En el vientre de la palabra/6 - Después del ‘no’ del profeta y del silencio, se reanuda su historia con Dios
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/03/2024
Por toda la ciudad, los heraldos de la corte difundieron el decreto del soberano que imponía tres días de ayuno, cilicio y súplicas a Dios. entre lágrimas para que se anulase la condena. Alzaron a los niños al cielo y, chorreando ríos de lágrimas, invocaron: "escucha nuestras plegarias, en nombre de estos inocentes".
L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI
“El Señor se dirigió por segunda vez a Jonás, y le dijo: ‘Anda, vete a la gran ciudad de Nínive y anuncia lo que te voy a decir’. Jonás se puso en marcha y fue a Nínive, como el Señor se lo había ordenado” (Jonás 3:1-3). El libro de Jonás podría empezar con estos primeros versos del capítulo 3, que son los versos de las historias de los profetas que responden al llamado de Dios y realizan la misión asignada. Sin embargo, los dos primeros capítulos son el relato de un ‘no’ profético y de sus consecuencias. Páginas que en general no van escritas ni contadas, porque son aquellas de la lucha interior y exterior de los profetas (y nuestras). Son los bocetos, las primeras versiones de los capítulos escritos, arrugados y deshechados. Pero aquel antiguo autor nos ha querido dar también los dos primeros capítulos. Y quizás no lo hizo solo por economía narrativa, solo para enriquecer y embellecer la trama dramática de la historia. Los primeros dos capítulos nos han hecho entrar en el taller de las vocaciones, en los laboratorios a menudo polvorientos donde los artesanos y los artistas componen sus obras, en los estudios desordenados donde los escritores dan vida a sus personajes (y donde, cada tanto, los personajes dan vida a sus autores). La Biblia nos ha llevado a la ‘bodega vinícola’ de la casa de Dios, a la intimidad del diálogo secreto entre Elohim y sus profetas. Nos lo ha contado con su código narrativo antiguo, pero que todavía consigue hablarnos – al menos un poco, al menos a alguno. Y así entendimos que la distancia que separa el incipit del capítulo 3 de aquel del capítulo 1 es el espacio de las libertades: la de Dios y la de Jonás. Es el lugar del tiempo y, por tanto, de la historia, porque en esos dos primeros capítulos aquel joven e inexperto profeta se convirtió en adulto, y se convirtió en el único modo que es posible sobre la tierra: buscando su propio lugar en el mundo sin conformarse con lo que la vida o Dios tenían pensado para él.
En el espacio narrativo ético y espiritual de los primeros dos capítulos, Jonás hijo de Amitai se convirtió en profeta; primero era uno de los tantos profestas del norte, después se transformó en alguien que ha decidido libremente ocupar el lugar que ya se le había asignado. E incluso cuando al final se da cuenta de que los dos lugares eran uno solo, aquel único lugar en el mundo ya no era el de antes: ahora lo ha decidido, ha dicho que sí a un destino que, dentro de aquel sí libre, se volvió una partitura escrita e interpretada por Jonás junto con Dios. Cada vocación es un encuetro de dos síes, un pacto entre dos gratuidades, un matrimonio de dos libertades diferentes e iguales en dignidad.
Quién sabe si Jesús, cuando cuenta la parábola del hijo prodigo en el Evangelio de Lucas, no tenía en mente también a Jonás (citado con frecuencia en los evangelios). Jonás empieza la historia con un no, va en dirección opuesta a la buena, termina con malas compañías, ahí lo alcanza una tormenta (carestía), y cuando llega al final de su caída, del fondo de la pocilga “se levantó”, en aquellos abismos invierte el curso de su vida: y regresa. YHWH no dice ninguna palabra mientras Jonás se marcha. No le impide iniciar su descenso a Tarsis, le deja toda la libertad y todo el costo de convertirse en adulto. Como el padre del hijo pródigo, que cuando vuelve a casa el Padre no le dirige ninguna palabra de reproche: sólo abrazo, anillo, sandalias, banquete. Como en Jonás: con el capítulo 3 la historia entre Jonás y Dios se reanuda sin una palabra de reproche o de decepción por parte de YHWH. Dos silencios antes y dos silencios después, porque el silencio es la palabra más hermosa en las partidas y en los regresos a casa. En la parábola de Lucas, las bellotas de las pocilgas no son menos importantes que el ternero gordo, porque el valor y el sentido de los banquetes en casa se entienden plenamente solo después de haber envidiado a los cerdos por sus bellotas. Como con Jonás.
La pequeña diferencia entre el comienzo del capítulo 1 (“La palabra del Señor vino a Jonás, hijo de Amitai: ‘Levántate y ve a Nínive, aquella gran ciudad, y pregona contra ella; porque ha subido su maldad hasta mi presencia’. Pero Jonás…”) y el comienzo del capítulo 3, está en esa segunda vez: ‘El Señor habló por segunda vez a Jonás’. Esta segunda vez no es la ‘segunda posibilidad’ que Dios le da a Jonás. Es mucho más. Es la resurrección de Jonás. Las resurrecciones, las nuestras y la diferente de Jesús, no son la segunda posibilidad dada por la vida o por alguien: son la vida de ayer que renace de una verdadera muerte y que luego no muere más (si Jonás todavía nos habla es porque ha vencido a la muerte). Sin su ‘no’ improbable y escandaloso, Jonás permanecería como uno de los tantos profetas de Israel recordado en pocas líneas de los Libros de Reyes. Esa muerte en el vientre del gran pez dio vida a otro Jonás, que cuando es llamado por ‘segunda vez’ no es simplemente el hijo que regresa enderezado: es el hijo resucitado, vivo en una vida diferente, después de los ‘tres días’ pasados en el viente-sepulcro.
El banquete del ternero gordo celebra una resurrección que ya había empezado en la pocilga, el sepulcro comenzó a vaciarse en el grito del Gólgota, el sí del segundo Jonás había empezado en el mar hacia Tarsis. Cada día, en la tierra, hay banquetes de resurrecciones celebrados con las bellotas, pero nosotros no los vemos y no hacemos fiesta porque los buscamos en el campo de José de Arimatea y escapamos del Gólgota del mundo. También en la historia de Jonás aparece el "hermano mayor", el personaje que interpreta la lógica meritocrática: somos nosotros, los lectores, los que nos asombramos porque Dios no reprende ni castiga a Jonás por su desobediencia y le devuelve la confianza como si nunca hubiera dicho "no" - la meritocracia nos gusta mucho porque nos ofrece una herramienta admirable para condenar los deméritos de los demás: pero el Dios bíblico nos repite: "no en mi nombre".
El Jonás del capítulo 3 ya no es el Jonás del capítulo 1, pero tampoco YWHW es el mismo, como lo veremos. En la culminación de su experiencia mística y teológica, Maestro Eckhart en uno de sus sermones más conocidos (‘Los pobres de espíritu’) llegó a decir una frase paradójica y extraordinaria: “Ruego a Dios que me vacíe de Dios”; quizás para decirnos que para experimentar la beatitud de los pobres, la pobreza del evangelio debe llegar hasta lo impensable: llegar a la pobreza de Dios. O sea, perder la idea de Dios para iniciar la experiencia de Dios.
Los profetas y también nosotros, personas comunes, transcurrimos buena parte de nuestra vida dialogando con la idea de Dios, con la imagen que nos hemos creado de Dios en años de perfecta buena fe. Algunas veces, de adultos, logramos liberarnos de la idea de Dios (la adultez espiritual es sobre todo esto) y, cosa más rara, puede comenzar una nueva vida en una relación con Dios liberada de la idea-ídolo-imagen de Dios que habíamos construido a nuestra imagen y semejanza – es también uno de los significados del mandamiento bíblico de no hacerse imagen de Dios. Es difícil que esta pobreza espiritual llegue como búsqueda deliberada y voluntaria: casi siempre llega sin haberla buscado, en ese día en que la vida nos da esta pobreza durante el viaje a Tarsis. Nosotros la vivimos como la ruina más grande: olvidamos todo, ya no sabemos rezar, la vida de ayer parece solo engaño e ilusión. Nos metemos en el fondo del barco, nos dormimos y solo queremos morir. No entendemos que aquella bodega es la crisálida donde la oruga de ayer se está abriéndo como mariposa. La huida de Jonás nos explica entonces algo importante de la experiencia de liberación del Dios de la profesión del profeta y del nacimiento de la vocación profética, esa que llega solo después de la pobreza de Dios, cuando se tiene la experiencia de la castidad espiritual, esencial a los profetas, porque en su ausencia se convierten en dueños de la voz que los habita.
La primera palabra de YHWH a Jonás fue la orden de un gobernante dirigida a un funcionario de la corte; la segunda fue una vocación, un llamado dirigido a un hombre adulto libre ‘resucitado’ en el vientre bueno del mar. Hay muchas vocaciones que no se realizan porque se responde "sí" inmediatamente y se permanece toda la vida en la "profesión" profética, sin resucitar; otras son bloqueadas por amigos y compañeros que, preocupados por las consecuencias de la desobediencia, les cierran el paso, y la vida pasa en un constante lamento de una libertad negada; alguno escapa pero se hunde durante la tormenta, porque simplemente el barco se hunde y la vida no le da el tiempo de hacer el viaje de regreso; otros, una vez a salvo del gran pez, hacen de su vientre una cálida y cómoda "zona de confort" y nunca más regresan a la tierra a retomar, como nómadas, la carrera libre y pobre hacia Nínive. Pero los que consiguen llegar al segundo llamado pasan a formar parte de la comunidad libre de los profetas resucitados, que nos salvan cada día de la destrucción inminente de nuestra ciudad.
“Nínive era una ciudad tan grande que para recorrerla había que caminar tres días. Jonás entró en la ciudad y caminó todo un día, predicando a grandes voces: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!” (3:3-4). Jonás llega a Nínive. Aquí realiza su misión profética, proclama su mensaje que el autor deja ambiguo: podría significar que a Nínive le quedan solo cuarenta días y luego será destruida, pero también que la gente de Nínive tiene todavía cuarenta días para convertirse y evitar la destrucción. Es probable que Jonás pensase en el primer significado (a los profetas no siempre les gusta el mensaje que anuncian), pero el texto nos dice claramente cómo lo interpretaron los habitantes de Nínive: “los habitantes de Nínive creyeron en Dios, y proclamaron ayuno y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos” (3:5). Esos habitantes creyeron en Dios, y se convirtieron. Creyeron, por tanto, en Jonás, pensaron que era un profeta verdadero. Y tuvieron razón. No podían saber del ‘no’, del barco a Tarsis, de la tormenta, del gran pez. Pero nosotros lo sabemos y agradecemos a aquel autor antiguo por haberlo contado.