El signo y la carne/9 – La riqueza construye arcas de salvación y manadas de vanos simulacros.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 30/01/2022
«El profeta no se interesa por los misterios del cielo, sino por los asuntos del mercado; no por las realidades espirituales del más allá, sino por la vida del pueblo; no por las glorias de la eternidad, sino por las ruinas de la sociedad».
Abraham Heschel, El mensaje de los profetas.
El becerro de oro es uno de los símbolos también de Oseas. E introduce una dimensión nueva y no banal de la lucha bíblica contra la idolatría, que es también un desafío para nuestra vida personal y comunitaria.
Que la riqueza es ambivalente es una verdad de la vida. También es una verdad de la Biblia. Hay dinero en la parábola del buen samaritano y en la traición de Judas. El oro del pueblo fue usado para construir el arca de la alianza y para fabricar el becerro de oro. Es el mismo dinero y el mismo oro, pero con dos sentidos opuestos. En la Biblia y en la vida, cada día se usa la riqueza para liberar pobres y para crear otros nuevos. Con el dinero se construyen arcas de salvación y manadas de becerros de oro. Pero si la Biblia ha querido situar la construcción del arca de la alianza (Ex 25) antes de la fabricación del becerro de oro (Ex 32) y el Arca de Noé (Gen 6) antes de la Torre de Babel (Gen 11), tal vez nos quiera decir que el buen uso de la riqueza es anterior al mal uso – y si es anterior puede que sea también más verdadero y profundo –.
El becerro de oro es la imagen por excelencia de la idolatría en el humanismo bíblico y cristiano. La encontramos en distintos libros, incluso en el Nuevo Testamento (Hch 7), porque expresa algo importante, quizá esencial. También está en Oseas: «Con su plata y su oro se hicieron ídolos para su perdición. Tu becerro repele, Samaría» (Oseas 8,4-5). Aquí el profeta se refiere a la tradición de los dos becerros (o toros) que Jeroboán, rey de Israel, mandó colocar en los dos santuarios de Dan y Betel, como narra el primer libro de los Reyes (cap. 12).
En realidad, las cuestiones bíblicas que se concentran alrededor de becerro de oro son muchas y complicadas. Debemos intentar ir más allá de su pésima reputación y tener en cuenta la arqueología. Gracias a las excavaciones, hoy sabemos que el uso de animales como pedestales o peanas sobre la que se apoyaban las estatuas de las divinidades era práctica común en la región medio-oriental. Los cananeos adoraban a Baal sobre la base de un toro, a Astarté sobre el pedestal de un león o a Marduk sobre un dragón. Y cuando veían las dos estatuas, la del animal y la del dios, una sobre otra, no les resultaba difícil diferenciar al dios de su animal sagrado. Ambos estaban allí, uno encima de otro. Pero eran capaces de distinguir fácilmente entre el dios y su peana, entre la estatua de la divinidad y su pedestal.
Las tribus de Israel procedían de esos mismos pueblos y por tanto es normal que al principio compartieran las mismas divinidades, antes de que se consolidara el culto a YHWH como único Dios. Por este motivo, aunque no tengamos pruebas, no hay que excluir que durante algunos siglos Israel pudiera haber utilizado estas peanas de animales también para su Dios distinto. Probablemente los sacerdotes no alentaban esta práctica, pero subsistía en los santuarios y en las casas particulares. Por ejemplo, no hay restos de críticas a los becerros de Dan y Betel en las tradiciones sobre Elías y Eliseo, que vivieron antes de Oseas, cuando los toros ya habían entrado en los santuarios. Quizá durante algún tiempo los becerros desempeñaron una función parecida (no idéntica) a la de los dos querubines de oro que había en las extremidades del arca de la alianza (Ex 24,17-22). El Arca no era considerada como un ídolo, sino como un signo, un “sacramento” del Dios-YHWH-Elohim que era invisible e irrepresentable. También el velo del templo estaba decorado con querubines (Ex 26,31).
Pero cuanto más se diferenciaba YHWH de las antiguas divinidades cananeas, más revelaba al pueblo la profecía dimensiones nuevas y no naturales de su Dios distinto, y más difícil se hacía tolerar becerros y toros (Ex 20,4-6; Dt 5,8-10). Dentro de este proceso se sitúa la polémica contra el becerro de oro y contra los ídolos en general. Es probable que el origen de la prohibición bíblica de hacer imágenes fuera el punto de llegada de un complejo de naturaleza teológica y antropológica. Por una parte, los hebreos, gracias sobre todo a los profetas, y especialmente a Oseas, que fue esencial en este sentido, comenzaron a entender progresivamente que no era posible tomar en serio a los dioses representados por los pueblos cananeos, y que el verdadero Dios no podía tener nada que ver con aquellas manufacturas muertas de madera. Al conocerlo comprendieron que YHWH era mucho más alto que aquellos títeres bajos; que era “solo una voz”, espíritu y soplo (ruah) imposible de aprisionar dentro de ninguna forma plástica. Al mismo tiempo, aumentó la convicción teológica de que su Dios era el único vivo y verdadero y que, por tanto, los dioses vecinos eran falsos y por consiguiente ídolos. Esta doble maduración religiosa llevó a Israel a la persuasión de que encerrar a Dios en una estatua o en una imagen significaba convertirlo en un ídolo igual a los demás. A todo ello se añadió después un tercer elemento antropológico: la única imagen lícita de Dios es el Adam (Gen 1,27). Si identificáramos a Dios con un trozo de madera pintada o con una estatua, estaríamos menospreciando y disminuyendo la dignidad humana, nuestra naturaleza «poco inferior a los Elohim» (Salmo 8), que en tal caso se convertiría en la imagen de un tarugo o de un toro.
Durante este lento, complicado y fluctuante proceso, en Israel fue determinante el papel de la ausencia de la imagen de su Dios encima del becerro dorado. La prohibición de representar a Dios creó el uso inédito de un pedestal sin estatua. A diferencia de otros pueblos, si Israel hubiera seguido permitiendo la presencia de animales-trono en sus santuarios, en los altares solo habría quedado el becerro de oro sosteniendo una silla vacía. Así pues, no debe sorprendernos que en tiempos de Oseas (siglo VIII a.C.) el pueblo confundiera a YHWH con un becerro, como vemos en el relato (escrito con posterioridad) del episodio del Éxodo, cuando delante del becerro de oro los israelitas decían: «Este es tu dios, Israel, que te sacó de Egipto» (Ex 32,4). Este es tu Dios. Este es YHWH. El pueblo ya había olvidado que el toro no era más que el pedestal de un Dios invisible, y así el toro se convirtió en YHWH. El profeta arremetió, como un nuevo Moisés, contra el becerro y lo destruyó, porque la peana había dejado de ser una señal indicadora para convertirse en la realidad indicada.
Aquí se abre un tema verdaderamente importante. Este origen de la idolatría es especialmente peligroso y probable para las religiones con un Dios complejo y abstracto. Para los cananeos, el toro era el animal sagrado de Baal, pero el toro no era Baal: solo era su silla. El dios estaba encima y el toro debajo, el dios se sentaba sobre el animal, en una jerarquía espacial que expresaba el orden ontológico y religioso del culto. Por eso, en estas religiones naturales no existía el mal idolátrico: eran idólatras para los hebreos, pero no para ellos mismos ni para sus profetas. En estos pueblos con divinidades simples, visibles y representables podía darse la apostasía, podían dejar a un dios por otro, pero la transformación del animal-pedestal en dios era teológicamente muy difícil, si no imposible.
La ausencia de la estatua de la divinidad adorada es precisamente lo que hace probable la metamorfosis idolátrica. Por este motivo la encontramos en Israel, donde se daban las condiciones teológicas para transformar a su Dios difícil y distinto en un dios más fácil, en un dios-como-todos. Algo parecido ocurre también en las comunidades espirituales, en las organizaciones ideales o carismáticas. Si una asociación o una congregación es, por así decir, simple, es decir nace simplemente para desempeñar una actividad esencial, religiosa o educativa, fundada por una o varias personas para ese fin específico, es probable que la distinción entre el ideal (misión) y las personas de sus fundadores sea bien clara y estable. En cambio, en el caso de movimientos espirituales complejos y con fundadores muy carismáticos, donde la misión no es unívoca ni simple (por ejemplo re-evangelizar el mundo), frente a la invisibilidad y altura del ideal, que queda invisible porque es demasiado complejo y distinto como para ser representado, puede ocurrir que el pueblo no mantenga durante mucho tiempo el “culto” del pedestal-sin-estatua y, de buena fe, importe a su propio panteón a un dios extranjero más sencillo, o bien con el tiempo acabe transformando al fundador (el pedestal) en la imagen del ideal. Cuanto más alto es el mensaje que nos anuncia un profeta, más fácil es que se convierta en un ídolo – no hay que excluir que la muerte de Moisés en el monte Nebo y su salida de la Biblia fuera el intento de evitar que “el profeta más grande de todos” se convirtiera en un ídolo.
Este es un error muy frecuente, que se produce cuando, en carismas altos y abstractos, los fundadores dejan progresivamente de ser los querubines del arca y se convierten en el becerro de oro. En estos casos, los profetas destruyen la imagen que se ha vuelto idolátrica y todos, incluidos los profetas, se encuentran con un santuario vacío, sin divinidades y sin peanas. Un vacío religioso y espiritual necesario, activo y sufrido, durante el cual hay que combatir contra el espíritu de muerte de las depresiones colectivas, y volver a empezar mañana. Y después, tal vez otro día, recuperar el lugar adecuado para los fundadores. En medio de este proceso está el desierto y el exilio: Israel no habría superado la fase del becerro de oro sin Moisés (desierto) y sin los profetas del exilio: las “destrucciones” se vuelven “creadoras” si nos acompaña al menos un profeta que nos enseñe a usar el oro fundido del becerro destruido para construir con él querubines y una nueva arca de la alianza.
Engarzada en el corazón de la destrucción idolátrica, encontramos otra perla de Oseas, una de las frases más populares y sabias de la Biblia, que nos llega como un dardo de fuego a nuestra vida civil y política: «Siembran viento y cosechan tempestades» (8,7). Para terminar, Oseas retoma y desarrolla un tema muy querido para él: la multiplicación de los cultos, altares y santuarios: «Efraín multiplicó sus altares, pero para pecar le sirvieron sus altares» (8,11). Generalmente la transformación idolátrica va asociada a la proliferación de los altares, no a su reducción. Cuando Dios se convierte en un dios sencillo, cuando pierde su dimensión transcendente e imposible de gestionar, pierde altura y se reduce a un pedestal. Así es fácil de reproducir, bastan dos buenos canteros. La religión se vuelve una técnica, el “qué es” (maná) se convierte en “cómo funciona”, en know-how. Los altares se llenan de manufacturas sagradas. Y los profetas gritan, en vano.
De ahí nos viene un mensaje importante: la multiplicación de prácticas religiosas no es por sí misma signo de fe y moralidad; es más, para los profetas la multiplicación de cultos y sacrificios es precisamente la primera señal de degradación ética y religiosa: «Aunque ofrezcan sacrificios y se coman la carne, al Señor no le agradan» (8,13). Quién sabe cómo valorarían los profetas bíblicos este tiempo nuestro de altares y santuarios vacíos. Tal vez sabrían decir palabras distintas de las nuestras, palabras anti consolatorias, de una esperanza no vana.