El signo y la carne/15 – Los profetas dan nombre a los ídolos y nos llaman a elegir la parte correcta.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 13/03/2022
«Realizar la obra no depende de ti, pero no eres libre de evitarla (Rabí Tarfon). La parte inacabada de mi obra es en realidad la herencia y el regalo que dejo a los que vendrán después».
Paolo de Benedetti, E il loro grido salì a Dio. Commento all’Esodo
El capítulo 13 de Oseas contiene enseñanzas preciosas sobre los exilios, sobre la naturaleza de la promesa y sobre el misterioso valor de la pobreza.
Los profetas desenmascaran nuestras ilusiones. Este es su primer trabajo, que dura toda la vida, porque saben que nosotros somos constructores incansables de ilusiones. Por eso siguen, tenaces, realizando su obra de demolición. Su lucha contra los ídolos es también lucha contra las ilusiones. Mientras nos narran las palabras de Dios, con la misma fuerza gritan que todas las cosas a las que damos el estatus de dios – personas, ideologías, soberanos, comunidad, religión, vocación… – no son más que vanitas y engaño. Entre las grandes ilusiones que combaten los profetas bíblicos se encuentra la asociada a la monarquía y al poder político, a la idea vana de que el objetivo de los reyes es la búsqueda del bien común, el buen gobierno e incluso la felicidad pública. Hay un alma en la Biblia, un alma profunda, que es muy dura con la monarquía, porque nada ni nadie tiene más tendencia que un rey a transformarse en un ídolo. Cuanto más absoluto es el poder, más absoluta se vuelve su idolatría. En la historia de Israel, el pueblo quiso un rey (Saúl) y lo tuvo. Pero si la Biblia ha llegado hasta nosotros es porque, además de los reyes, casi todos corruptos, el pueblo tuvo también el don de los profetas que limitaron y corrigieron el poder monárquico (1 Sam 8,9). En cambio, cuando los reyes hacen callar y matan a los profetas, o los ponen en nómina, el poder se convierte en un ídolo feroz que lo devora todo y a todos: «Estrellarán a las criaturas, abrirán en canal a las embarazadas» (Oseas 14,1). Ahora, cuando se consuma la tragedia de la guerra abierta en Ucrania, no hace falta añadir comentarios.
Oseas se sitúa en el surco del profeta Samuel (1 Sam 8,10-18) y radicaliza la crítica a la monarquía: «¿Dónde está tu rey para salvarte? ¿Y los alcaldes de tus ciudades? Tú me los pediste: Dame rey y príncipes» (Oseas 13,10). Para Oseas la destrucción del Reino del Norte (Israel o Efraín, con capital en Samaría) a manos de la superpotencia asiria es consecuencia directa de un pueblo iluso que se ha fiado de sus reyes, de reyes ilusos que han confiado en la ayuda de otra superpotencia (Egipto). Por eso escribe: «Serán nube matutina, rocío que al alba se evapora, tamo arrebatado de la era, humo por la chimenea» (13,3). A partir del año 724 a.C. el Reino del Norte fue ocupado casi completamente por los asirios. Su último rey, Oseas, homónimo y contemporáneo del profeta, fue apresado y Samaría cayó. Una parte importante de la población fue deportada, muchas tribus de Israel no regresaron y fueron absorbidas por los asirios – este es el origen de la tradición, entre historia y mito, de las diez tribus perdidas de Israel –. Otra parte del pueblo emigró al sur, al Reino de Judá. A diferencia del segundo exilio de los hebreos a Babilonia, que acontecerá un siglo y medio más tarde (587) y del que un “resto” volvió a la patria, reconstruyó el templo de Jerusalén y continuó la historia de la promesa, del primer exilio asirio no hubo regreso: «Cuando Efraín hablaba, infundía terror, era un príncipe en Israel. Pero se hizo reo de idolatría con Baal y murió» (13,1). Da príncipe heredero a idólatra, de la vida a la muerte.
Hay exilios de los que no vuelve resto alguno. Solo hay pérdida. El príncipe muere y no resucita. Cuando comenzamos un exilio no sabemos si será el exilio de Babilonia o el de Asiria, si un resto volverá o si no regresaremos nunca a casa. La Biblia nos dice que ambos finales son posibles, y la vida nos lo certifica cada día. Esta posibilidad del no retorno es la que hace estupendo el camino a casa. Los hijos perdidos hacen extraordinario el regreso del hijo pródigo. Porque la vida no es una ficción, porque la Biblia no nos engaña, porque Dios no juega con nosotros y respeta incluso la libertad de los hijos que no se “levantan” y se quedan en las pocilgas, porque si no lo hiciera ningún regreso sorprendería a los ángeles ni conmovería a Dios.
Oseas es testigo de la primera destrucción asiria y del primer exilio. A diferencia de Jeremías y Ezequiel, que son los profetas del segundo exilio a Babilonia y de la teología del “resto”, Oseas es el profeta del primer exilio sin regreso. No tiene una teología del resto porque de su exilio no volvió resto alguno. La Biblia conoce y acoge estas dos profecías, las que anuncian un regreso después del final y las que anuncian un final sin regreso. Nosotros, que leemos hoy la Biblia y la usamos como un mapa para vivir dentro de nuestros exilios, no debemos cometer el error fatal de equivocarnos de profeta: usar las profecías del resto para hacernos la ilusión en nuestras deportaciones sin resto, donde la salvación está, pero en otro plano. Pero es igualmente grave el error de aquellos que, en un exilio que puede generar un regreso, usan a los profetas del no retorno para fundar espiritualmente una noche infinita que podría en cambio florecer una mañana.
Estamos en el capítulo trece de Oseas, el penúltimo del libro, que contiene nuevas enseñanzas sobre la idolatría y un mensaje acerca de la naturaleza de la tierra prometida. En primer lugar, nos desvela uno de los muchos rostros de Baal, el dios cananeo de la fertilidad, que en muchos libros es el mayor icono del ídolo. Los baales en las poblaciones semitas son muchos (baalim). Su nombre está relacionado con los lugares, las ciudades e incluso las casas. Aquí Oseas nos dice una cosa importante, dando voz al Yo de YHWH, prerrogativa de los profetas: «Yo te conocí en el desierto, en tierra abrasadora. Yo los apacenté y se hartaron, se hartaron y se engrió su corazón, y así se olvidaron de mí» (13,5-6). Es un mensaje de gran sabiduría antropológica. Baal es imagen del bienestar y de la opulencia de la tierra prometida. No es la estatua taurina que los hombres y las mujeres besaban – «Dicen: Ofrecedles sacrificios, y envían besos a becerros»: (13,2) –. Los profetas saben que los pecados del pueblo no son los besos enviados a las estatuas presentes en (casi) todos los cultos religiosos y laicos. El verdadero pecado es otro: creer que quien salva no es Dios sino el bienestar, la riqueza, la seguridad que proporcionan los bienes. Este baal es el que más temen los profetas, porque está entrelazado con los dones buenos de Dios. Aunque no exista una estatua de este ídolo, la gente lo adora, le inmola la vida, sin llamarlo baal. Así pues, los profetas dan nombre a nuestros ídolos, y nos llaman a elegir de qué parte queremos estar.
Tal vez sea aún más interesante la operación teológica y antropológica que realiza Oseas en estos versos. Da un vuelco a la relación entre el desierto y la tierra prometida. En la tierra prometida comienza la traición final del pueblo con respecto a Dios. Mientras el pueblo estaba en el desierto y era nómada y pobre, se encontraba en una condición de vulnerabilidad y por tanto de dependencia. Ciertamente no faltaban las infidelidades, pero era más fuerte la experiencia de la providencia. Por tanto, era evidente que su esperanza solo estaba en el Señor, que les había liberado y les seguía salvando cada día. La salvación no era una experiencia abstracta o solo religiosa: era maná, agua, perdices. El final de la condición de dependencia, pobreza y vulnerabilidad sofocó la promesa. La llegada a la tierra de Canaán, en lugar de convertirse en el cumplimiento de la promesa hecha a Abraham, a los patriarcas y a Moisés, se convirtió en el principio del fin. La abundancia y la fertilidad de la tierra, “la leche y la miel”, se convirtieron en los bienes con los que realizaban los sacrificios al baal de la fertilidad y de la abundancia. La tierra prometida era un caminar libres y pobres detrás de una voz, estaba viva mientras la veían ante ellos, mientras alimentaba los deseos más grandes. La llegada a la tierra prometida extinguió la vida de la promesa.
Muchas comunidades carismáticas comienzan su declive cuando termina el desierto y llegan al Jordán. Viven durante décadas bajo una dictadura, en medio de mil pobrezas, en auténticos éxodos y desiertos. Falta todo sin que falte nada, porque la voz nómada llena y colma todo vacío. Acaba la dictadura, a veces incluso gracias al trabajo y a la fe de esas pequeñas comunidades proféticas, y el día de la libertad se convierte en el primer día del declive y de la crisis. La llegada a la tan deseada tierra prometida, el final de la pobreza y la provisionalidad y el comienzo de la bendición de la abundancia, crean las premisas para la ausencia de la experiencia de confianza que había bendecido la comunidad. Esta es también una de las principales razones del valor de la pobreza, tan querida por los Evangelios y por Francisco: en la pobreza y en el desierto, gracias a la vulnerabilidad, la dependencia y la fragilidad, es posible experimentar verdaderamente la condición de hijos, niños evangélicos, y de este modo sentirse amados por un amor más grande que todas las tierras fértiles del mundo. La pobreza hermosa del Evangelio no es solo la elegida: es también la de los desiertos a donde no queríamos ir.
Esta paradoja del desierto esconde también una bella metáfora de la vida. Cuando una existencia funciona y florece, debemos estar muy atentos a las metas, a los objetivos alcanzados, al río Jordán. Si queremos evitar que las conquistas más bellas se conviertan en una colección de desilusiones y en el comienzo del declive, es necesario que vivamos las metas como etapas de un camino infinito e inacabado que solo se detendrá entre las alas del ángel de la muerte, y tal vez ni siquiera allí. Después, mientras se cruzan los desiertos (la vida conoce muchos), no pensemos que las cosas más hermosas llegarán al final de la travesía. No. Es en el desierto donde vemos ángeles, milagros, profetas y maná. No perdamos esta maravilla por correr demasiado aprisa hacia la tierra prometida, porque la tierra de la promesa es la que está bajo nuestros pies, aun cuando queme y sea árida. La tierra es prometida porque todavía no la hemos alcanzado y porque no la alcanzaremos nunca.
Dentro de este desierto-promesa es donde se puede comprender el sentido de la misteriosa muerte de Moisés, un profeta muy querido por Oseas. La Biblia nos dice que Moisés, el libertador y guía del pueblo en el éxodo, murió en soledad sin alcanzar la tierra prometida, en el monte Nebo (Dt 34,52). Vio desde lejos el valle del Jordán, pero no entró en él. Oseas nos sugiere que morir entre el desierto y el Jordán no fue maldición ni castigo, sino el último regalo de Dios a Moisés. Entonces lo inacabado de nuestras obras y de la obra de nuestra vida no es fracaso ni traición, sino la cosa más humana y verdadera que nos pueda acontecer.