El misterio revelado/20 – La Biblia sigue estando viva si nos libera de viejas y nuevas idolatrías.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/08/2022
«Así dice el dios Indra: Ofréceme un sacrificio, que estoy hambriento».
Satapatha Brahmana, 11, texto védico.
Termina aquí el comentario al libro de Daniel y al deseo, suyo y nuestro, de soñar a Dios. El relato de Bel y el dragón nos deja una enseñanza nueva sobre los ídolos y sobre la esperanza mesiánica.
«Daniel vivía con el rey, más honrado que sus demás amigos. Tenían los babilonios un ídolo llamado Bel; cada día le llevaban medio quintal de sémola, cuarenta ovejas y ciento treinta litros de vino. También el rey lo veneraba y acudía todos los días a adorarlo» (Daniel 14,2-4). En su último capítulo, el libro de Daniel retoma los grandes temas de la primera parte. Bel es el nombre acádico de Marduk (Jr 50,2), hijo de Ea. En la mitología babilónica (Enuma Elis, II milenio a.C.) es el dios jefe del panteón, el creador del orden al derrotar a Tiamat, el dragón del abismo, divinidad femenina del océano tempestuoso y del caos primordial.
El relato comienza con el tema de la comida para el dios Bel. La alimentación de los dioses es un elemento común a muchas religiones arcaicas. El pueblo debía “mantener a los dioses” (el dullu) con vida, alimentándolos y apagando su sed. Del mismo modo que no se puede ir a ver al rey sin llevar presentes y ofrendas (re-galos), tampoco se puede ir al templo sin llevar presentes, alimentos y vino para el dios. La costumbre de alimentar a los dioses se mezcla con la tradición, tan viva en Egipto y entre los pueblos itálicos, de alimentar a los muertos, sobre todo con ocasión de algunas fiestas, cuando estos regresaban entre los vivos. En Mesopotamia imaginaban una corte divina simétrica a la humana, y por eso cada día había que alimentar al dios Marduk más o menos con la misma cantidad de alimentos y bebidas necesaria para alimentar al rey y a su familia. Dar de comer a los dioses era un rito que tenía que ver con el gran tema de los sacrificios, que a menudo consistían en ofrendas de animales, flores y vegetales (las habas eran típicas para los muertos), y en libaciones (líquidos) que a veces se vertían sobre las tumbas de los difuntos. Muchas veces, la comida se convertía en un acontecimiento comunitario ante el dios que asistía al banquete e incluso tenía una silla y un plato reservado. El templo babilónico estaba dotado de cocinas y vajillas, dormitorios y habitaciones laterales para la familia de la divinidad. En la sala del dios Marduk había una imagen suya, ante la cual se depositaba la comida. Después, se extendía una cortina mientras el dios comía. Y cuando la cortina se retiraba la comida ya no estaba.
Si el dios está vivo y por tanto actúa, si los muertos siguen con una misteriosa vida, entonces tienen que comer y beber, porque los vivos comen y beben, aunque sean dioses. Los banquetes fraternos de las primeras comunidades cristianas, el agape del que habla San Pablo, conservan restos de estos banquetes sacrificiales arcaicos, pero con la novedad radical de que en el banquete eucarístico es Dios quien nos alimenta dándose como pan y vino. Para el hebreo del siglo II a.C. que escribió este relato sobre Bel, el dios Marduk no podía comer la comida porque el dios Bel era un simple ídolo y por tanto no estaba vivo: era un trozo de madera, un espantapájaros en un campo de sandías. Así pues, para Daniel, desenmascarar a los sacerdotes delante del rey, mostrando que eran ellos quienes se comían la comida y no Bel, era un instrumento potente para desvelar la falsedad de esas divinidades: «Sin embargo, Daniel adoraba a su Dios. El rey le preguntó: –¿Por qué no adoras a Bel? Contestó: –Porque yo no venero a dioses de fabricación humana … El rey le contestó: –Entonces, ¿no crees que Bel es un dios vivo? ¿No ves todo lo que come y bebe a diario? Daniel repuso sonriendo: –No te engañes, majestad. Ese es de barro por dentro y de bronce por fuera y jamás ha comido ni bebido» (14,4-7).
Es interesante notar un detalle. El rey cree que Bel está vivo porque come y bebe. Aquí se desvela un elemento decisivo de todo culto idolátrico – de tótems, de ideas o de personas –. El dios come, y por tanto está vivo: el rito de la alimentación es el que dice la verdad del culto, no al revés. El rey babilónico, para convencer a un Daniel escéptico, le dice en efecto: «No ves todo lo que come y bebe a diario?». Es la liturgia diaria la que crea el culto, y es el culto el que genera la cultura. Ayer en los templos babilónicos y hoy en los templos del capitalismo, donde la cultura se alimenta de cultos diarios de nutrimiento de dioses secularizados – por eso, para cambiar la cultura capitalista es necesario cambiar los cultos diarios de trabajo y de consumo, sin hacerse la ilusión de que basta con escribir libros sobre la cultura económica –. Del mismo modo que el rey de Babilonia no se preguntaba acerca de la naturaleza verdadera o falsa de su dios sino que la deducía de su culto – come los alimentos que le llevamos: por tanto está vivo –, nosotros también hemos dejado de hacernos preguntas sobre la verdad de nuestras liturgias económicas, sobre su justicia y equidad: vemos que la comida desaparece, y creemos sin ver (el capitalismo, a su manera, es una fe). Es una liturgia perfecta e infalsificable mientras no haya un profeta que pregunte sobre la naturaleza del culto, sobre lo que ocurre detrás de la cortina. Pero, a diferencia de lo que ocurría en Babilonia, nuestro capitalismo no tiene un solo cuarto, una cortina y unas decenas de sacerdotes embaucadores: nuestro palacio tiene tres mil salas y miles de cortinas bajadas que impiden ver si Bel come y cómo lo hace, un universo de salas veladas una dentro de otra. Y así el trabajo de Daniel (o de Francisco) se parece al de Sísifo: después de la enésima cortina desvelada aparece otra, y el desvelamiento parece no tener fin. La Biblia nos da en todo caso una gran esperanza: al final la última cortina será retirada y el misterio revelado. Esta esperanza no es vana si entre nosotros permanece vivo al menos un profeta y si no nos olvidamos de la Biblia.
En el relato, Daniel juega bien su papel mostrando el truco de los sacerdotes. Acepta el reto que le propone el rey para mostrarle que no es Bel quien se come la comida. Se dirige con el rey y con los setenta sacerdotes al templo, ponen la comida delante del ídolo, y después sellan puertas y ventanas. Los sacerdotes «se sentían muy seguros, porque habían hecho debajo de la mesa un pasadizo oculto por donde entraban siempre a comer las ofrendas» (14,12). Encontramos aquí otra constante de la Biblia, sobre todo de la tradición profética (Jeremías, Oseas): la crítica a los sacrificios pasa por desvelar los tráficos económicos y los embustes de los sacerdotes. A Dios no le resultan útiles los sacrificios, pero sí a los empleados del templo, que se alimentan de los pecados del pueblo y de sus ideas religiosas ingenuas.
Daniel hizo poner cenizas en el cuarto de Bel, y cuando al día siguiente el rey constató que la comida había desaparecido, «Daniel, riéndose, sujetó al rey para que no entrase y le dijo: –Mira al suelo y averigua de quién son esas huellas. El rey repuso: –Estoy viendo huellas de hombres, mujeres y niños. Y lleno de furia, hizo arrestar a los sacerdotes con sus mujeres y niños» (14,19-21). Daniel ríe por segunda vez: este capítulo es uno de los pocos lugares de la Biblia donde un personaje (como Sara) ríe. Pero si conociéramos mejor la cultura rabínica descubriríamos mucho humor en los libros sagrados, puesto que la capacidad de bromear y de jugar es una dimensión esencial de los seres humanos (y quizá también de Dios), y por tanto no puede ser ajena al humanismo bíblico, que no deja fuera de su arca ni una sola tilde de lo humano.
El capítulo termina con el episodio del dragón, un animal presente en gran parte de la mitología antigua y medieval: «Había un dragón enorme, al que veneraban los babilonios. El rey dijo a Daniel: –No dirás que este es de bronce; está vivo, come y bebe; no puedes negar que es un dios vivo. Adóralo. Respondió Daniel: –Yo adoro al Señor, mi Dios, que es el Dios vivo. Dame permiso, majestad, y mataré al dragón sin palo ni cuchillo» (14,23-25). En Babilonia, el dragón era imagen del caos, y en la Biblia hay monstruos marinos tremendos, el más famoso de los cuales es Leviatán (drakon es la palabra que la versión griega de los LXX usa para traducir Leviatán). Pero también era habitual en las religiones antiguas asociar a los dioses con animales, que, para la Biblia, tenían la misma naturaleza idolátrica que las estatuas y las imágenes. Si el dios Bel es vanitas, también sus animales sagrados lo son: «Entonces Daniel tomó pez, grasa y pelos; los coció, hizo unas albóndigas y se las echó en la boca al dragón. El dragón las comió y reventó. Daniel sentenció: –Eso es lo que venerabais» (14,27). La trama de la historia se complica: el pueblo acusa al rey de «haberse vuelto judío» (14,8) y lo amenaza de muerte, y este, por miedo, entrega a Daniel al pueblo que lo arroja al foso de los leones, como en la escena del capítulo 6. Pero, también en esta ocasión, Dios interviene a través de un profeta arrastrado hasta Babilonia desde Judea y sujetado «por los pelos» por un ángel, y salva a Daniel de la muerte: «Daniel, levantándose, se puso a comer. Mientras, el ángel del Señor restituía a Habacuc a su país» (14,39).
Con esta enésima acción de YHWH termina el libro de Daniel, reiterando que el Dios bíblico es antes que nada un libertador, ya sea de los fosos de los leones, de la esclavitud o de los ídolos y por tanto de las ideas erróneas de Dios. Ayer como hoy, la Biblia sigue estando viva si nos libera cada día de las esclavitudes de las ideologías idolátricas, dentro y fuera de las religiones. Si la Biblia no libera y se convierte en un bien de confort, transformamos a su Dios en un dios inútil si no dañino.
Así termina este viaje que comenzó hace veinte semanas. Entonces quizá no creía que Daniel fuera tan hermoso, espiritual, ético y apasionante. Temía que sus visiones de ángeles y de fieras monstruosas nos podrían llevar demasiado lejos de nuestra historia herida por una guerra que estalló en Ucrania precisamente mientras escribía a finales de febrero el primer artículo de la serie: este comentario ha nacido en este dolor y llevará sus estigmas para siempre. Sin embargo, hemos descubierto que en la Biblia incluso la apocalíptica es historia, incluso los ángeles nos empujan a amar más la tierra. Al final nos quedan las visiones, nos quedan los sueños magníficos, nos queda el maravilloso “Hijo del hombre” y su Reino que tiene que llegar, y llegará si no dejamos de soñarlo y pedirlo. Nos queda, aún más fuerte, el deseo de volver a soñar a Dios. ¿Lo conseguiremos?
Tras dos semanas de pausa, a primeros de septiembre retomaremos el camino con una nueva serie. Solo me queda dar las gracias a Marco Tarquinio: la primera alegría de estos artículos me llega el sábado por la tarde, cuando me devuelve el artículo con sus notas, con sus “correcciones”, con el título hecho a medias y su frase introductoria. Así mi primer texto se convierte en empresa colectiva, en un bien relacional de toda la redacción (a la que doy las gracias). Gracias en fin a los lectores por la benevolencia que siento que aumenta, en un viaje donde os habéis convertido en compañeras y compañeros necesarios.