El alma y la cítara/23 - El salmo 109 es la tierra donde tomar impulso para salir del fondo de las aguas en las que nos hemos sumergido.
Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 06/09/2020.
«Dios lo entiende. El desesperado también tiene derecho a rezar. Y yo tengo que dar voz a todas las criaturas cuando rezo. Así pues, recemos también en nombre de los más desesperados del mundo».
David Maria Turoldo, I salmi.
Las imprecaciones también son parte del Libro. Es importante entender el motivo, sin escandalizarse por el dolor y la desesperación de los seres humanos.
La Biblia no es una colección de buenos sentimientos, ni un repertorio de historias edificantes para personas respetables. Contiene gestos crueles y palabras tremendas, eco del gesto y de las palabras de Caín. Los padres y las madres del pueblo elegido, así como sus mejores reyes, se nos presentan como un entramado de virtudes y vicios. Son capaces de amar mucho y de pecar mucho, de cometer mezquindades y delitos monstruosos. En el centro de la genealogía de Jesús está incrustado Urías el hitita, un nombre que cada Navidad nos recuerda que el niño de Belén es también vástago de un encuentro entre una flor inmaculada y la flor del mal. Esa genealogía, moralmente imperfecta, expresa el único tipo de perfección posible bajo el sol. Para que el Logos pudiera hacerse verdadero hombre, no había más camino que el camino polvoriento que pisamos desde hace milenios, donde, al pasar por Jericó, encontramos a un samaritano arrodillado ante un hombre medio muerto, y camino de Damasco vemos a un perseguidor de cristianos convirtiéndose en su bendición, y cerca de Emaús oímos a un caminante diciendo palabras de la tierra con el aroma del cielo y del pan.
Todo eso ya lo sabíamos. Pero esta conciencia, un poco abstracta, de la imperfección de la “perfección” bíblica no nos evita el shock al encontrarnos con el salmo 109. Ya sabíamos que, en los salmos, Dios está de parte del hombre, conoce todas sus palabras y las usa para hablarnos de sí mismo. Lo sabíamos, pero no estábamos preparados para este salmo. Este texto contiene la imprecación más potente de todo el salterio y de toda la Biblia. Muchos, a lo largo de los siglos, han pensado borrar los tremendos versículos 6-19, convencidos de que la Biblia no debe albergar palabras malas, porque no es posible poner al lado de las palabras de Dios palabras humanas tan distantes de la naturaleza de YHWH. Sin embargo, los antiguos escribas y maestros, salvando las veinte maldiciones del salmo 109, fueron más grandes que su idea de Dios y dejaron libre a la palabra para mezclarse y cruzarse con nuestras palabras, con todas nuestras palabras, las luminosas y las tenebrosas, las buenas y las malas. De este modo, nos hicieron un gran regalo: nos revelaron mejor al hombre y nos explicaron mejor a Dios.
«Me devuelve mal por bien, odio por amor. Sea dominado por el Maligno, que Satanás se ponga a su derecha. Salga condenado del juicio, que fracasen sus súplicas. Que sus días sean pocos y su puesto lo ocupe otro. Que sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda. Que sus hijos mendiguen vagabundos, expulsados de las ruinas de su casa. Que un usurero se apodere de sus bienes, que extraños arrebaten sus sudores. Que nadie le muestre clemencia ni se compadezca de sus huérfanos. Que su posteridad sea exterminada y en una generación se borre su apellido. Que el Señor recuerde las culpas de sus padres y no borre los pecados de su madre… Que sea la maldición un vestido que lo cubra, un cinturón que lo ciña siempre» (109,5-19). Nos quedamos sin respiración...
Muchas estrategias se han intentado para salvar a Dios y la Biblia de estas maldiciones. Muchos han creído que un salmo como este debería ser excluido del salterio, porque la Biblia solo debería ofrecernos palabras buenas, de paz, para mejorar nuestras relaciones sociales. Otros exegetas han intentado atenuar el desconcierto proponiendo leer esta serie de imprecaciones como una larga cita que el acusado (el salmista) hace de las palabras de sus acusadores. Pero esta estrategia se revela ineficaz, porque el mismo salmista en el versículo veinte invoca expresamente la ley del talión para sus acusadores: «Así pague el Señor a los que me acusan, a los que dicen males de mí». Guido Ceronetti, a quien debemos la más bella traducción de este salmo, comenta estos versos del siguiente modo: «¡Lo horrible y lo satánico nos agota, nos debilita! Quien sabe maldecir, sabe combatir» ("El libro de los salmos").
Aquí propongo un camino distinto: aceptar con sencillez el desconcierto y el malestar que nacen en el alma ante esta oración distinta; hacerles sitio, aunque duren mucho tiempo, en algunos casos para siempre. Pero también puede que un día un hijo tuyo sea asesinado, o una nieta, la luz de tus ojos, violada, o un hermano engañado y arruinado para siempre. Puede que encuentres en tu carne una víctima verdadera y un verdugo verdadero. Puede que conozcas el tiempo de la desesperación por un dolor causado a un inocente, tal vez un inocente al que quieres mucho – las víctimas de las que hablan los demás son muy distintas de las conocidas en la propia carne – o tal vez el inocente seas tú mismo, o un amigo querido, o tu mujer, o tu padre. En ese día, en ese tiempo, si has conocido este salmo en los tiempos de la alegría y de la fe fácil, aunque no lo hayas comprendido, quizá recuerdes que dentro de la Biblia, guardado en el cofre del salterio, hay un salmo distinto. Entonces, a lo mejor sientes un deseo inédito de encontrarlo. Y vuelves a abrir la Biblia, abandonada desde hace meses o años en la estantería. La desempolvas e intentas recordar dónde se encuentran los salmos. Los encuentras después de Job, y finalmente comprendes por qué. Pasas las páginas del salterio y encuentras muchos salmos de alegría, de alabanza, de acción de gracias, que hablan de la grandeza de Dios… y no te dicen nada, te hastían. Superas la desazón, sigues pasando páginas buscando algo distinto, y finalmente llegas al salmo 109. Al leerlo sientes que ha sido escrito solo para ti, solo para este día tremendo. Te estaba esperando, y no lo sabías. Empiezas a leer esa serie tremenda de maldiciones. Sientes esas palabras como propias. Palabra tras palabra, comienzan a caer las lágrimas. Sientes que algo se mueve en tu interior, que el corazón endurecido y helado por la rabia y el dolor se caldea, y que el nudo que te corta el aire en los pulmones y la respiración en el alma, empieza a deshacerse. Te das cuenta de que a lo mejor has rezado toda la vida con los salmos para que, en la tragedia más grande, puedas recordar la única oración con las únicas palabras posibles para ti. La Biblia también es capaz de esto. Su Dios nos comprende.
Si se hubieran salido con la suya los antiguos escribas que querían borrar el salmo 109, tú no habrías tenido las únicas palabras que te permiten volver a vivir, volver a rezar. A rezar, sí. Porque, si la lectura es sincera, mientras lees las maldiciones comprendes que esas palabras que sientes tuyas y verdaderas no pueden ser las últimas palabras, solo penúltimas. Pero para comprender que son penúltimas necesitabas la experiencia de sentirlas como últimas y verdaderas. Y así la oración puede terminar con las mismas palabras con las que termina el salmo: «Que ellos maldigan, tú me bendecirás» (109, 28). Vuelves al Gólgota, ves al fin verdaderamente un hijo crucificado, y a lo mejor consigues repetir: «Padre perdónales porque no saben lo que hacen». Pero antes del encuentro con el salmo 109 probablemente no habrías sido capaz de decirlo. Hay una fraternidad entre las palabras de la Biblia. Algunas de sus palabras solo las entiendes cuando descubres que están ahí para permitirte decir otras. Para ser capaz de pedir a Dios que las maldiciones que tú mismo has pronunciado se conviertan en bendiciones, antes tenías que atravesar el infierno de la desesperación en compañía de la Biblia y de Dios. Sin el salmo 109, la Biblia habría perdido palabras para llegar a las zonas más periféricas y valiosas del área de la humanidad. Esos rincones donde se esconden palabras mudas, oraciones sofocadas, que seguirían áfonas sin la valentía de los antiguos maestros que comprendieron que no hay palabras humanas que Dios no pueda alcanzar. Inmensa, extraordinaria Biblia.
El primer “padre misericordioso” de la Biblia es la Biblia misma, Nuevo y Antiguo Testamento juntos. Ve regresar al hijo desde lejos, lo abraza cuando todavía no es capaz de hablar, lo rodea con sus brazos y le pone en anillo en el dedo. Recibe las críticas de muchos hermanos mayores, que desearían que el ágape no llegara hasta el recinto de los cerdos ni cruzara las puertas de las casas de las prostitutas. El abrazo misericordioso de la Biblia son sus palabras, que nos ven, nos miran y nos acompañan mientras nos movemos entre el paraíso y los infiernos. Nos resucita acompañándonos en nuestras desventuras, acompañándonos hasta tocar fondo. El salmo 109 es la tierra del fondo de las aguas profundas en las que nos hemos sumergido, donde podemos apoyarnos y tomar impulso para subir de nuevo.
Sin embargo, nosotros no entendemos la Biblia, como no entendemos la gran literatura. Pensamos que las palabras de resurrección son las que vienen después de los pecados, después de las traiciones, después de las maldades, después de las maldiciones. Leemos estos grandes textos buscando las palabras de Job cuando recupera sus hijos y sus bienes, las de David cuando vence a Saúl, las del final de exilio babilónico, las del sepulcro vacío. Y por eso nos perdemos todas las demás resurrecciones escondidas en el montón de estiércol, en la derrota de Saúl, en el comienzo del exilio, en el grito del Gólgota. Porque la Biblia salva y rescata a las víctimas mientras las ve, mientras se inclina sobre ellas, mientras las acompaña en sus dramas. Víctor Hugo rescata a Jean Valjean mientras lo alcanza en su desventura, Israel Joshua Singer salva a la mujer de Reb Abraham Hirsch Ashkenazi mientras nos describe su mísera vida: «Y viéndolos, los amó»: quizá el soplo divino de la gran literatura esté concentrado en estos ojos capaces de resurrección.
Nosotros, en cambio, buscamos el final feliz. No nos gustan los sábados santos, saltamos del viernes al domingo. Descartamos las palabras bíblicas de maldición y de desesperación, y así perdemos contacto con todos los hombres y mujeres que ahora están viviendo esas palabras en su carne. Nuestra oración se hace pequeña, ínfima, incapaz de tocar el alma del mundo y el corazón de Dios.
El salmo 109 (el versículo 8) también ha entrado en el Nuevo Testamento. Los Hechos de los apóstoles lo usaron para hablar de la muerte de Judas: «Está escrito en el libro de los Salmos: Quede su morada despoblada sin que nadie la habite, y que su puesto lo ocupe otro» (1,20). Pedro también encontró en el salmo 109 palabras para expresar un dolor escandaloso y mudo – no debemos olvidar que Judas era amigo de los apóstoles y de Jesús: «Era uno de los nuestros» (Hch 1,17). Podemos pensar y esperar que Judas tampoco fuera excluido del abrazo misericordioso de la Biblia y de su Dios.
Descarga el documento en pdf PDF (1.07 MB) .