El misterio revelado/18 – Todos morimos, pero no somos entregados al polvo para siempre.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 31/07/2022
«Cerca de Dijon, cuando se iban a cortar las últimas espigas de trigo, se sacaba a la calle un buey adornado con cintas, flores y espigas, al que seguían, bailando, todos los segadores. Después, un hombre vestido de diablo cortaba las últimas espigas y mataba al buey. Una parte de la carne se comía durante la siega y la otra se conservaba hasta el día de la siembra, en primavera».
Arnold Van Gennep, Manuel de folklore français contemporain.
La última visión de Daniel, una profecía de la resurrección cristiana, es una enseñanza sobre la esperanza y sobre el sentido bíblico de la espera no vana y de dejar espacio a nuevos protagonistas.
Las mujeres y los hombres son capaces de resurgir. Después de enfermedades tremendas, depresiones, lutos, fracasos y abandonos saben levantarse y salir de sus tumbas, aunque nadie les grite “sal fuera”. Si es cierto que las resurrecciones humanas existen porque existe Dios, también es cierto que Dios existe porque existen nuestras resurrecciones – son dos verdades amigas y hermanas –. La resurrección está inscrita en el alma de las personas y de los pueblos; es parte del repertorio ético del homo sapiens. No es una novedad cristiana, aunque para la Iglesia la resurrección del Cristo sea un acontecimiento distinto e inédito. Muchos pueblos ya habían intuido, deseado, rogado y esperado que algo vivo y verdadero continuara cuando los hombres y las mujeres cerraban los ojos por última vez. Se han encontrado restos de comida y de utensilios en tumbas de hace al menos 90.000 años, que expresan la antigua creencia, o al menos la esperanza, de que el final no fuera el verdadero final. Los egipcios estaban seguros de que la vida continuaba después de la muerte y de que habría un juicio para los muertos frente al dios Osiris. El ciclo de vida y muerte inscrito en la naturaleza y en las cosechas siempre ha sido el gran libro donde la humanidad ha aprendido la esperanza de que, después del último otoño, también para los seres humanos habrá una primavera distinta. En algunas tradiciones indoeuropeas, la última gavilla se enterraba y, una vez enterrada, se bendecía y se pedía que resucitara, como garantía de que el trigo humano tampoco se extinguiría para siempre tras el paso de la guadaña.
La Biblia tiene una perspectiva distinta también sobre esto. El Dios bíblico es el Dios de los vivos, ama la vida y no quiere la muerte de sus fieles. Para nosotros, hijos del humanismo cristiano, es difícil comprender que sea posible creer en Dios sin vincular su existencia a la vida después de la muerte, cuando al fin lo veremos. Para el Antiguo Testamento, tras la muerte no vamos a YHWH sino al Sheol, el reino de los muertos, que no era demasiado distinto del de los griegos y romanos, pero sí muy distante del paraíso cristiano. Cuando el rey Ezequías sanó de su enfermedad mortal, dio las gracias a su Dios con estas palabras: «Decía: No veré más al Señor en la tierra de los vivos» (Is 38,11). La tierra de los vivos es el lugar del encuentro con Dios: «No alaban al Señor los muertos, ni los que bajan a la fosa. Nosotros, los vivos, bendecimos al Señor ahora y siempre» (Sal 115,17-18). De ahí el inmenso amor y aprecio de la Biblia por la vida. Su paraíso son los hijos. Su paraíso es dejar la tierra con buena fama. Su paraíso es el Shabbat. En la Biblia son muy escasas y raras las referencias a la idea de que los muertos puedan resucitar y volver de algún modo a la vida. Elías y Eliseo resucitaron niños, y resucitándolos los rescataron del reino de los muertos. Sin este infinito amor por la vida nos habría faltado el gran valor ético de todo lo que los hombres y las mujeres hacen mientras están vivos. Nos habría faltado el ora et labora. Nos habría faltado la economía de mercado y el aprecio por las obras de arte. No habríamos imaginado la bendición del ángel de la muerte – solo una cultura de la vida sabe abrazar la muerte –.
Pero en algunos versos más grandes que su escritor, la profecía intuyó que la existencia y la promesa de vida de YHWH podría agujerear el velo del tiempo histórico, que la economía de la justicia divina necesitaba un arco más grande que el que se contiene bajo nuestro cielo, porque en su parte invisible para nosotros pero real tenían que estar escritos los finales de nuestras historias más importantes, los de los pobres, los de las víctimas. Porque si el último capítulo de las vidas de los vivientes fuera realmente el último, la justicia del universo sería demasiado pequeña: la tierra siempre ha clamado por una justicia más grande que la que era capaz de ver. Toda la historia ha gritado durante milenios con fray Cristóbal: «¡Llegará un día...!» – y sigue gritando: «Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. Los sabios brillarán como brilla el firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (Daniel 12,1-3).
Este pasaje, considerado por los cristianos, junto con otro de Isaías (26,19), una profecía de la resurrección en el Antiguo Testamento (no sabemos cuál de los dos es más antiguo), no es una expresión más de la teología retributiva bíblica. Esta antigua y sencilla idea religiosa solo es el envoltorio de algo mucho más profundo y verdadero. Es la esperanza de que todo el dolor del mundo sea recogido «en el odre» de Dios (Salmo 56), sin que se pierda ni una sola lágrima. La justicia humana se ha basado durante milenios en esta idea. El juicio de Dios tras la muerte o al final de los tiempos era la mirada de última instancia sobre las acciones humanas, una mirada que no solo no ha eliminado la injusticia de la tierra sino que tal vez ha impedido que superase la masa crítica de la explosión del mundo. La pregunta entonces es: ¿conseguiremos que no explote la injusticia en la tierra ahora que hemos eliminado de nuestros actos esa mirada más alta y larga? Lo que está sucediendo con el planeta parece indicar que no: una tierra vaciada de dioses se está convirtiendo en botín para los más fuertes y en una incursión de chacales.
Al final de esta visión, Daniel recibe una orden: «Tú, Daniel, guarda en secreto estas palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin» (12,4). Estos son los lugares donde la Biblia se supera a sí misma, se sublima y sus palabras se vuelven más grandes que las intenciones del autor – tal vez sea este uno de los significados de “libro inspirado” –. Aquel autor perseguido pensaba y esperaba que la profecía del Daniel personaje literario del pasado estuviera a punto de cumplirse (era su misma profecía-esperanza), y que el «tiempo del fin» supusiera el final de su persecución y la venida de un nuevo reino de justicia. Para él, los sellos estaban a punto de ser quitados, unos años más y el misterio sería revelado. Sin embargo, sin saberlo, sus palabras han nutrido a generaciones de buscadores de justicia, oprimidos y mártires, que esperaban su misma liberación – la Biblia es también tiempo histórico que se eterniza –.
Querido autor antiguo, querido compañero de fe y de esperanza: gracias por haber sellado tu libro y no haberlo abierto. No podías saberlo, pero tú no has quitado esos sellos para que nuestros hijos y nietos, hasta el último humano, puedan vivir y morir esperando ser ellos quienes los quiten. No los has quitado para que el hombre o la mujer del futuro, releyendo este capítulo 12 del libro, pueda leer su nombre en el libro de la vida, y seguir con su batalla de justicia. Eres tú, hija, hijo, el ángel que debe quitar los sellos, el ser humano que debe al menos intentarlo, y al final morir contento por haberlo intentado, y después bendecir a los hijos que seguirán tu misma carrera.
Una vez terminada su visión, Daniel ve dos seres celestiales sobre las dos orillas del río. Uno de ellos le pregunta al que va «vestido de lino» y está sobre las aguas: «¿Cuándo será el cumplimiento de estas maravillas?». Daniel oye la respuesta: «Todas estas cosas se cumplirán dentro de un tempo, dos tiempos y medio tiempo» (12,6-7). El velo que envuelve el misterio del sentido de ese «tiempo, dos tiempos y medio tiempo» es lo que hace que la Biblia no se convierta en una fábula o en el libro de Nostradamus, aunque sean innumerables los intentos fantasiosos de aplicar aquellas profecías a nuestro futuro. Uno de estos intentos es el del autor del último paso redaccional del libro de Daniel, actualizando unos meses la profecía, dado que los pocos años ya habían pasado y la justicia no había llegado: los 1.290 días (así es posible leer el «tiempo, dos tiempos y medio tiempo» del versículo 7) se convierten en el versículo 12 en «1.335 días».
La frase más importante de este último capítulo del libro en la tradición judía (y protestante) – nosotros comentaremos durante las dos próximas semanas de calor los capítulos 13 y 14 de la tradición católica, con las magníficas historias de Susana y “Bel y el Dragón” – es quizá la que encontramos en el versículo 12: «Dichoso el que sepa esperar con paciencia». Esta bienaventuranza de la espera, que recuerda el final del Conde de Montecristo, es la bendición más hermosa para el lector de la Biblia que cree en su promesa. Su tiempo es el de la espera, pero una espera plena, densa, verdadera, la de quien sabe esperar sabiendo que algo o alguien, antes o después, vendrá de verdad. Es la espera del padre del hijo pródigo, la del amigo que tarda pero volverá, la de la paz que aún tiene que llegar, la de la fe que hemos perdido pero no para siempre, la de los rostros de las personas que hemos amado y sabemos que debemos volver a ver. La fe bíblica es esta esperanza. Esta esperanza es toda fe. El amor-agape no es vano si florece a partir de esta fe y esta esperanza distintas.
Al final de sus visiones – todas magníficas: nos han hecho soñar de nuevo con Dios y los ángeles – Daniel recibe una última exhortación: «Tú, vete a descansar; te levantarás para recibir tu suerte al fin de los días» (12,13). Nosotros podemos imaginar a Daniel yendo en paz hacia el final de sus días, con la fe-esperanza-agape de que el final no será el final: también él estará entre los justos que se levantarán del polvo. Daniel es el primero de los resucitados. Entonces todo el Antiguo Testamento está en el huerto de José de Arimatea: los profetas, los mártires, los salmos, la hija de Jefté y todas las víctimas de la historia, el Bautista, y quizá también Judas. Todos orando y esperando con Daniel.
También Daniel, como Moisés, como Noé, como Elías, tras haber realizado su tarea, sale de escena, pero no sale de la Biblia. Esta es la castidad más hermosa de la Biblia. Esta es su anti idolatría: sus hombres y mujeres más grandes y queridos no se han convertido en ídolos porque, en el momento oportuno, se han retirado para dejarnos sitio. La Biblia sigue viva gracias al espacio que nos han dejado sus protagonistas, al espacio que nos ha dejado Dios. Y nos repite: haz tú lo mismo.