El alma y la cítara/18 – El espacio del profeta es profano y va desde el valle de las lágrimas hasta el umbral del templo.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 26/07/2020
«La sequedad que se hace fuente, la muralla que se rompe para que Dios aparezca sin aparecer, es la maravillosa lección del salmo 84».
Guido Ceronetti, Il libro dei salmi.
Una gran innovación religiosa de la Biblia, como nos recuerda el salmo 84, consistió en aprender que Dios no está atado a un templo ni a un lugar sagrado.
Homo viator. Durante decenas de miles de años los homo sapiens fuimos nómadas y viandantes. Observábamos el ritmo de las estaciones y de las floraciones, seguíamos la pista del gamo y el bisonte, volvíamos sedientos al oasis y a la fuente, éramos expertos en trashumancias. Lo hacíamos para sobrevivir. Corríamos para escapar de la muerte. Después, en un momento determinado, en aquel territorio surcado y marcado por los tiempos naturales de la vida, comenzamos a descubrir espacios distintos, a reconocer lugares especiales; y comenzamos a marcar rocas, a erigir estelas y a construir altares. Nació el ámbito de lo sagrado. Comenzamos a detenernos en las antiguas pistas no solo para recolectar, cazar, descansar o beber. Comenzamos a detenernos en otros lugares, atraídos por una presencia espiritual que allí se manifestaba, y cambiamos el paisaje. El espacio se convirtió en cualidad. A partir de ese momento, no tuvimos bastante con comer, descansar, beber y reproducirnos. No tuvimos suficiente con seguir el rastro del ciervo. Quisimos conocer el misterio de la cierva y sus caminos, descubrir adónde iban nuestros seres queridos tras la muerte, saber quién movía el sol y las demás estrellas. Comenzamos a hacerles preguntar nuevas a las cosas, y así comenzamos a ver a los dioses. El mundo cambió para siempre, se llenó de palabras mudas, de lenguajes nuevos, de símbolos. Entre nosotros hablábamos lenguas elementales, suficientes para coordinarnos en la caza y criar a los niños. Pero aprendimos lenguas nuevas para hablar con la naturaleza, con los demonios y con los ángeles. Muchas de estas lenguas, casi todas, las olvidamos cuando el lenguaje inter-humano se hizo poderoso, porque las demás lenguas solo podían vivir mientras esta fuera débil.
Han pasado milenios, hemos cambiado mucho, pero nunca hemos dejado de caminar, por las guerras o por el comercio. Pero también hemos seguido caminando para ver a Dios en sus lugares. Cuando llegábamos al umbral del templo, entrábamos en otro tiempo, sentíamos que los muertos estaban vivos, nos sentíamos parientes de los santos, y recibíamos alas de águila para levantar locos vuelos hasta rozar el paraíso. Ese umbral era la puerta del cielo. Solo tocarlo significaba vencer a la muerte; durante unas horas, pero vencerla de verdad. Nos olvidábamos del dolor de la vida, nos olvidábamos de que éramos pobres, y en esos días nuestro corazón experimentaba la embriaguez de estar a la misma altura que los ángeles. Junto con nuevos temores, aprendimos nuevas gratitudes. La experiencia de lo sagrado era la experiencia de lo sublime. Por tanto, era transitoria, puntual, encarnada en el espacio y en el tiempo. Acontecía solo ahí, y pronto terminaba. Era maravillosa, a veces temible, siempre tremenda. Era maravillosa por excepcional y extraordinario, hasta tal punto que muchas personas y comunidades naufragaban y se ahogaban en este mar.
Por eso, el viaje más amado era la peregrinación. Las casas elegantes e imaginadas de los señores nos gustaban, pero nos gustaba aún más la casa de Dios: «¡Qué delicia es tu morada, Yahveh Sabaot! Mi aliento se consume anhelando los atrios del Señor; mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo» (Salmo 84, 2-3). Qué delicia es tu morada, cuánto la amo, qué amable es: palabras distintas para decir la bellísima palabra hebrea que encontramos también en el nombre de David, en el canto de amor de Isaías (5,1), en el Cántico, o en los salmos nupciales (45). En la Biblia no hay palabra más intensa que esta para expresar el amor de deseo, el movimiento del corazón – el salmo 84 es el canto de un enamorado.
Pero lo primero que nos da el salmista, al llegar a Jerusalén, es un detalle: «Hasta el gorrión ha encontrado una casa, la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares» (84,4). Esta es una de las bellezas más delicadas y sorprendentes de la Biblia. Un hombre que llama a su Dios «Yahveh Sabaot», es decir Dios de los ejércitos, al llegar al templo nos muestra un gorrión y una golondrina. Lo infinitamente grande se retrae para dejar espacio a lo infinitamente pequeño. La morada de Dios se encoge para caber dentro del nido de un pájaro. El Todopoderoso se arrebuja para caber en el espacio de un pesebre.
La primera bienaventuranza de este salmo es para el pajarillo: «Dichosos los que habitan en tu casa alabándote siempre» (84,5). Las alabanzas cantadas por los sacerdotes del templo se confunden con el gorjeo del gorrión y el canto de la golondrina. Ambos son habitantes estables del lugar más bello del mundo, cantores fijos de su gloria. Ambos son elogiados y un poco envidiados por el peregrino, habitante temporal de la misma eternidad.
Pero en el corazón del salmo hay una segunda bienaventuranza: «Dichoso el que saca de ti fuerzas cuando proyecta su peregrinación» (84,6). La bienaventuranza del peregrino inmediatamente se transforma en bienaventuranza del camino: «Atravesando la Bakka [el valle de las lágrimas] lo transforma en manantial y la lluvia lo cubre de bendiciones. Crece en el camino su vigor» (84,7-8). El peregrino transforma el valle del llanto en manantial. Su movimiento hace florecer la tierra árida. Su pie fecunda el desierto. Espléndida reciprocidad entre Adam y adamah (hombre y tierra). El cuidado del Edén continúa: cuidamos la tierra haciéndola florecer con nuestras manos activas; la cuidamos dejando en ella nuestra huella, mientras la pisamos como nómadas hacia la casa de Dios. Estos caminos son heridas de la tierra por donde se filtran rayos de eternidad. Todavía no son el templo, pero su deseo los hace ya templo. Caminar alimenta el camino (“crece en el camino su vigor”).
Estos dos versos están cargados de símbolos y ambivalencias lingüísticas, algunas de las cuales ya no entendemos. El Corán (Sura III, Al-’Imran: 96) ve en el valle de la Bakka otro nombre de la Mekka, y la tradición islámica sitúa en este desierto la peregrinación desesperada de Agar (Gen, 21) y el pozo (de Zemzem) del cual, por intervención del ángel, Agar bebió agua para salvar a su hijo Ismael. Las lágrimas de Agar fueron la primera “lluvia bendita” de este árido valle; ella fue la primera “caminante por este árido suelo” (Leopardi). Es muy hermoso este vínculo profundo entre el salmo 84 y Agar, la esclava de Sara, a quien se apareció el primer ángel de la Biblia. Ella, imagen del peregrino pobre, otra aramea errante, nos dice que el Dios del final de la peregrinación es el mismo que se aparece a una esclava y a un niño descartado para salvarlos.
El viaje concluye. Jerusalén está a la vista: «El Dios de dioses se les muestra en Sión» (84,8). ¿Qué veía el peregrino en el templo? ¿Qué podía ver de un Dios invisible y sin imágenes? ¿Qué teofanía acontecía en un templo vacío, celosamente guardado en su vaciedad? La teología bíblica ha crecido y se ha convertido en un bien común universal gracias a su capacidad para habitar la paradoja de un Dios invisible que, sin embargo, se manifestaba, y cuya gloria habitaba verdaderamente en un templo vacío porque había sido vaciado de todo ídolo. En un mundo antiguo medio-oriental poblado por una infinidad de dioses e ídolos, cada uno con su rostro bien visible y con sus santuarios llenos a rebosar de estatuas brillantes, la Biblia consiguió mostrar a sus fieles distintos un Dios al que no había necesidad de ver ni tocar. Le bastó un lugar distinto, el templo, para mostrar lo invisible-real a quien llegaba a su puerta. Permanecer en un espacio vacío generó la primera innovación teológica de la antigüedad: el hecho de no poder ver ni tocar a un Dios que se creía y se sabía verdadero, forjó la idea de un Dios no aprisionado dentro del lenguaje de nuestros sentidos. Entonces ¿qué veían aquellos peregrinos? No lo sabemos, pero ciertamente no veían estatuas ni pinturas: veían a aquel en quien creían por la fe. A lo mejor la fe nace cuando, peregrinos a la puerta de un templo vacío, repetimos: “creo en ti” y oímos, sin oírla, una voz verdadera que responde: “Yo soy”.
«Vale más un día en tus atrios que mil fuera de ellos; o pisar el umbral de la casa de Dios que morar en la tienda del malvado» (84,11). En tus atrios, en tu umbral: el peregrino creyente es el morador del atrio, compañero del gorrión y de la golondrina; es el habitante del umbral, mujer y hombre limítrofes, que saben quedarse a la puerta de una morada vacía y sin embargo habitada. Ese umbral, saboreado un día de cada mil, es el mejor emplazamiento bajo el sol. Porque es el emplazamiento de los “guardias del templo”, de los centinelas. El umbral es también en lugar de la profecía, del que camina, llega y no entra, porque, para guardar un espacio vacío, lo protege incluso de su propia presencia. El espacio del profeta no es el lugar sagrado dentro del templo sino el lugar profano que va desde el valle de las lágrimas al umbral y del umbral al valle de las lágrimas, fertilizado por ese caminar y por ese cuidado.
Otro día, los peregrinos del absoluto tuvieron una experiencia aún más tremenda y dramática. El templo, la única casa verdadera del único Dios verdadero, fue profanado y destruido por Nabucodonosor. El pueblo exiliado siguió cantando el salmo 84 y los demás salmos del templo. Esta es una segunda innovación religiosa, tal vez más grande: también podemos encontrar a Dios sin templo, sin lugares sagrados. YHWH se hizo peregrino, como nosotros. De este modo, la cancelación del espacio sagrado, concentrado en Israel en un solo templo, permitió al pueblo maltratado liberarse de la necesidad de un lugar sagrado para encontrar a Dios, e intuir que si existe un Dios verdadero este no habita en ningún lugar porque habita en todas partes: «No vi en la nueva Jerusalén templo alguno, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo» (Ap 21,22).
Las peregrinaciones continúan y deben continuar, porque cuando dejamos de peregrinar buscando a Dios solo caminamos para buscar ídolos en sus atrios sin umbral. El Dios que nos espera al final del viaje ya camina en medio de nosotros (Mt 18,20), sin un nido donde posarse. Y cuando lleguemos al umbral, no preguntemos “¿dónde está Dios?”, sino “¿dónde estamos nosotros?”.
Si un día todos los templos desaparecieran, si el mundo entero se convirtiera en un gran templo vacío (¿o ya lo es?), dos o más peregrinos podrán repetir la misma experiencia maravillosa del salmo 84, podrán entonar su canto en su mismo umbral.
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