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Es Dios, se me parece

El alma y la cítara/17 – No somos amados por no tener culpa, somos amados sin más.

Luigino Bruni

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 19/07/2020

«No es tarea nuestra predecir qué día – aunque ese día llegará – habrá de nuevo hombres llamados a pronunciar la palabra de Dios de tal modo que el mundo sea transformado y renovado por ella. Será un lenguaje nuevo, quizás totalmente no religioso».


Dietrich Bonhoeffer

Resistencia y sumisión.

La cultura de la culpa y del sacrificio encierra muchas insidias. La Biblia conoce bien algunas de ellas, y nos las desvela en el salmo 51 (y en el anterior), uno de los más conocidos y bellos.

«Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito y limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa y tengo siempre presente mi pecado» (Salmo 51,3-5). Miserere mei, Deus. Palabras cantadas en todas las lenguas, generación tras generación, cabecera tras cabecera, lágrima tras lágrima, desesperación tras desesperación, esperanza tras esperanza. Posiblemente el Miserere sea el salmo más amado por la gente, por los pobres. No todos los hombres son perseguidos, no todos reconocen la huella del Creador en el cielo estrellado. Para ellos, los salmos escritos y entregados para estas circunstancias están mudos. Pero no hay hombre ni mujer que no haya sentido, al menos una vez en su vida, la imperiosa necesidad de ser perdonado – aunque sea en el último instante. El homo sapiens es un animal mendigo de perdón. 

En este comentario al libro de los Salmos, generalmente no citamos el primer verso del canto, donde se encuentra el título redaccional que proporciona información sobre el autor y su contexto histórico, entre otras cosas porque no siempre es útil para recorrer el camino exegético correcto. Pero para el salmo 51, el título es muy importante: «Salmo de David, cuando el profeta Natán le visitó después de haberse unido a Betsabé» (51,1-2). Es la herida siempre abierta del Antiguo Testamento, el agujero negro de la historia de la salvación, la pausa dolorosa en la genealogía de Jesús: «David engendró, de la mujer de Urías, a Salomón» (Mt 1,6). El homicidio de Urías el hitita, el fiel y leal soldado al que David mandó matar, el nombre de sangre de un no-padre, ha quedado engarzado, como una perla opaca, en el rosario que recitamos cada Navidad desde hace dos mil años.

Natán, el profeta, fue enviado por Dios al rey David para revelarle la gravedad de su pecado (2 Sam 12,1). Después de narrarle la parábola de la oveja y de obtener la indignación del rey por el delito cometido por el hombre rico de la fábula, el profeta pronunció una de las frases más tremendas de la Biblia: «Ese hombre eres tú» (12,7). David no maldijo a Natán, reconoció su delito y recitó su miserere: «He pecado contra el Señor» (12,13). El salmo continúa la oración donde la deja el segundo libro de Samuel: «Contra ti solo pequé, cometí la maldad que repruebas» (Salmo 51,6). David es grande también por su miserere, que es tan grande como su pecado.

Nos encontramos ante una de las primeras páginas de la ética de la culpa. No es la única (hay páginas inmensas también en los mitos griegos), pero el pecado de David y su gestión se encuentran entre las primeras palabras del gran tema de la culpa, que se suma a otro tema, aún más arcaico y todavía vivo, que es el de la ética de la vergüenza. En la culpa, la mirada de Dios ve en lo secreto y denuncia el delito. En la vergüenza, es la mirada de los otros la que descubre, condena y castiga. El paso de la vergüenza a la culpa (nunca del todo claro) ha representado, en muchos aspectos, un salto ético para la civilización y las religiones. Pero la ética de la culpa también conoce patologías y hace estragos. 

La cultura de la culpa se encuentra en el origen de graves formas de esclavitud, no solo psicológicas o espirituales. Ha impedido a demasiadas personas experimentar la libertad y la liberación, dejándolas ancladas en perennes y crecientes sentimientos de culpa, casi siempre inventados o amplificados. Esto nos ocurre cuando la experiencia de la culpa no va precedida y acompañada de la experiencia, más fundamental, de sentirnos amados y por tanto liberados incluso del sentimiento de culpa. No somos amados porque no tengamos culpa, sino que somos amados sin más. Primero somos inocentes y después culpables, y ninguna culpa puede borrar la imagen de Dios heredada por el Adam, porque Caín pudo matar a Abel, pero no su semejanza con Dios. Si bien es cierto, como nos recuerda David, que «culpable nací, pecador me concibió mi madre» (51,7), los profetas nos recuerdan que antes somos amados: «Antes de formarte en el vientre te escogí» (Jr 1,5). La cultura de la culpa es muy peligrosa porque ofusca en nosotros esta prioridad del amor, nos quita la alegría («anúnciame gozo y alegría»: 51,10), nos encierra en nuestros deméritos, nos concentra de forma narcisista alrededor de nuestro ombligo moral y no nos deja ver la belleza gratuita que nos rodea.

Los salmos 50 y 51 abordan una patología concreta de la cultura de la culpa: la contenida en la lógica del sacrificio. Entre culpa y sacrificio existe una relación muy estrecha. Cuando se cometían pecados contra el prójimo, el pecado generaba en la persona y en la comunidad un sentimiento de culpa, que se intentaba aplacar mediante sacrificios ofrecidos a Dios. Las injusticias en las relaciones horizontales interhumanas generaban un sentimiento de culpa, pero la reparación del daño se producía en una relación vertical entre los hombres y la divinidad. La Biblia denuncia la perversión de este mecanismo de culpa horizontal y reparación vertical: «¿Comeré yo [Dios] carne de toros, beberé sangre de machos cabríos?» (Salmo 50,13); «Un sacrificio no te satisface, si te ofrezco un holocausto, no lo aceptas» (Salmo 51,18). El pecado, en la Biblia, no es nunca un asunto privado entre la divinidad y yo; es un “mal público”, que siempre produce “externalidades negativas” para otros, de las que debo ocuparme si el arrepentimiento es responsable.

El salmista nos recuerda, junto con los profetas, que no es posible violar la justicia del prójimo y esperar la reparación en el ámbito del culto religioso: «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes en la boca mi alianza? Cuando ves a un ladrón, corres con él, eres del partido de los adúlteros, sueltas la boca para el mal, tu lengua urde engaños; te sientas a murmurar de tu hermano, infamas al hijo de tu madre tú que detestas la corrección» (50,16-20). Estos dones-sacrificios son simples sobornos ofrecidos a Dios, regalos mafiosos que solo los ídolos aceptan: «Sacrificios de posesiones injustas son una burla… Lo mismo el que ayuna por sus pecados y luego vuelve a cometerlos, ¿quién escuchará su súplica?» (Sir 34,18;25-26).

Nos encontramos ante la antigua tentación, a veces secundada por las religiones, de creer que es posible “pagar” a Dios por los daños causados al prójimo, mediante sofisticados mercados de indulgencias. La razón de esta relación torcida es sencilla: si el sacrificio es el precio del pecado, la religión se convierte en un mercado donde se compra el permiso para pecar. Pero así los templos se convierten en oficinas de condonaciones perpetuas, que lo único que hacen es incentivar los pecados – entre otras cosas porque nuestros pecados aportan recursos al templo. Esta idea infantil de Dios y de la religión nunca se ha extinguido del todo en el corazón de las distintas fes. Diferente es la solución que indica el salmo en el canto de David arrepentido: «Para Dios sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y triturado, tú, Dios, no lo desprecias» (51,19), porque «el que ofrece como sacrificio el arrepentimiento me glorifica» (50,23). Aquí el salmista evita la lógica económico-retributivo-compensativa del sacrificio y hace de él una expresión de alabanza, una oración de súplica de conversión: «Crea en mí, Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (51,12).

Es una innovación de la espiritualidad. Si he cometido un pecado, si he violado la justicia, no puedo compensar el daño causado a personas concretas con un sacrificio a Dios. Pero sí hay un acto sincero que puedo hacer: pedir a Dios un “corazón nuevo”, y por tanto prometer la conversión, esforzarme en no cometer más ese reato – y reparar el daño causado, pero esto el salmo no lo dice. La actitud más sabia, la mejor economía del arrepentimiento es la que mira al futuro y no al pasado: si hay una salvación del pasado es la que planta su tienda en el mañana.

Hemos aprendido durante milenios que ni siquiera pedir un corazón nuevo u ofrecer el “sacrificio de alabanza” supone una garantía de no volver a cometer el mismo pecado que ahora “confesamos” delante de Dios. Pero el salmista ha querido eliminar la “bolsa de valores” de los pecados donde descontamos hoy nuestra “letra de cambio moral”. En realidad, aunque los sacrificios de toros y corderos hayan desaparecido de nuestra cultura, no se ha extinguido la tentación de hacer de la religión un lugar de compensación vertical de pecados y daños cuyo resarcimiento no queremos asumir horizontalmente. Las bolsas de valores y las cámaras de compensación han cambiado de forma, pero la sustancia es la misma. Han salido de las religiones y de las iglesias, pero la tentación de “echar barro” sobre el hermano, de violar la justicia y el derecho, y después esperar alguna forma de condonación o de regularización donde lavar, mediante una ofrenda, nuestro pecado sigue siendo demasiado fuerte. Y los salmos nos siguen repitiendo de parte de Dios: «Esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú?» (50,21).

Y sin embargo, antiguo salmista, querido amigo, nosotros “somos verdaderamente” como el Dios que a través de ti nos reprende. Nos lo ha dicho la misma Biblia que alberga tu canto: «A imagen de Dios lo creó» (Gn 1,27). No “imaginemos” nada raro. Toda imagen es una relación de reciprocidad, y si nosotros somos imagen de Dios, también Dios es imagen nuestra. Sabemos bien que los humanos somos un entrelazado de vicios y virtudes, de bellezas y pecados, de fidelidades y traiciones, que somos todos hermanos de Abel y de Caín, hermanas, hijos e hijas de Rut y Jezabel. Todos somos imagen de Elohim, todos somos como él. Entonces alguien podría plantearle a la Biblia preguntas incómodas: ¿por qué deberíamos proteger la imagen de las sombras y salvar solo las luces? ¿por qué reducir y recortar este versículo para que solo quepa la semejanza con nuestra parte buena? ¿y si el criterio adecuado para realizar este recorte no fuera la ética? ¿y si Dios fuera más grande que nuestras virtudes? ¿y si nos pareciéramos a él más de lo que pensamos? ¿y si también nosotros fuéramos más grandes que nuestro corazón?

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