La piedad popular fue un inmenso ejercicio colectivo de subversión, sobre todo de mujeres. Fue, a su manera, un maravilloso himno a la vida, la respuesta popular a las ideas teológicas erradas.
Luigino Bruni
publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 10/06/2024
«Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los campesinos. Y se puede decir que ahí termina». Esta es una célebre frase de la Introducción de Fontamara de Ignazio Silone, una de las novelas más bellas y más importantes del siglo XX italiano. La palabra “Cafone” (traducida al español como “campesinos”) Silone la usaba con un significado diferente al que se daba comúnmente. Era el nombre de los campesinos de la llanura de Fucino y, en general, el nombre con el que el escritor designaba a los oprimidos y olvidados de la tierra. Una palabra de dolor, cierto, pero jamás usada de manera peyorativa, jamás usada para suscitar vergüenza. Sin embargo, todavía hoy el dolor es motivo de vergüenza, sobre todo en los pobres. Mi familia conoció la pobreza. También la conocieron mis abuelos, y su eco vivo llegó hasta mí. De este eco nacen mis palabras sobre la pobreza, sobre la economía, sobre la teología.
La teología católica de los siglos pasados (los de la Contrareforma) no ayudó a los pobres. El Evangelio los ayudó, y algunas veces también la Iglesia. Pero la que verdaderamente ayudó a los pobres ha sido la piedad popular: las estatuas de la Virgen y de los santos, que para los pobres, y especialmente para las mujeres, eran la única compañía en la desgracia (santos mártires, vírgenes de los dolores…) a las que podían acudir con la seguridad de ser verdaderamente comprendidas. Pero la teología no los ayudó, solamente empeoró sus vidas. La idea no evangélica de un Dios que apreciaba el sufrimiento humano con vistas al paraíso, de un Dios-padre que había incluso querido la crucifixión de su hijo para salvarnos (¿salvarnos de qué?). Los pobres, en cambio, hacían de todo para desclavar a sus hijos de las cruces, y fue así que parieron en su corazón a otro Dios, el de la piedad. La piedad popular fue un inmenso ejercicio colectivo de subversión, sobre todo de mujeres. Fue, a su manera, un maravilloso himno a la vida, la respuesta popular a las ideas teológicas erradas. La piedad popular – la de los peregrinajes, la de las procesiones, la de las oraciones latinas reinventadas...- fue la Contra-Contrareforma popular; fue la respuesta, revolucionaria y mansa, de las mujeres frente a la religión de los teólogos y de su Dios imaginado.
La gente pobre los libros de oraciones no los sabía leer, ni tenía el dinero para comprarlos. Y así, por un jaque mate de la Providencia, que está siempre del lado de los pobres, la gente del pueblo, sobre todo las mujeres, quedaron protegidos por su analfabetismo. La piedad popular fue un gran lugar de libertad femenina, en un mundo que era para ellas una experiencia de servidumbre. En la Iglesia simulaban responder a las jaculatorias latinas de los sacerdotes, pero de sus bocas salían, susurradas, palabras diferentes. Y, sobre todo, lloraban. Rezaban con las lágrimas, con los besos y con las manos: oraciones mudas maravillosas, manos nudosas y consumidas, pero que sabían dar caricias estupendas, y sabían besar las estatuas de los santos, de la Virgen, de los ángeles y de los niños. Las caricias y los besos que esas mujeres en casa no recibían nunca de nadie, en la Iglesia se los daban al infinito a Cristo y a los santos, y nos han salvado verdaderamente. La fe católica, aunque esté muy enferma, sigue viva gracias a estas mujeres que la han humanizado con su piedad, que la salvaron con su transgresión: «En la vida cristiana la piedad coincide no tanto con la ascética ni con la mística, ni siquiera con la devoción o las devociones: coincide con la “Caridad”, que es el Archivo del amor de Dios» (don Giuseppe de Luca).
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA