El alma y la cítara/26 – Existe un derroche bueno de tiempo y de cosas, al servicio de relaciones grandes y verdaderas.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/09/2020.
«Lo que más me reparaba y recreaba eran los solaces con los amigos… conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado; discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales disensiones esporádicas condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y acoger con alegría a los que llegaban».
Agustín, Confesiones, IV
El salmo 133 es conocido como el salmo de la fraternidad. Mientras nos habla de la belleza de la fraternidad de sangre, nos anuncia una fraternidad distinta: la del espíritu.
La fraternidad es una gran palabra de la Biblia porque es una gran palabra de la vida. Es otro nombre de la felicidad. Los hermanos y las hermanas forman parte del paisaje ordinario de nuestra casa; son un componente esencial de nuestra vida. El amor a los hermanos y a las hermanas no posee las características del eros ni tampoco las de la philia (no siempre somos amigos de nuestros hermanos, aunque los queramos mucho). Es un amor distinto y especial, que usa el lenguaje de la carne y de las vísceras (en esto se parece al amor a los padres). Una nota típica de la fraternidad es el dolor visceral que sentimos cuando una hermana o un hermano enferman, cuando sufren, cuando son ofendidos o humillados – uno de los dolores más grandes de la vida, para nosotros los varones, es ver sufrir a una hermana. Y una de las mayores alegrías, una típica y muy especial, es la que sienten los padres, sobre todo las madres, cuando ven que sus hijos se quieren, se aprecian recíprocamente, se bendicen unos a otros, se consuelan, se defienden, se ayudan y celebran fiestas juntos.
No es sorprendente que la Biblia, para expresar la bendición-felicidad más grande de Job, dijera que sus hijos e hijas comían juntos: «Sus hijos solían celebrar banquetes, un día en casa de cada uno, e invitaban a sus tres hermanas a comer con ellos» (Jb 1,4). Aquí es importante la referencia a las hermanas. Si ya es bonito juntarse y celebrar fiesta entre hermanos, es estupendo hacerlo con hermanos y hermanas, pues las chicas y las mujeres, con su gracia característica, exaltan la charis y la fiesta de la casa. Esta típica alegría que produce la concordia de los hijos crece con los años. Si nos gusta que los niños y adolescentes se quieran, mucho más nos gusta que se quieran de adultos, cuando aumentan las distancias y los motivos para sinsabores y divisiones. Posiblemente el final más hermoso de la vida para un padre es ver cómo sus hijos e hijas han mantenido el amor recíproco. Qué grande es el amor de un hijo que prefiere renunciar a sus legítimos intereses solo para evitar ese sufrimiento tan especial a sus padres; posee todos los colores del agape.
Podemos imaginar que el hermoso salmo 133 fue compuesto, o al menos cantado, por una madre, a la que un día de fiesta, tal vez la noche de Pesaj, viendo a sus hijos sentados alrededor de la mesa, le nació en lo íntimo del corazón esta oración, una de las más hermosas: «Ved qué bueno es, qué grato, convivir los hermanos unidos» (Salmo 133,1). Es el salmo de la fraternidad. La palabra hebrea que usa el salmista para describir esta especial belleza y suavidad es twb, la misma que encontramos en el primer capítulo del Génesis al concluir la creación: «y vio Dios que era muy twb» (Gn 1,31). Con ello, tal vez quiera decirnos que cuando los hermanos y las hermanas “conviven unidos”, la familia vuelve a pasear por el jardín del Edén, la inocencia y la pureza primitiva vuelven, la muerte es vencida de nuevo, comemos del fruto del árbol de la vida y vivimos una eterna juventud – mientras alguien nos llame “hijo” seguimos siendo jóvenes. Son muy bellas las dos metáforas, profundamente radicadas en nuestro lenguaje y en el simbolismo bíblico, que el salmo usa para desarrollar el tema de la fraternidad: «Como ungüento precioso en la cabeza, que va bajando hasta la barba, la barba de Aarón, que va bajando hasta la franja de su vestidura. Como rocío de Hermón que va bajando sobre el monte Sión» (133,2-3). La unción era el signo de la consagración del sacerdote (Aarón), así como del rey y del profeta. Era también el gesto con el que se acogía al invitado, a quien se honraba ungiendo con aceite perfumado su cuerpo cansado por el viaje. Un aceite sobreabundante, que chorreaba desde la cabeza hasta cubrir el rostro y la barba y deslizarse por las vestiduras.
Esta imagen expresa la sobreabundancia de la fraternidad. La fraternidad es anti avara. Si a un hermano no se le da el manto, tampoco se le da la túnica. A un hermano o a una hermana se le da incluso lo que no se debería dar. Es el aceite que una mujer derramó a los pies de Jesús, que valía diez veces más que el precio de la traición. Pero el ecónomo economista no comprende este derroche, y sigue reprochando que la sobreabundancia no es eficiente. En la fraternidad no se presta a interés, ni siquiera al de la inflación, que permitiría mantener el valor del dinero prestado. A los hermanos se les da y punto: prestar es un buen verbo para los negocios, pero no para la fraternidad – “aquí tienes el dinero que necesitas, ya me lo devolverás cuando puedas”. Un hermano tiene la misma dignidad que el rey, el sacerdote y el profeta, nada menos. Y cuando viene a casa hay que hacerle los honores como en la Biblia se honra al huésped, como Abraham y Sara, cuando acogieron a los tres hombres en el encinar de Mambré, como Salomón, cuando recibió a la reina de Saba, como el buen pastor del salmo 23, como las dos hermanas que acogieron a Jesús en Betania, como la viuda que alojó al profeta Elías en su casa y le dio el último puñado de harina y la última gota de aceite. A los profetas, a los hermanos y a las hermanas no se les da lo superfluo, se les da lo necesario. Por ellos nos privamos del último pan. El pan de cada día es un don del Padre, pero casi siempre nos llega de manos de un hermano o de una hermana. Cuando nos hacemos mayores y salimos de la casa común y un hermano viene a nuestra nueva casa, debemos hacerle los honores como en la Biblia se honra al huésped. Aunque venga a menudo, el día de la visita del hermano es el día del mantel más bonito y de la flor nueva. El tiempo se detiene y se toca la eternidad. Las horas que se pasan con los hermanos son las más largas. La fraternidad nos alarga la vida. Cada huésped trae una bendición, pero la bendición que traen el hermano y la hermana, honrados como ángeles, es infinita.
La segunda imagen es la del rocío, una palabra muy querida por la Biblia. El rocío del monte más alto, que mitiga las largas sequías. Es siempre sorprendente encontrar al despertar, en nuestros tórridos veranos, la hierba mojada por el rocío, don de una frescura distinta cuando escasea el agua. El rocío es una gran imagen de la gratuidad, de un don que está ahí para nosotros, para todos. La fraternidad, al igual que el rocío, para perlar de luz el campo de nuestra vida, necesita una noche serena y sin viento. La fraternidad, al igual que el rocío, es la frescura que acompaña la aridez de la vida, que llega sin considerar nuestras virtudes ni nuestros méritos. La fraternidad es anti meritocrática, tanto vista desde el punto de vista de los padres como observada con la mirada de los demás hermanos – aunque el hermano mayor de la parábola está ahí para recordarnos que la meritocracia es una tentación de la fraternidad, y que, si no se supera cada día, produce varias formas de fratricidio.
El aceite que baja por la barba de Aarón expresa otro elemento fundamental de la fraternidad, que es la otra cara de la sobreabundancia: el buen derroche. Como ocurre con otras palabras primeras de la vida, el derroche es bifronte, tiene una cara mala y otra buena. La buena pertenece a la fraternidad, que vive también del derroche de tiempo, de palabras y de comida. El derroche de tiempo expulsa la prisa, enemiga de todas las relaciones primarias. El derroche de palabras es la bendición de las noches infinitas en las que decimos con cien palabras lo que podríamos decir con diez, y las noventa derrochadas son las que nos entregamos unos a otros liberados de la esclavitud de la eficiencia. Y no hay fiesta de familia donde no haya más comida de la necesaria. Lo que parece derroche solo es la celebración de un bien más grande, un lenguaje arcaico y profundísimo que dice que las horas que pasamos juntos valen más que el PIB nacional, que este bien relacional es el bien más grande. Si en las comidas de fraternidad no se come demasiado, no se come lo suficiente. Incluso cuando la pobreza solo nos ofrece cinco panes y dos peces, al final hay que retirar siete provisiones de sobras.
Sin embargo, a pesar de toda esta belleza, la Biblia nos presenta la fraternidad natural como algo ambivalente y en general problemático. Abel, el primer hermano, es un hermano asesinado. Jacob y Esaú luchan, combaten y se separan. Lía y Raquel son dos hermanas rivales, José es vendido por sus hermanos, Jefté es expulsado por sus hermanastros, Tamar es violada por Amnón. Así hasta llegar al hermano del hijo pródigo. En la Biblia son pocos los casos de hermanos y hermanas que se quieren como los del salmo 133. Tal vez con ello intente decirnos que la fraternidad de la sangre, por muy grande y maravillosa que sea, no es suficiente para entender el humanismo bíblico, el nuevo pueblo, la alianza y la fraternidad universal, nueva y distinta, de la Biblia primero y del cristianismo después. Para indicarnos su nueva fraternidad desconectada de la sangre, la Biblia no se conforma con elogiar la fraternidad natural, y pone de manifiesto su insuficiencia. También nosotros sabemos que la fraternidad natural primera no llega a ser humanismo pleno si no florece en una fraternidad segunda. No seremos hermanos y hermanas para toda la vida si en un momento determinado el vínculo de sangre, que ya es grande y hermoso, no se hace grandísimo y hermosísimo, floreciendo en agape.
Los hermanos y las hermanas solo lo son hasta el final si un día se convierten también en amigos, madres y padres, unos de otros. La fraternidad es aurora y rocío. Pero el sol no mantiene a mediodía toda la luz del alba si la sangre no se convierte en espíritu, y si no renacemos en este espíritu. Pero la Biblia ha querido darnos también el salmo 133 con sus espléndidas palabras. Mientras nos recuerda que la fraternidad se realiza muriendo en la carne y resucitando en el espíritu, los hermanos y hermanas que se sientan juntos están entre las cosas más bellas bajo el sol: «Porque allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre» (133,3).
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