El signo y la carne

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Vivir el entrecomillado de Dios

El signo y la carne/1 – Comienza el comentario al libro de Oseas, el primero de los llamados profetas menores. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 28/11/2021

«Cuando empecé a comentar el libro de Oseas, hace ya siete años, estaba convencido de que lo conocía bastante bien. Hoy pienso que la riqueza de este libro profético, en gran parte, sigue siendo totalmente desconocida».

Joachim Jeremias, Oseas

Oseas, marido de Gomer, grabó su vocación en su propia carne, lo que desvela ya un comienzo paradójico. Y nos ayuda a entender el oficio distinto de la profecía.

La Biblia habla mucho de fe. Habla menos de confianza, que es el significado gemelo de la antigua palabra latina fides. La nombra poco porque la confianza es su condición necesaria. Es lo que no se dice, la hipótesis fundamental con la que comenzar con provecho cualquier lectura bíblica. La Biblia se abre y se desvela si le damos confianza, si le damos crédito, si la creemos. Antes de creer en las palabras contenidas en la Biblia es necesario creer a la Biblia, porque las verdades de la Biblia mendigan nuestra confianza en la Biblia. Aquí se muestra la típica debilidad del Dios bíblico: no puede comunicarnos nada si nosotros no le entregamos antes nuestra confianza en su palabra. Solo puede hacerlo si creemos que no nos cuenta mentiras, y si creemos las palabras de sus personajes, mientras no tengamos razones fuertes y convincentes para dudar; si creemos, en definitiva, las palabras de todos sus protagonistas, pero sobre todo de los profetas, que son el entrecomillado de Dios. Entonces, cuando leemos en la primera línea del libro de Oseas: «Palabra de YHWH que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiempo de Ozías, Yotán, Acaz y Ezequías, reyes de Judá, y en tiempo de Jeroboán, hijo de Joás, rey de Israel» (Oseas 1,1), se nos está invitando a creer que lo que dice el antiguo profeta de nombre estupendo ("YHWH salva", parecido a Isaías), es ante todo un hecho histórico. Oseas fue verdaderamente un profeta, que comenzó verdaderamente su actividad profética en el reino del Norte durante el reinado de Jeroboán II. 

Oseas fue el único profeta escritor originario del Reino del Norte, donde vivió y profetizó. Era un poco más joven que Amós y un poco mayor que Isaías. Actuó en los últimos y tumultuosos años de existencia del Reino del Norte, entre el 755 y el 724 a.C. Así pues, Oseas habló y escribió durante una grave crisis de su tierra, que culminará – con él aún vivo – con la primera deportación a Mesopotamia. Fue espectador de un declive político y religioso. Por eso, Oseas es un profeta importante, tal vez esencial, para las comunidades o personas que están viviendo declives y crisis o se encaminan hacia una deportación.

Esto nos desvela por qué hay que volver hoy a los profetas bíblicos, y a Oseas en particular. La profecía bíblica es un mapa muy valioso, a menudo único, para orientarse bien en las peligrosas excursiones brumosas y en los descensos escarpados fuera del camino, bien porque no hay camino o porque todavía no ha sido trazado. En los momentos difíciles y arriesgados, las comunidades deben acudir diaria y tenazmente a los profetas para dejarse amaestrar por ellos.

Oseas es el primero de los llamados doce profetas “menores”, aunque parece no ser el más antiguo (Amós es probablemente anterior). Es el primero porque crea el cuadro teológico en el que leer los otros once libros. Los temas, la biografía y las metáforas de Oseas influyeron en Jeremías, en Ezequiel y quizá también en Isaías, y por consiguiente en la Biblia entera, Antiguo y Nuevo Testamento.

«Comienzan las palabras de YHWH a Oseas» (1,2). Este inicio del versículo 2 es importante porque sitúa las paradójicas vicisitudes familiares de Oseas dentro del diálogo con Dios, e incluye su propia biografía entre las palabras que Oseas debe transmitir por mandato de Dios. Siempre ha estado en discusión la historicidad de las vicisitudes familiares de Oseas, y la discusión continuará con nuevas hipótesis, ya que, entre otras cosas, en los textos no hay suficientes elementos para llegar a una lectura única. Entonces, también en este caso, conviene que creamos lo que dice Oseas y lo que sus discípulos nos han transmitido, incluyendo por tanto las primeras palabras que, según el libro, le dirige YHWH: «YHWH dijo a Oseas:  –Ve, toma por esposa a una prostituta y ten hijos de prostitución, porque el país está prostituido, alejado del Señor» (1,2).

Si las palabras de los profetas no son fábulas, si no son un mito (no solo en el sentido de los relatos de Homero, sino también en el de los relatos míticos de los primeros capítulos del Génesis), entonces también estas palabras de Oseas son historia, si bien en forma profética. Son mensaje y signo que se hacen historia. Si el énfasis en la metáfora y el símbolo absorbiera y borrara la dimensión histórica de las palabras del libro (algo que ocurre con frecuencia), se perdería el corazón del humanismo bíblico y de la profecía, y leer la Biblia resultaría poco interesante.

No debemos reducir la fuerza de la palabra de Oseas, transformando y transfigurando su biografía en mera alegoría y metáfora de la infidelidad de Israel. Ciertamente, en su historia hay también un mensaje alegórico para Israel y para todas las prostituciones de la política, de los sacerdotes y de los poderosos de su tiempo y de todos los tiempos. Pero también está la historia personal de Oseas, de su mujer, de sus hijos, de su vida. Si queremos tomarnos en serio el significado antiguo de la palabra-símbolo debemos volver a los objetos (monedas o paños) que se dividían en dos partes durante un pacto: cada uno se llevaba una parte de modo que en el futuro día del reconocimiento cada uno pudiera encajar su parte con la del otro – diciéndonos así, entre otras cosas, que en todo acto de reconocimiento hay dos partes que deben encontrarse –. En los símbolos bíblicos está el mensaje de Dios, su trozo de paño. Pero este trozo suyo es inútil si falta el otro, hecho de carne y sangre de hombres y mujeres. Sin la verdad de nuestra parte del tejido, los mensajes bíblicos son vanitas y humo, y sobre todo no salvan nada ni a nadie. Esta es otra diferencia entre los relatos bíblicos y las novelas: a la novela le falta la parte de la carne. Las novelas que se han hecho grandes han sido las que, de algún modo, han sido capaces de dar carne y sangre a sus protagonistas – acercándose así mucho a la Biblia, hasta tocarla y cruzarse con ella –.

Además, si comparamos este relato de Oseas con otros grandes relatos biográficos de los profetas (Isaías, Ezequiel, Jeremías) inmediatamente nos daremos cuenta de que la historia familiar de Oseas ocupa en su libro el mismo lugar que en los otros profetas ocupa el relato del día de la vocación. La vocación de Oseas adquiere las palabras de mujer e hijos. Y así es como hay que tomar su vocación, sin quitarle nada, ni una tilde, a su paradoja. Porque Dios casi siempre habla en la Biblia dentro de la paradoja. Abraham cree en la promesa de una tierra y muere en tierra extranjera. Ezequiel recibe de Dios la tarea de profetizar e inmediatamente después el mismo Dios hace que se le pegue la lengua al paladar. El Hijo del hombre viene para anunciar el amor fiel de Dios y muere en cruz gritando el abandono de Dios.

La historia de Oseas es un capítulo más de esta historia paradójica, de esta aventura entre YHWH y nosotros, hecha de dolores absurdos y salvaciones sorprendentes. Entonces, para no perdernos la parte más hermosa y reveladora del libro de Oseas, debemos pensar que verdaderamente Oseas recibió como primera tarea profética la de casarse con una mujer infiel y adúltera (hay que entender el término “prostituta” no en el sentido específico de oficio mercenario, ya que en ese caso la palabra hebrea sería otra: zóná). La biografía de los profetas era, para sus discípulos y para el pueblo, demasiado valiosa como para tergiversarla o profanarla, aunque fuera por razones teológicas – los discípulos y los amigos de los profetas son también guardianes de su biografía para protegerlos de manipulaciones ideológicas –. Por eso debemos tomar estos datos familiares como algo tremendamente serio. Además, esto forma parte de la lógica profética: Jeremías recibió de Dios la orden de quedarse soltero, y a Ezequiel Dios le arrebató a su mujer, la “luz de sus ojos”. Oseas no habla, no dialoga con Dios, no protesta. Habla actuando, como Noé: «Fue y tomó a Gomer, hija de Diblaín» (1,3). En el diálogo entre Dios y sus profetas se habla sobre todo con los pies y con las manos.

El símbolo encarnado de Oseas, semejante pero más paradójico que los símbolos de los otros grandes profetas, nos revela algo decisivo de la lógica de la vocación profética, de la Biblia y de la vida. El profeta pone la carne con la que Dios escribe sus mensajes a la humanidad, que gracias a él/ella se convierten en mensajes encarnados (Jueces 19,29). El profeta, antes de hablar con la boca, habla con todo el cuerpo, con su vida, con su biografía, con su familia y con sus hijos. He aquí otro elemento que nos dice que en la Biblia a los profetas no se les promete la felicidad: en estas historias hay una persona llamada a convertirse en mensaje vivo, nada más lejos de la happiness. Ayer y hoy, porque si en la vida la búsqueda de la propia felicidad es demasiado poco, en la Biblia no es nada.

Oseas, entonces, nos explica la intimidad de un profeta. Es signo y es carne a la vez. Habla con palabras, pero antes o después – al principio, en mitad o al final de su vida – llega un día en que él mismo se convierte en el mensaje que anuncia. No lo busca, no lo desea: sucede y basta. Por eso, recibir una vocación profética en tiempos de grandes crisis es una experiencia dramática y dolorosa. El profeta va adquiriendo día a día el aspecto del mensaje, y si el mensaje es duro, severo y paradójico, los profetas se vuelven duros, severos y paradójicos. No lo quieren: ocurre y basta. No es un buen oficio, pero es su oficio, a menudo útil, a veces esencial.

Por eso, tal vez solo los profetas nos enseñan el sentido de la palabra destino: todos nosotros somos más grandes que nuestro destino, podemos cambiarlo y torcerlo con nuestra libertad. Los profetas no: poseen muchos dones, algún que otro gran privilegio, pero no pueden cambiar el alma de su destino. Y si lo hacen, se pierden.

Y luego, con su radicalidad absoluta, nos recuerdan a todos una gran verdad: si hemos escuchado una voz y anunciado la belleza de la pobreza elegida, llegará un día en que nos haremos verdaderamente pobres, y ese mensaje se convertirá en nuestra carne. Si hemos deseado sinceramente dar nuestra vida por un ideal, un día la daremos de verdad, aunque sea el último día. Porque la vida, no solo la profecía, es a la vez signo y carne.

Sin profetas y sin artistas (que se parecen mucho, tal vez demasiado) la vida social solo sería un asunto de emociones, incentivos e intereses. La profecía la convierte en algo distinto, más grande e imprevisible. Trágico y paradójico. Y así es como nos sigue encantado, y nosotros estamos agradecidos.

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