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Herederos, pero no hijos únicos

Profecía e historia / 17 - Un legado espiritual no necesita solo un primogénito, sino toda una comunidad.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 29/09/2019.

«El ángel de la muerte protestaba ante el Señor porque la traslación de Elías desencadenaría las protestas de los demás seres humanos, que no pueden vencer la muerte».


El Zohar
, Libro del esplendor.

La desaparición de Elías en el carro de fuego y el comienzo del ciclo de Eliseo nos revelan una dimensión esencial de la profecía y de su continuación: tanto el padre como el discípulo son un don.

Las vocaciones de los profetas son acontecimientos misteriosos. Generalmente los profetas son llamados directamente por Dios. Su vocación se produce en el seno de una teofanía, que a veces va acompañada de voces y visiones de ángeles. Pero no siempre es así. Hay auténticos profetas que no han oído nunca la voz de Dios llamándoles por su nombre, ni han visto ángeles. Tan solo han oído un “susurro de silencio” o el grito de los pobres, y con eso se han puesto en marcha. Otras veces, han sido llamados por otro profeta. Estaban en el mar de Galilea, recogiendo las redes; pasó un hombre distinto, quizá un profeta, les llamó, y ellos dejaron el agua y se convirtieron en caminantes de tierra. También Eliseo fue llamado por Elías. Los discípulos del Nazareno y de Elías no vieron el cielo abierto, a diferencia de Isaías y Ezequiel. Solo vieron un hombre, solo oyeron la voz de un hombre, pero en esa voz humana no faltaba nada para dejarlo todo. Estas llamadas son típicas de los discípulos de los profetas, cuando la vocación comienza con una voz humana. Algunas veces, a la voz del profeta se añade la de Dios. Otras veces no: la voz de un hombre o de una mujer se queda sola. Eliseo sabía que Elías era un profeta de YHWH, sabía que siguiendo a Elías seguiría a Dios, pero quien le llamó fue Elías y no el Dios de Elías. A Eliseo le bastó aquella voz humana para dejarlo todo y comenzar una vida nueva. Esta llamada se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia, y se renueva cada día, cuando la fe adquiere la forma de la confianza en una voz humana. 

«Elías marchó de allí [del Horeb] y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas de bueyes en fila, él con la última. Elías pasó junto a él y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías» (1 Re 19,19-20). El seguimiento de los profetas es una carrera veloz. Eliseo es llamado mientras está arando, cubierto de polvo, sudado y con los pies llenos de barro. Así le llega la vocación. Como economista, y por tanto como observador y amante del trabajo y de la empresa, siento un escalofrío cada vez que me topo con alguna de las muchas escenas bíblicas donde la vocación se produce en un lugar de trabajo. «Estaban en la barca arreglando las redes», «Palabras de Amós, uno de los pastores de Técoa». En la Biblia no hay lugar más “religioso” para la vocación que un campo arado; no hay objetos más sagrados que un yugo de bueyes, porque en las liturgias vocacionales incluso el olor del estiércol puede ser incienso suave. Aquí se encuentra una de las raíces más profundas del humanismo bíblico, que ha liberado la voz de Elohim de los recintos sagrados y religiosos. Por eso, el 10 de septiembre de 1946, esa misma voz liberada pudo llamar a Anjezë en el tren que iba de Calcuta a Darjeeling. En aquel medio de transporte polvoriento y profano “nació” la Madre Teresa: la voz no esperó a que la joven monja llegara al retiro espiritual al que se dirigía; para llamarla no pensó que la capilla del centro sería más adecuada que un vagón de tren.

Elías pasa junto a Eliseo y le echa encima el manto. En su mundo el manto era el primer símbolo del profeta, pero era más que eso. Al comienzo del segundo libro de los Reyes, Elías es reconocido por Ocozías, el sucesor de Ajab, por su manto: «¿Cómo era el hombre que os salió al encuentro y os dijo eso? Le contestaron: Era un hombre con un manto de pelo y una piel ceñida con un cinto de cuero. El rey comentó: ¡Elías, el tesbita!» (2 Re 1,7-8). En la Biblia hay muchos mantos. Los hijos de Noé cubrieron con su manto la desnudez de su padre borracho; la Ley de Moisés pedía devolver antes del anochecer al deudor insolvente el manto tomado en prenda; David encontró a Saúl y en lugar de matarlo le cortó solo el borde del manto; a Jesús le pusieron un manto escarlata delante de Pilatos al comienzo de su pasión: el Ecce Homo no llevaba solo túnica, sino también manto, ambos donados. «Cuando el Señor iba a arrebatar a Elías al cielo en el torbellino, Elías y Eliseo se marcharon de Guilgal. Elías dijo a Eliseo: Quédate aquí, porque el Señor me envía solo hasta Betel. Eliseo respondió: ¡Vive el Señor!, ¡por tu vida no te dejaré!» (2 Re 2,1-2). Elías intenta dejar a Eliseo tres veces (en Jericó y en el Jordán), pero Eliseo se lo impide. Entre estas líneas volvemos a leer el maravilloso diálogo entre Noemí y Rut, o el diálogo entre Jesús y Pedro acerca del amor y del rebaño.

En sus primeras huidas al desierto, Elías había conseguido estar solo. Antes de refugiarse, cansado y atemorizado, a la sombra de una retama, dejó a su “siervo” en Berseba y se quedó solo (1 Re 19, 19). Sin embargo, ahora, cuando se dirige a su muerte, Eliseo no lo deja solo. Esta es una diferencia decisiva entre un siervo y un discípulo. El siervo obedece, no discute, no protesta. El discípulo no, no puede hacerlo: «¡Vive el Señor! Por tu vida, no te dejaré». En algunas pruebas decisivas – como la última – a los profetas les gustaría quedarse solos. Tienen el alma consumida por un misterioso torbellino de dolor y de amor. En ciertos viajes todos buscamos la soledad, pero muchas veces los afectos naturales son el antídoto precioso que nos impide hundirnos en la soledad. Los profetas no tienen estos antídotos-dones naturales. Pero los discípulos pueden serlo, siempre que no dejen de ser discípulos para convertirse en siervos. Si el profeta solo está rodeado de “siervos”, se ve obligado a afrontar estas noches sin fraternidad ni compañía, con un dolor no necesario que se añade al dolor inevitable. El discípulo es también esta compañía extrema del profeta, una tenaz presencia que sigue al profeta por senderos por donde nadie consigue adentrarse. Por eso, si el profeta es un gran don para el discípulo, quizá el más grande de esta tierra, también el discípulo es un don para el profeta, quizá el más grande.

En esta extraña huida de Elías, en esta última milla acompañado, hacen su aparición unos misteriosos “hijos de los profetas” que hablan con Eliseo: «Los hijos de los profetas de Betel salieron a recibir a Eliseo. Le dijeron: ¿Ya sabes que el Señor te va a dejar hoy sin jefe y maestro? Él respondió: Claro que lo sé. ¡Callaos!» (2 Re 2,3). Estos “hijos de profetas” son comunidades de profetas que vivían en los márgenes de las ciudades, muchas veces en los santuarios. Es probable que también Eliseo viviera en una de estas comunidades, que fuera uno de estos “hijos”. Eliseo ya “sabe” lo que le espera, pero no quiere escuchar los datos ni las crónicas: “¡Callaos!”. Quizá los hijos de los profetas le están sugiriendo que respete el deseo-mandato de soledad de Elías. Pero Eliseo es distinto. Forma parte de una comunidad de hijos, pero no deja de ser hijo y por tanto hermano. Eliseo es discípulo y heredero. «Cincuenta hombres, hijos de profetas, les siguieron y se pararon frente a ellos, a cierta distancia. Ellos dos se detuvieron junto al Jordán» (2,7). Los hijos de los profetas se detienen en el umbral, pero el discípulo sigue caminando. La herencia marca el desenlace del último encuentro entre Elías y Eliseo. En cuanto cruzan el Jordán, «dijo Elías a Eliseo: Pídeme lo que quieras antes de que me aparten de tu lado. Eliseo pidió: Déjame en herencia dos tercios de tu espíritu» (2,9). Dos tercios era la parte de la herencia que pasaba del padre al primogénito. Eliseo está pidiendo ser el heredero de Elías, ¡nada menos! Elías responde: «¡No pides nada! Si logras verme cuando me aparten de tu lado, lo tendrás; si no me ves, no lo tendrás» (2,10). Es difícil, pero es posible, si es capaz de ver a Elías mientras desaparece. La posibilidad que tiene Eliseo de convertirse en heredero primogénito de Elías está en su capacidad para mantener la mirada hasta el final, de resistir frente a su desaparición.

«Mientras ellos seguían conversando por el camino, los separó un carro de fuego con caballos de fuego, y Elías subió al cielo en el torbellino. Eliseo lo miraba y gritaba: ¡Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel!» (2,11-12). Eliseo mira y grita: “¡Padre mío!” Eliseo es el hijo, el heredero. Ha mantenido la mirada hasta el final. El heredero debe saber ver la desaparición del profeta. Y después convertirse en padre, recoger la herencia. En el mundo antiguo, la herencia solo era eficaz tras la muerte del padre. Eliseo puede convertirse en el heredero si acepta esta “muerte”. Debe aceptar que el padre desaparezca, para hacerse adulto y seguir la carrera. Toda vocación profética adulta comienza aceptando la muerte del padre. Eliseo se convierte en heredero y profeta en el momento en que consigue mirar a la cara la desaparición de Elías, hasta el final. Pero la primera y tal vez la única fatiga del discípulo-hijo de un profeta consiste en convertirse en padre y profeta sin dejar de ser discípulo e hijo. Aquí descubrimos una cosa importante de la relación profeta-discípulo-heredero. Eliseo pide ser el heredero. Algunas veces la herencia profética puede ser pedida y concedida, puede ser fruto de una llamada interior del heredero. Es lo que ocurre muchas veces con los reformadores de comunidades. Pero lo más importante es que la herencia tiene que ver con el espíritu. Eliseo no pide el manto, pide el espíritu. El manto no hace al profeta. Es el espíritu quien le hace heredero del profeta y por tanto profeta. Estamos ante una revolución en la profecía bíblica. Después de Eliseo se mantendrá la profecía como oficio y el manto como signo de su estatus social. Pero ahora, junto al profetismo institucional, comienza una profecía nueva, la del espíritu, que marcará una etapa inédita y extraordinaria, la de Isaías, Jeremías y Ezequiel.

Pero hay más. El heredero no recibe todo el espíritu. La herencia son dos tercios. En la época de la profecía espiritual, el primogénito que recoge el manto del profeta no hereda todo el espíritu del fundador. Recibe dos tercios, no todo. El heredero del profeta no tiene el espíritu completo. Tiene una parte, una parte abundante, pero no todo, porque una parte de la herencia pasa a los demás herederos, a los restantes “hijos” de los profetas. El heredero de los profetas es primogénito, pero no hijo único. Tras la desaparición del profeta, ningún hombre solo posee el espíritu entero. Para heredar los tres tercios hace falta toda la comunidad.

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