El alma y la cítara / 24 – El ser humano no es un simulacro de Dios, sino una chispa de su misterio.
Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 13/09/2020.
«La pregunta sobre cómo he llegado a una materia tan arcaica como esta, aún no tiene respuesta. Influyeron en ello variadas circunstancias, relacionadas con los años, con la edad. Ripeness is all. Como hombre y como artista debía encontrarme, de algún modo, en estado de “receptividad”».
Thomas Mann, Apéndice a José y sus hermanos.
La prohibición de construir imágenes de Dios esconde temas de gran significado humano y religioso. El salmo 115 nos desvela algunos.
Deberíamos estar agradecidos a la Biblia, aunque solo fuera porque ha conservado durante siglos el misterio íntimo de Dios, protegiéndolo de nuestras manipulaciones teológicas e ideológicas. El exilio babilónico no fue solamente el lugar y el tiempo donde nacieron algunos de los libros bíblicos más grandes y donde hablaron y escribieron profetas inmensos como Ezequiel y el segundo Isaías. El exilio también generó algunos de los salmos más hermosos. Cantos y oraciones salidos del alma de un pueblo humillado, ofendido en su identidad nacional y golpeado en el corazón de su religión. El exilio fue muchas cosas, pero sobre todo fue una gran prueba religiosa. El hecho de encontrarse en una tierra con una religión riquísima, rodeado de muchos dioses, cada uno con su santuario, representados por estatuas brillantes y llevados en procesiones espectaculares, obligó a Israel a repensar profundamente su propia fe. También la dura polémica bíblica anti-idolátrica se desarrolló durante el exilio. La falta de templo y de imágenes de YHWH agudizó la fuerte y dramática pregunta que los babilónicos hacían irónicamente a los hebreos: “¿Dónde está vuestro Dios?”.
En las culturas antiguas, un Dios sin lugar era un dios inexistente. La gran idea bíblica de la prohibición de representar a Dios (Ex 20,4) fue madurando como respuesta a esta pregunta tremenda. Se trata de una prohibición única, basada en un acontecimiento decisivo: «Que cuando el Señor, vuestro Dios, os habló en el Horeb, desde el fuego, no visteis figura alguna» (Dt 4,15). La experiencia del encuentro con YHWH fue un encuentro con una voz, real pero invisible. Ni Abraham, ni Moisés, ni los profetas vieron la imagen de Dios – Moisés lo vio pasar de espaldas, que es como decir que no lo vio. Sin embargo, oyeron su voz, su susurro (Elías). Entonces, toda pretendida imagen de Dios solo puede ser falsa, porque la voz no se puede representar.
«Por qué han de decir los paganos: ¿Dónde está su Dios? – Nuestro Dios está en los cielos… Sus ídolos tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz y no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan, no tiene voz su garganta» (Salmo 115,2-7). La lucha idolátrica de la Biblia tiene dos componentes: una crítica externa a las imágenes de los dioses de otros pueblos y una crítica interna a Israel, siempre con la tentación de fabricarse imágenes de su Dios. La crítica del salmo 115 parece, a primera vista, centrada en el primer componente de la idolatría: ridiculizar a los pueblos que adoran estúpidos trozos de madera. Pero esta no es la dimensión más interesante y profunda de la polémica bíblica, porque si hubiera sido formulada en presencia de los sacerdotes y profetas babilónicos estos habrían podido responder que las imágenes eran solo símbolos y signos de sus dioses que, al igual que el Dios de Israel, “habitaban en el cielo”. Habrían podido responder con argumentos parecidos a los que usaban los católicos para defender las estatuas de los santos de la furia iconoclasta de algunos movimientos de la Reforma protestante. La crítica bíblica a las imágenes se actualiza hoy, cuando olvidamos que las estatuas e iconos son signos de un Dios que no vemos y que reconocemos por una voz que pronuncia un nombre: “María”.
La segunda crítica, dirigida a los hebreos, es mucho más importante. A Israel le ha acompañado durante toda su historia bíblica la tentación de tener una religión tan sencilla como la de otros pueblos, con las mismas estatuas y las mismas procesiones, con los mismos ritos naturales de la fertilidad. Moisés condenó y destruyó el becerro de oro a los pies del Sinaí porque era imagen de su Dios – el nombre que el pueblo dio al becerro de oro fue YHWH. Representar a un Dios invisible solo puede producir imágenes erróneas. Así pues, la línea anti-idolátrica más importante es la que Israel desarrolló no para criticar a los demás pueblos sino como mecanismo de autoprotección de su propia fe, que no estaba amenazada solo (sobre todo antes del exilio) por los intentos de importar dioses extranjeros (los cultos de Baal o de la diosa “mujer” de YHWH) y colocarlos en su templo, sino por la tentación de simplificar su fe. La idolatría más relevante es un reduccionismo religioso que se transforma en reduccionismo antropológico.
El trasfondo de toda la reflexión anti-idolátrica de la Biblia es el Génesis, en particular los maravillosos versículos sobre Adán creado “a imagen de Dios” (1,27). Si los humanos somos imagen de Dios, significa que, si reducimos a Dios a una imagen inevitablemente equivocada, nos reducimos aún más nosotros mismos, que seríamos la imagen de una imagen reducida. Tener a YHWH allá arriba, en lo alto del cielo, invisible pero parlante, significa mantener altísima la dignidad de las mujeres y de los hombres; y decir que la imagen de Dios que llevamos impresa pertenece al reino del espíritu y del ser, no al del aparecer. Cuando vemos a un hombre, a una mujer o a un niño, no vemos una estatua de Dios, sino una chispa verdadera de su misterio invisible. Aquí lo verdaderamente esencial de la imagen es invisible a los ojos. No es la vista el sentido que necesitamos para ver esta imagen. Es importante el comienzo del salmo: «¡No a nosotros, Señor, no a nosotros! Hazle honor a tu Nombre, por tu lealtad y tu fidelidad» (115,1). Vuelve un tema querido para la Biblia: el del Nombre. Según se iba acercando la era cristiana, los hebreos cada vez pronunciaban menos el nombre de YHWH (Ex 20,7). Escribían el tetragrama (YHWH) pero pronunciaban “Adonai” (Señor). El Nombre de YHWH solo lo pronunciaba el sacerdote en el templo, como mucho, en la fiesta de Kippur. Con la segunda destrucción del templo en el 70 d.C. se perdió también el recuerdo de la pronunciación del Nombre revelado a Moisés. Pero ¿qué hay detrás del Nombre?
Los exiliados echaban mucho de menos la experiencia que habían tenido de Dios en su patria, cuando YHWH “habitaba” en su templo ahora destruido. Les costó mucho encontrar la experiencia de lo sagrado sin su lugar sagrado. Pero este enorme esfuerzo generó más cosas extraordinarias. En primer lugar, la ausencia del templo sagrado inventó el tiempo sagrado: nació el Shabbat. El tiempo se hizo más importante que el espacio. El Shabbat se convirtió en el templo del tiempo, y sigue siendo una de las mayores profecías de la Biblia – sin una nueva cultura del Shabbat no saldremos de las crisis ambientales y sociales del capitalismo, que es el anti-Shabbat. Allí descubrieron también una nueva dimensión del Nombre, que aprendieron gracias a los profetas centinelas del exilio (Ezequiel resuena mucho en el salmo 115: «Pero actué por respeto a mi Nombre»: Ez 20,9).
Con el primer verso, el salmista le dice a Dios: no te pido que muestres aquí tu gloria para nosotros. No, nosotros no tenemos méritos para esto (el pueblo vivió el exilio como castigo por sus infidelidades). Muestra tu gloria por fidelidad a ti mismo, por fidelidad a tu Nombre. No lo hagas por nosotros, hazlo por ti. Esta es una de las expresiones más bellas de la gratuidad en la fe. El salmista sabe que no podemos eliminar nuestro provecho de nuestras oraciones, pero podemos pedir a Dios que no lo tenga en cuenta. Quizá sea esta la mayor gratuidad posible bajo el sol: Dios, yo no consigo olvidar mis intereses, tú lo sabes, pero no lo tengas en cuenta cuando te pido. Aquí la fe se distingue del comercio, la oración de la magia. Se reza a Dios por Dios. Uno de los frutos religiosos y humanos más grandes del exilio: la gratuidad de la oración, la capacidad del hombre de auto-trascenderse, de ser más grande que sus propias necesidades.
Un último comentario sobre la idolatría. La prohibición bíblica de representar la divinidad con estatuas o dibujos generó, como una belleza colateral, una gran producción de imágenes literarias y narrativas sobre Dios. La Biblia prohibió las imágenes plásticas de Dios, pero ha producido una cantidad enorme de imágenes intelectuales. Midrash rabínicos, leyendas judías, y toda una literatura, inmensa en calidad y cantidad, inspirada en episodios bíblicos. La limitación de imágenes empobreció el mundo hebreo de artes visuales, pero, como el seto leopardiano, generó una literatura infinita. Dios no fue pintado, pero fue muy pensado y maravillosamente narrado. La filosofía griega pensó sobre todo al hombre, la sabiduría bíblica pensó sobre todo a Dios. Pero quizá la Biblia no fue suficientemente consciente del gran peligro de las representaciones intelectuales de Dios (L.A. Schoekel). La Biblia prohibió la imagen (y la pronunciación del nombre) de Dios para salvar a Dios en su misterio y en su intimidad, para protegerlo de nuestras numerosas manipulaciones. Pero las imágenes más potentes no son las visuales, sino las mentales. La idolatría no se manifiesta solo con muñecos y estatuas. Los muñecos más perniciosos son los intelectuales. La palabra, corazón y alma profunda de la Biblia, es mucho más capaz que las manos de producir fetiches, de fabricar becerros de oro.
El nombre de las idolatrías intelectuales es ideología. Entre las ideologías más dañinas se encuentran las religiosas, porque a menudo olvidan la prohibición de “hacerse imágenes” de Dios. La tentación de la teología consiste en violar el mandamiento de la prohibición de construir imágenes de Dios. Mientras que un buen científico o un buen economista saben que el modelo que usan para describir el mundo no es el mundo (por ejemplo: la competencia perfecta no es el mercado), el teólogo (salvo algunos grandes, entre ellos santo Tomás) está tentado de creer que los modelos que ha construido para describir a Dios son la imagen de Dios. De este modo, una vez construido un modelo pensado como imagen, capturan a Dios dentro de esa imagen. Hemos matado a miles de personas, hemos quemado herejes, porque estábamos demasiado seguros de que la idea que nos habíamos hecho de Dios era su imagen. Solo recuperando el sentido bíblico de la prohibición de hacer imágenes para custodiar el misterio de Dios podremos aprender el arte del diálogo con quienes tienen otras ideas distintas de Dios.
Es muy hermosa y sugerente la crítica a los ídolos del último verso de: «Sean como ellos los que los fabrican y cuantos confían en ellos» (115,8). Con el tiempo hemos aprendido que el subjuntivo (“sean”) puede ser sustituido por el indicativo: son. Nosotros somos los objetos y las imágenes que adoramos. No nos estamos dando cuenta, pero cada vez nos parecemos más a nuestras mercancías, ciudadanos cada vez más parecidos al consumidor-ídolo. El salmo termina con una espléndida serie de bendiciones. Son para nosotros, no perdamos ni siquiera una: «Que el Señor os acreciente a vosotros y a vuestros hijos; benditos seáis del Señor, que hizo el cielo y la tierra. El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» (115,14-16).
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