre rico» (conocido como «joven rico»), donde Jesús, para responder a su petición de «tener vida eterna», le indica la «única cosa» que le falta: «Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres; después ven y sígueme». Entonces, ante su rechazo, formula una de sus frases “económicas” más célebres: la del rico, el camello y el ojo de una aguja (Marcos 10,18-22). Esta visión crítica de la riqueza enlaza con la gran tradición profética bíblica (Amós, Isaías), con Job y con el Qohélet. Al mismo tiempo, debemos tener presente que la crítica a la riqueza contrasta con otra alma, también muy presente en la Biblia, que lee los bienes como bendición de Dios y como señal de que las personas son justas (por ejemplo, Abrahám y los patriarcas).
Otro gran lugar “económico” del Nuevo Testamento es el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles, donde se describe la comunión de bienes de los cristianos de Jerusalén: «La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. No llamaban propia a ninguan de sus posesiones, antes lo tenían todo en común» (4,32). Aquí, en la comunión, encontramos la distinción entre uso y propiedad de los bienes, que siglos después se haría central con el movimiento franciscano. Pero hay que notar una diferencia importante entre la visión de la pobreza/riqueza que emerge del episodio del joven rico del Evangelio y la que presentan los Hechos. En el Evangelio, el convertido a la buena noticia daba sus bienes a los pobres y entraba en la comunidad cristiana como pobre (por elección). En la comunidad de Jerusalén, en cambio, «no había indigentes, pues los que poseían campos o casas los vendían, llevaban el precio de la venta y lo depositaban a los pies de los apóstoles. A cada uno se le repartía según su necesidad» (4,34-35). Aquí los bienes no se daban a los pobres, sino que el énfasis se ponía en la redistribución dentro de la comunidad. Más que la pobreza en sí, en el corazón de la Iglesia estaba la comunión intracomunitaria, porque el ideal era que no hubiera “ningún indigente” entre los fieles.
Luego están las cartas de Pablo. En ellas se atribuye un espacio importante a la “colecta” para ayudar a “los santos” (bellísima expresión) de la Iglesia de Jerusalén. Su pensamiento se concentra en el concepto de igualdad: «No se trata de aliviar a otros pasando vosotros apuros, sino de lograr la igualdad. Que vuestra abundancia remedie por ahora su escasez ... Así habrá igualdad» (2 Corintios 8,13-14). Seguimos en la misma línea de los Hechos: el centro no es la pobreza sino la comunión de bienes. Así pues, al Nuevo Testamento, a excepción de la (fundamental) página de las Bienaventuranzas, más que la pobreza, le interesa la actitud con respecto a la riqueza. Si acudimos a la literatura de los Padres de la Iglesia, con frecuencia encontramos esta doble enseñanza con respecto a la riqueza: liberarse de los bienes es una precondición personal para comenzar una vida nueva donde los verdaderos bienes son otros (hay que desocupar los graneros para acoger el grano nuevo), pero la misma riqueza también es necesaria para poder reducir la pobreza en la comunidad. Escribía Clemente Alejandrino: «El Señor aprueba el uso de las riquezas, hasta tal punto que manda la comunión de bienes» (Quis dives salvetur).
Con el final de la etapa primitiva y carismática de la Iglesia, la difusión del cristianismo determinó de forma natural la creciente llegada de personas pudientes a las comunidades. Fue significativo un episodio acontecido en Roma entre los años 404 y 405 (Vita Melaniae). Dos jóvenes esposos cristianos, Valerio Piniano y Melania la Joven, tenían un gran patrimonio. Atraídos por una vida ascética, comenzaron a deshacerse de su enorme riqueza para vivir una vida de pobreza, primero en Sicilia y después en Jerusalén, imitando la vida pobre de los primeros cristianos. Los esposos vendieron sus propiedades y liberaron a 8.000 esclavos. Sin embargo, los esclavos protestaron y se revolvieron contra esta decisión, porque se quedaron sin protección alguna, y muchas tierras resultaron abandonadas. Este episodio contribuyó al debate sobre la pobreza y la riqueza, en el que participaron muchos teólogos de los siglos IV y V. Después del Edicto de Milán, el cristianismo comenzó poco a poco a ocupar en las masas el lugar de la religión romana. Hacía falta algo nuevo. Y Agustín lo proporcionó.
De regreso a África, a Agustín le importaban mucho la unidad del pueblo cristiano, y por eso se vio obligado a mantener una «cierta reticencia en sus relaciones con los ricos» (Peter Brown), ciertamente mayor que la de Paulino de Nola, Jerónimo o Ambrosio. Con Agustín se acentuó la lectura moral de las parábolas y de los episodios “económicos” de Jesús, que ya estaba presente en los primeros Padres, y las riquezas de las que deshacerse pasaron a ser las malas pasiones. La riqueza era buena en sí misma, pero estaba sujeta, como todos los bienes, a la corrupción. A Agustín le interesaba sobre todo la concordia, la filantropía, la limosna, el orden y el amor civicus romano. De este modo, recuperó, casi en su totalidad, la ética económica romana clásica, incluida la idea de que los ricos eran necesarios para la gestión del poder y el buen gobierno. Pelagio, un “herético” contra el que Agustín emprendió una durísima batalla teológica, complicó mucho las cosas. Si bien el centro de la gran polémica era el tema de la gracia y la salvación, Pelagio y sus seguidores desarrollaron, debido entre otras cosas a la influencia de la filosofía estoica, una visión negativa radical con respecto a la riqueza, que arraigó particularmente en las élites romanas. Una consecuencia de la teología pelagiana de la salvación por las obras era que los ricos, para salvarse, debían renunciar a todos sus haberes (como Piniano e Melania), e intentar pasar por el ojo de la aguja: «Un rico que siga en posesión de sus riqueza no puede entrar en el Reino» (De divitiis). La renuncia voluntaria a la riqueza era la obra que salva. Y a continuación añadía, claramente en polémica con Agustín: «Y no le puede beneficiar en nada, para asegurarle la salvación, usar sus riquezas como limosna». Los pelagianos intentaron realizar también un análisis de la morfología y del origen de la riqueza, llegando a conclusiones muy fuertes: «Difícilmente puede adquirirse la riqueza sin alguna injusticia» (De divitiis).
La batalla teológica la ganó Agustín, y junto a la teología de Pelagio fue derrotada también su visión de la riqueza: «Si los ricos son virtuosos, que estén tranquilos: cuando llegue el último día, se encontrarán en el Arca» (Agustín, Sermo Dolbeau). De este modo, el lugar del lema pelagiano «quita a los ricos y no habrá pobres» fue ocupado por el agustiniano «quita la soberbia, y la riqueza no te causará daño» (Sermo 39,4). El camello consiguió pasar porque se amplió mucho el ojo de la aguja. La victoria de Agustín orientó decididamente la moral económica de Europa y por tanto la historia de Occidente.
Llegados a este punto, debemos volver al “parasitismo” con el que comenzamos. Lo que nosotros llamamos visión cristiana de la riqueza y de la pobreza, en gran parte, fue una herencia que el cristianismo recogió del mundo romano. Sobre el uso de las riquezas, el cristianismo medieval (casi) no alteró las formas de la civilización romana. La falta en los Evangelios de una verdadera doctrina popular sobre la riqueza (la que había fue considerada demasiado exigente para convertirse en unviersal) hizo que los teólogos y los padres adoptaran la ética cívica romana preexistente, que se prestaba bien a convertirse en una ética posible para todos, ricos y pobres. Mientras en otras dimensiones de la vida y de la religión, el cristianismo trajo a Europa una gran novedad, la ética económica cristiana nació de un injerto en el árbol romano (y griego) y en su ética privada y pública. Ciertamente influyeron más Cicerón y Séneca que el “joven rico” y la “comunión de bienes”. La asistencia a los pobres, las anonas [impuestos medievales pagados por los propietarios de las tierras], las donaciones y la magnanimidad de los ricos, sobre los que se construyó la cultura de la riqueza y la pobreza en la Edad Media, de hecho ya estaban presentes en el imperio romano tardío. Los cristianos tomaron estas cosas y las cambiaron solo marginalmente, pero no en aspectos decisivos (por ejemplo, la recompensa por la beneficiencia ya no era una estatua en el foro sino el paraíso). Para poder convertirse en una ética posible para todos, la ética económica cristiana tuvo que pagar el precio de hacerse muy romana, de “crecer parasitariamente” sobre la ética del imperio que se estaba disolviendo.
Hay un último aspecto relevante sobre el que volveremos. En paralelo a esta afirmación de una ética de la riqueza posible, conciliadora y moderada, en esos mismos siglos comenzó el gran movimiento del monacato. En aquellos tiempos empezó a extenderse la idea de que la radicalidad exigida en los Evangelios y en los Hechos en cuanto a la renuncia a las riquezas y a la comunión de bienes, podía finalmente convertirse en praxis concreta para los monjes y para los monasterios. A los laicos se les propuso una ética posible para todos. En cambio, en los monasterios era posible ver de nuevo las comunidades carismáticas de los primeros tiempos, la antigua comunión de los pobres, la “unica cosa” que faltaba. Cada vez que, gracias a un carisma, se quiere volver a la radicalidad de los primeros tiempos del cristianismo, se vuelven a vivir estas mismas dinámicas y reaparece la “solución” de la doble vía.
No se entiende la economía occidental medieval, la Reforma ni la economía capitalista moderna sin esta “doble vía” seguida por la ética económica, que, si bien, por una parte, dio vida al inmenso movimiento del monacato y a sus enormes frutos de civilización (y de economía), por otra parte hizo que la ética económica, pública y privada, de la Europa cristiana fuera muy parecida, demasiado, a la que precedió al cristianismo.
¿Cuánto hay de ética romana y cuánto de ética cristiana en el espíritu moderno del capitalismo? ¿Qué Europa habría nacido si en lugar de afirmarse la ética romana lo hubiera hecho la de la comunión de bienes? ¿En qué se habría convertido la economía occidental si el camello no hubiera pasado por un ojo tan ancho?