El misterio revelado/8 – Hace falta toda una vida para poder vernos como Dios nos ve.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 22/05/2022
«Palabras de la oración, pronunciadas por Nabónido, rey de Babilonia, el gran rey: Yo, Nabónido, padecí una úlcera maligna durante siete años, y de los hombres me alejaron. Un vidente perdonó mis pecados. Era un judío».
La Oración de Nabónido, hallada entre los manuscritos de Qumrán
El cumplimiento del sueño tremendo que el rey de Babilonia narra a Daniel nos desvela algunos episodios de la gramática de la “maldición del éxito” que afecta a imperios y comunidades.
Nuestros actos de justicia no son el precio de nuestra salvación, solo son expresión de una ley de reciprocidad. La interpretación del sueño del gran árbol concluye con un consejo de Daniel al rey Nabucodonosor: «Por eso, oh rey, acepta mi consejo: expía tus pecados con obras de justicia y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu ventura sea larga» (Daniel 4,24-25). La conversión del rey y sus obras de misericordia no son la condición para ser restablecido en su reino el día de mañana. El consejo de Daniel nos dice que en todo caso es conveniente convertirse y realizar obras de justicia y de misericordia con los afligidos. Es bueno ser justos y misericordiosos. Podemos no hacerlo, y Dios nos amará igualmente, porque si no lo hiciera sería peor que nosotros, que amamos a nuestros hijos aunque sean malos e ingratos. Pero también podemos decidir ser misericordiosos, podemos desear parecernos a Dios. Podemos hacerlo precisamente porque somos libres, porque estamos seguros de que seremos amados aunque no lo hagamos. En este encuentro de excedentes, en este diálogo de libertad de amor se encuentra el corazón de la Biblia y, tal vez, el misterio de su Dios. Hace falta toda una vida y una infinita mansedumbre para ser capaces de mantener nuestras miradas al nivel de los ojos de Dios y, en este encuentro alto de pupilas, aprender que somos más hermosos que nuestros méritos y menos feos que nuestras culpas.
Terminada la explicación del sueño, el libro nos dice que la profecía contenida en la visión se cumple: «Al cabo de doce meses, paseando por la terraza de su palacio de Babilonia, el rey dijo: Esta es Babilonia la magnífica, que yo he construido como capital de mi reino, en un alarde de poder y para honrar mi majestad. No había acabado de hablar, cuando se oyó una voz en el cielo: ¡Contigo hablo, rey Nabucodonosor! Has perdido el reino» (4,26-28). Este pensamiento de Nabucodonosor tiene una importancia enorme. Es una clave de lectura de todo este complejo y hermoso capítulo. Podemos imaginar al rey paseando entre los jardines colgantes. En un momento determinado, un pensamiento crece, se separa de todos los demás y se impone en su alma hasta hacerse dominante: he realizado algo verdaderamente extraordinario, y lo he hecho “en un alarde de poder”. Es el sentimiento opuesto al que Italo Calvino atribuía a Kublai Kan: «En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado (...); una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros (...); es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma» (Las ciudades invisibles). El estado de ánimo de Nabucodonosor es muy distinto. Está en el culmen de su éxito. Lo ver por todos lados, y está convencido de que él es el principal, si no el único, artífice de esa obra extraordinaria. Los griegos tenían una palabra para describir concretamente este sentimiento del rey: hybris, una combinación de orgullo, arrogancia y soberbia. El libro de Daniel nos dice además que todo poder absoluto es ateo, aunque esté bendecido por sacerdotes y la coronación se realice en el templo, porque el rey acaba por no reconocer que el origen de sus éxitos y de su gloria está fuera y por encima de él. Aparece entonces el sentido de la pedagogía de la derrota y de la catástrofe, para recordar a los reyes que no son dioses y a sus pueblos que no deben tratarlos como divinidades. La Biblia aprendió todo esto durante la gran derrota del exilio babilónico, y no lo ha olvidado. Pero hoy las catástrofes ya no son suficientes para hacernos entender la verdadera naturaleza idolátrica de estos poderes, y los jefes siguen tranquilamente sintiéndose dioses y nosotros considerándolos divinidades.
La historia conoce una profunda ley de la evolución y el declive de los pueblos y las personas. Su centro está en la gestión de ese sentimiento típico que se apoderó del rey de Babilonia en su jardín. Cuando una vida, o una comunidad, crece y se desarrolla mucho, es inevitable que un día aparezca el pensamiento dominante de Nabucodonosor. En un primer momento, las personas más honestas y religiosas son capaces de pensar que son meros instrumentos, “lapiceros” en las manos de Otro que es el verdadero autor del gran triunfo. Pero casi siempre llega puntual otro día en que los éxitos son tan asombrosos que convencen a los “reyes” de que sin ellos todo ese imperio no existiría, y se convierten en sus dueños. Casi ningún dictador nace dictador, se hace un día paseando por el jardín.
Las historias individuales y colectivas de éxitos extraordinarios que han sido capaces de durar en el tiempo son rarísimas, y son precisamente aquellas que no han caído en esta trampa tremenda y no se han visto afectadas por esta “maldición de la abundancia”. Porque en el mismo momento en que el pensamiento seductor y tremendo se apodera de la mente y del corazón, comienza la muerte de las personas y de las comunidades: “en ese mismo momento … has perdido el reino”. Mueren porque el pasado devora el futuro. El intelectual comienza a dedicar sus energías a promocionar los libros de ayer en lugar de a escribir el mejor de mañana, a frecuentar solo los lugares del consenso y el aplauso y a huir de las críticas, y empieza a abrir los libros de los demás por la última página buscando su nombre en la bibliografía. En las experiencias colectivas los daños son aún mayores y más graves. La ilusión del gran imperio se extiende entre todos como la peste, se auto-refuerza en los diálogos, y se vuelve irrompible e infalsificable. Las voces críticas se acallan o, más fácilmente, se autoimponen el silencio e, incluso de buena fe, la celebración del Dios de la comunidad cede su lugar a la autocelebración de la comunidad convertida en dios. Las pocas historias de gran éxito no eliminadas por su propio éxito son aquellas en las que sus protagonistas son capaces de desarrollar una sistemática política de autosubversión y curan este síndrome del super-éxito cuando es apenas incipiente. Se detienen antes del umbral crítico, se vuelven pobres y pequeñas antes de hacerse demasiado grandes y ricas como para poder hacerlo, desmontan los palacios y se vuelven constructores de tiendas.
Cuando esto no ocurre, el cumplimiento de la palabra pronunciada por el cielo sobre el rey es inevitable: «Lo alejaron de los hombres, pació hierba como los toros, lo mojó el relente, le crecieron plumas de buitre y garras de ave rapaz» (4,30). Aquí es muy probable que el texto atribuya a Nabucodonosor un episodio de la vida de su yerno Nabónido, el último rey de Babilonia (véase la oración en el exergo). En todo caso, la fuerza narrativa de estos versos es extraordinaria. En una sola mañana el rey se encuentra transformado del soberano más grande de la tierra a un ser inmundo semejante a los monstruos de la Eneida o de la Divina Comedia. De semi-dios a bestia. Cuántas veces lo hemos visto, y lo seguimos viendo. La mala gestión del gran éxito a menudo produce estas metamorfosis: uno se queda dormido en la cama de siempre y se despierta siendo un escarabajo, sin saber por qué. Hacen falta “siete años” para esperar entenderlo, y a veces no son suficientes.
Es importante notar que a Nabucodonosor el sueño se le explica doce meses antes de su cumplimiento. Parece que el rey disponía de un año, todo un tiempo, para cambiar de conducta y evitar la ruina. Pero es una falsa percepción. En realidad, ni siquiera la presencia de verdaderos profetas consigue salvar a los imperios de su declive, porque cuando los sueños tremendos llegan en las noches de los reyes, el declive ya hace tiempo que ha comenzado, y el punto de no retorno ya ha sido superado. La profecía es un don auténtico no porque revele el futuro, sino porque revela lo que ya está presente, aunque los protagonistas no tengan conciencia de ello. Aquel pensamiento durante el paseo ya era dueño del corazón del rey, ya había ocupado toda su vida, muchas veces en muchos tiempos. Las comunidades no escuchan a sus profetas, porque les desvelan en qué se han convertido, y no quieren saberlo. El profeta ve “en sueños” las señales de la metamorfosis antes de que se realice, y de este modo ve bestias donde los demás todavía ven hombres y mujeres. Y nadie los toma en serio.
Después, llega un día en que la metamorfosis se realiza y todos ven, dentro y fuera de la comunidad, la transformación en bestias. Algunas veces nos damos cuenta de que hace ya tiempo que salimos del consorcio humano y nos hemos estado comportando como hombres lobo y licántropos y, sin saberlo, hemos devorado muchas presas mientras construíamos nuestro éxito infinito. El tiempo de la bestia es siempre un tiempo tremendo. Es un tiempo largo: siete años. Nos sentimos rodeados de fieras, y también nosotros nos sentimos animales. Tenemos miedo, experimentamos mucha rabia y un infinito remordimiento. Nos gustaría escapar, pero nos tenemos que quedar, porque la única cosa sabia que podemos hacer es esperar el final de los “siete años”. Pedimos a los árboles que nos enseñen su mansedumbre, a la tierra su humilitas, nos convertimos en mendigos de humanidad con las plantas, las rocas y las estrellas, y con Job aprendemos el lenguaje de los gusanos. Y finalmente entendemos los Salmos, comenzamos a rezar después de haber dicho muchas oraciones. Nos hablan Jeremías y Oseas, el canto del siervo de YHWH se convierte en nuestro único canto. Es el tiempo del dolor inmenso, de la humillación. Es posible morir, y algunos mueren de verdad. Pero también es posible decidir seguir viviendo: algunos lo logran, algunas veces también la comunidad.
La Biblia nos regala una gran buena noticia: incluso los siete años de la bestia pueden ser un tiempo de salvación: «Pasado el tiempo, yo, Nabucodonosor, alcé los ojos al cielo, recobré la razón y bendije al Altísimo» (4,32). Al final de los siete años, el rey-bestia alza de nuevo los ojos. La Biblia comenzó a usar la palabra “cielo” como sinónimo de Dios precisamente en el libro de Daniel. La segunda metamorfosis se concentra en ese hocico que se vuelve rostro mientras se dobla buscando las estrellas.