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Hombre es el nombre del rey

Profecía e historia / 27 – Si los poderosos no pueden ser como todos, se vuelven inhumanos

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 08/12/2019

«¿Cómo pudo el mismo Josías pasar por alto a Jeremías y mandar a los emisarios a Julda? Los sabios respondieron: Porque las mujeres son más compasivas que los hombres, y por eso él confiaba en que sus palabras no serían excesiva-mente duras».

Talmud, Meguilá 14b

El hallazgo de un libro en el templo se convierte en el fundamento para una gran reforma religiosa. Ahí encontramos a la profetisa Julda, que nos recuerda el significado de las mujeres y de la profecía.

Un padre justo y un gran milagro no son garantía de que los hijos vayan a seguir escribiendo una historia justa y buena. Después de Ezequías, el rey bueno y fiel que salvó a Jerusalén por su fe en Dios, en Judá reinaron dos reyes malos, Manasés y Amón (2 Re 21), que volvieron a edificar altares a los dioses extranjeros, recuperando y reactivando los antiguos cultos populares cananeos que no habían llegado a extinguirse entre la gente. Tras el espléndido paréntesis de Ezequías, retorna la idolatría, la antigua enfermedad de Israel y de todos los hombres, constructores infatigables de ídolos a los que adorar. Somos consumidores de muchas cosas, pero, en primer lugar y por encima de todo, somos consumidores de ídolos. 

En el ciclo de la alternancia entre el bien y el mal, después de Amón viene Josías, el nuevo David, tan amado por la Biblia al menos como su antepasado Ezequías: «Cuando Josías subió al trono tenía dieciocho años, y reinó treinta y un años en Jerusalén… Hizo lo que el Señor aprueba» (2 Re 22, 1-2).

Josías se nos presenta como un restaurador del templo. El texto describe sus trabajos con palabras muy parecidas a las que utilizó en el capítulo 12 para las obras de restauración del rey Joás. Nuevamente se funde la plata, recogida por los “guardianes del umbral”, se transforma en monedas y se entrega a los carpinteros y albañiles. La descripción de la obra del templo se cierra con las mismas palabas usadas para la restauración de Joás: «Que no les pidan cuentas del dinero que les entregan, porque se portan con honradez» (22, 7). Las palabras buenas sobre la honradez y la lealtad de los trabajadores no deben callarse nunca, sobre todo si están en la Biblia. Hoy más que nunca necesitamos palabras buenas sobre los trabajadores, bendiciones sobre el trabajo, antes incluso que puestos de trabajo, ya que sin ellas los puestos de trabajo no existen o son malos.

Los trabajos de restauración dan lugar a uno de los acontecimientos más importantes de la Biblia: entre las obras se encuentra un libro. «El sumo sacerdote Jelcías dijo al cronista Safán: He encontrado en el templo el libro de la ley (Sefer ha-Torah)» (22, 8). Se trata de un hallazgo excepcional. No sabemos cuánto hay de histórico en este descubrimiento, puesto que en la literatura de la época era frecuente sustentar una reforma religiosa en el hallazgo de un texto, real o imaginario, que se convertía en mito fundacional de una nueva era. Mucho se ha escrito acerca de este hallazgo. Para algunos historiadores el libro era una primera versión del que hoy conocemos con el nombre de Deuteronomio, o al menos la parte que contiene la Ley de Moisés (Torah). Un albañil, o tal vez un grupo de teólogos, encontró, en el templo o en el mito, un fundamento más antiguo para su fe, y sobre él, un grupo de reformadores, en tiempos de corrupción religiosa, fundó su reforma.

No es raro que una minoría profética, si quiere una reforma radical, base su acción en un elemento más antiguo, ya que en ese elemento antiguo ve algo puro y genuino que con el tiempo se ha contaminado y ha decaído. Unas veces se trata de una tradición olvidada o de palabras del fundador borradas por el tiempo; otras veces es un texto, un libro, una carta o un “evangelio” perdido o considerado apócrifo por la mayoría pero que para los reformadores contiene un mensaje auténtico. En el mundo antiguo, incluida la Biblia, lo más antiguo era también lo más verdadero. En aquella cultura se tenía la convicción de que el comienzo contenía el principio ideal, que en él se encontraba la promesa antes de nuestros compromisos y el pacto antes de nuestras infidelidades. Se tenía la certeza de que, para salir de la crisis del presente, el principal y tal vez único recurso era un pasado distinto, una tierra incontaminada y todavía fértil para generar futuro: «al principio no era así». Es como cuando caemos dentro de un horizonte empequeñecido y oscurecido y sentimos que, para dar nueva vida a nuestra relación, debemos regresar a los días del primer amor, a las palabras distintas capaces de pronunciar una esperanza infinita. Comprendemos que debemos intentar ver el corazón del otro y el nuestro tal y como los conocimos en el primer pacto, y después hacer que el pasado resucite al presente, que parece muerto. No es nostalgia, sino todo lo contrario: en la Biblia se llama memoria. En estos casos no se mira hacia atrás, solo hacia delante. Como Moisés, que desde el monte Nebo no vio Egipto, sino el Jordán. A veces, ese texto antiguo es encontrado verdaderamente dentro de la “restauración” de una obra, emerge como un regalo a partir de un trabajo sobre los fundamentos. Otras veces el libro se “crea”, nace de la escucha del dolor de la gente. La historia puede ser “producida” en el presente por un amor más grande, porque el libro puede ser generado por la carne y la sangre de aquellos que creen que el origen no está perdido para siempre y puede resucitar. Las identidades, individuales y colectivas, siempre son creaciones del presente, incluso cuando parten del pasado.

El rey justo Josías partió del hallazgo de un libro antiguo y reformó el culto: destruyó los altares paganos que poblaban su región, eliminó del templo a los prostitutos sagrados, expulsó a los sacerdotes cananeos y destruyó también el antiguo altar sagrado de Betel (23, 4-14). Además, «Josías profanó el Tofet, en el valle de Ben-Hinón, para que nadie quemase a su hijo o a su hija en honor de Moloc» (23, 10). Toda reforma buena comienza dejando de matar a los niños, dejando de pasarlos por el fuego y de ofrecérselos a los distintos Moloc.

La reforma de Josías fue un momento esencial en la historia de la salvación. Marcó el paso del templo al libro, que se convirtió en centro y “lugar” de la fe. La operación se reveló decisiva para el tiempo del exilio, que pronto llegaría. Israel consiguió sobrevivir setenta años sin templo, porque Josías y su escuela de escribas y sacerdotes trasladaron el eje del templo al libro. La Torah se convirtió en un templo móvil, en una nueva Arca de la Alianza que siguió a la caravana por el mundo y por el tiempo, durante mil diásporas y destrucciones. La destrucción de Josías se convirtió en la posibilidad de conservar la fe en medio de otras destrucciones devastadoras y totales.

Llama la atención en estos versículos la fuerza de la destrucción creadora de Josías: «El rey mandó… que sacaran del templo todos los utensilios fabricados para Baal, Astarté y todo el ejército del cielo… Suprimió a los sacerdotes establecidos por los reyes de Judá para quemar incienso en los altozanos… y a los que ofrecían incienso a Baal, al sol y a la luna, a los signos del zodiaco y al ejército del cielo» (23, 4-5). Sin el valor de la destrucción no se puede llevar a término ninguna reforma seria, porque la corrupción consiste casi siempre en la acumulación – progresiva, continua y no intencionada – de cosas, ideas-ideologías-ídolos, prácticas y tradiciones que van ocupando poco a poco el “templo” de la ciudad y del alma. Así es como el lugar en el que al principio había “solo una voz”, la desnudez parlante de infinito donde un día tocamos el cielo, se va llenando de cosas, hasta que el sonido de la primera voz se hace imperceptible. Pero el desescombro de los locales cuesta mucho – nosotros y nuestros amigos nos encariñamos demasiado con las cosas sagradas – y por eso fracasan casi todas las reformas, por la incapacidad de sostener el dolor de la destrucción. La reforma es una operación de vaciado para volver al templo desnudo y después suplicar esperando que la voz vuelva a hablar. La voz no siempre vuelve, porque el tiempo de las voces muchas veces es el de la juventud; pero es preferible un templo vacío y mudo a un templo lleno de voces falsas, porque mientras el espacio esté deshabitado siempre podemos tener la esperanza de oír en el silencio una voz distinta, aunque sea la voz del último ángel.

También es importante, en este capítulo fundamental, la entrada en escena de una de las profetisas nombradas expresamente en la Biblia: Julda. A Josías le impresionan las palabras del libro hallado (que anuncian desventuras para el pueblo a causa de sus infidelidades), y quiere una prueba de su autenticidad. En la Biblia, los “certificadores” de la palabra verdadera de YHWH son los profetas: «El sacerdote Jelcías, Ajicán, Acbor, Safán y Asasías fueron a ver a la profetisa Julda, esposa de Salún… Le expusieron el caso» (22, 14). La profetisa Julda convalida la palabra como palabra de YHWH, pero profetiza que Josías no verá la destrucción de Jerusalén. Julda profetiza con palabras muy parecidas a las de Jeremías, que aquí no es nombrado, si bien por aquel entonces (alrededor del 620-622) ya estaba activo en la ciudad.

¿Por qué se consulta a una profetisa, a una mujer, para una opinión de suma importancia? Es una pregunta que se han hecho muchos, desde tiempos antiguos, aventurando varias respuestas. La Biblia no nos da muchos elementos sobre Julda. Por Ezequiel sabemos que en Jerusalén había profetisas activas, que él condena por haber «profanado al Señor» (Ez 13, 19). Según algunos expertos, es posible que en el tiempo difícil del pre-exilio y, después, del exilio, se produjera un conflicto entre profetas que determinó la exclusión de Julda de la narración oficial, por haber sido derrotada por otros profetas más poderosos y famosos. Sin embargo, según un reciente y controvertido estudio de Preston Kavanagh (Huldah: The Prophet Who Wrote Hebrew Scripture, 2012), Julda fue una figura fundamental en la Biblia (que escribió o tuvo influencia en un tercio de las escrituras hebreas). Según Kavanagh, el anagrama de su nombre aparece 1.773 veces en la Biblia, ya que los «escritores bíblicos usaban el anagrama como los escritores modernos usan la cursiva, para poner de relieve algún punto» (p.12). Es una tesis extrema, difícilmente defendible (los nombres bíblicos que se pueden formar con el anagrama de Julda son muchos), que, en todo caso, nos recuerda la importancia de las profetisas y de las mujeres en el humanismo bíblico; una importancia incluso mayor que la que la Biblia atestigua, que ya es notable. Todos sabemos que entre mujer y profecía existe una gran afinidad.

Julda en hebreo significa comadreja (o marta), nombre que, según el Talmud, mereció por haberse atrevido a llamar al rey simplemente “hombre” («Decidle al hombre que os ha enviado»; 22, 15). Las profetisas llaman al rey por su nombre. Las mujeres, más que los varones, saben que los poderosos son hombres, como todos. Se lo recuerdan a ellos y nos lo recuerdan a nosotros, empezando por la propia casa. Este es un don inmenso para los poderosos y para todos. Don de mujeres, don de profetisas, don de profecía. Sin profecía, los jefes se comportan siempre como reyes. No experimentan la reciprocidad entre iguales y por tanto no conocen la felicidad. Viven tristes en su soledad dorada, rodeados de aduladores serviles. Y a la larga, no pudiendo ser hombres como todos, se vuelven inhumanos. Por esto, entre otras cosas, la profecía es un recurso esencial de la tierra.

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