A la escucha de la vida/28 – El bueno que resiste da raíces al futuro y salva a todos
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 31/12/2016
«Si encuentras en el camino un nido de pájaros, con polluelos o huevos, sobre un árbol o en el suelo, y la madre echada sobre los polluelos o sobre los huevos, no tomarás a la madre con las crías. Deja marchar a la madre. Así tendrás prosperidad y larga vida» (Deut. 22,6-7). Esta promesa es la misma de aquellos que “honran al padre y a la madre”. Se cuenta que una vez el rabí Elisha ben Abuya vio a un hombre subir en sábado a lo alto de una palmera. El hombre se llevó a la madre junto con las crías y descendió ileso. Otro día después del sábado, otro hombre subió a la palmera, tomó a los pequeños pero dejó volar a la madre. Al bajar, una serpiente mordió al hombre y murió. Elisha dijo: "No hay justicia, no hay Juez". Y abjuró. ¿Qué hizo Elisha para mostrar que había perdido la fe? No construyó una filosofía atea. Un día de sábado arrancó una mata de hierba.
Paolo de Benedetti, Uomini e profeti, Radio3
El encuentro y la tensión vital entre el humanismo griego y el humanismo bíblico han marcado profundamente el alma de la cultura occidental. El genio filosófico de los griegos indagaba en la verdad con una libertad absoluta, desligada de toda referencia al pasado, a la tradición o a los textos sagrados. Por su parte, el ethos bíblico, más orientado hacia la vida que hacia la verdad, tenía la vista puesta en el futuro, pero no estaba liberado ni desligado de los comienzos, pues se encontraba anclado a un primer Pacto y una promesa imprescindibles.
El origen vinculaba, el futuro desvinculaba, y juntos sostenían la tierra occidental. Esta cultura plural, cohesionada y libre entró en una crisis profunda con la modernidad, cuando empezó a perder contacto con los orígenes y por ende con la historia. Entonces se abrió una etapa inédita de un futuro sin raíces, que hasta el momento no nos ha conducido a una nueva tierra prometida de hombres libres, sino a un consumismo nihilista en el que sólo hay presente, sin pasado y por consiguiente sin futuro.
«-¿Quién es ese que viene de Edom, de Bosrá, con ropaje teñido de rojo? ¿Ese del vestido esplendoroso y de andar tan esforzado? –Soy yo que hablo con justicia, un gran libertador. –Y ¿por qué está de rojo tu vestido, y tu ropaje como el de un lagarero? –El lagar he pisado yo solo» (63,1-3). Alguien pasa bajo las murallas, quiere entrar en Jerusalén. El centinela cumple con su trabajo y grita: “¿Quién va?”. El viandante responde: “Soy yo”. El centinela es el profeta. El que pasa bajo las murallas con ropaje ensangrentado, como el de alguien que acaba de pisar la uva tinta en el lagar, es YHWH: “Soy yo, Yo soy”. Dios mismo es quien entra en la ciudad y el profeta, el amigo de YHWH, le pide que revele su identidad. Este preludio de uno de los últimos capítulos del libro de Isaías, único en su género literario, esconde muchos significados. Es posible que en él resuene el eco de antiguos relatos medio-orientales de dioses que se retan a duelo, o de dioses guerreros que luchan con grandes monstruos. Sin embargo, la metáfora de la viña es una constante en el libro de Isaías y, en general, en toda la Biblia. Antes que nada, es imagen del pueblo, de sus fidelidades y rebeliones. Dios es el viñador, el que edifica y cultiva la viña con amor, y también el que la abandona cuando ésta se asilvestra.
YHWH, con sus vestiduras ensangrentadas, le dice al centinela que ha combatido y ha derrotado, él solo, a sus enemigos (63,3-6). Pero el centinela sabe que los enemigos no han sido derrotados, porque están dentro de las murallas y dominan a su pueblo. En la Jerusalén ocupada, YHWH no es un Dios vencedor. Es un Dios derrotado, ausente, que parece haberse olvidado de su pacto y de su promesa: «¿Dónde está el que los sacó de la mar, el pastor de su rebaño? ¿Dónde está el que puso en él su Espíritu santo?» (63, 11-12). «Observa desde los cielos y ve: ¿Dónde está tu celo y tu fuerza?» (63,15). ¿Dónde está pues tu victoria? ¿Cuál es, para nosotros, el premio de la sangre derramada?
En este salmo de lamentación colectiva, el más potente de toda la Biblia, el Dios de Israel, de nombre impronunciable, asume el nombre de “padre”: «Tú eres nuestro padre, que Abraham no nos conoce, ni Israel nos recuerda (…) Tú eres nuestro padre; nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero» (63,16; 64,7). A diferencia de los pueblos vecinos, Israel no usaba la palabra “padre” para llamar a Dios, porque tenía una fuerte necesidad teológica de distinguir su fe, distinta y espiritual, de las creencias naturales y de los ritos de fertilidad. Pero aquel gran dolor colectivo, convertido en oración, pone en boca del profeta la primera palabra del primer léxico familiar de la humanidad. Entre otras cosas, esto es señal del profundo vínculo que existe entre los Evangelios y la tradición bíblica, y muestra que el cristianismo sin toda “la Ley y los profetas” es incomprensible o mera gnosis.
Esta lamentación colectiva quiere alcanzar directamente a Dios-padre. Ya no le bastan ni Abraham ni Jacob (Israel). La tradición no es eficaz para la fe si se queda en mero recuerdo de la fe de ayer. La fe bíblica es una fe histórica, que se fundamenta en el pasado. Pero YHWH es el “Dios de los vivos”, no un dios de muertos, y por consiguiente es el Dios del aquí y ahora. La verdad de la promesa hecha a los patriarcas está en la experiencia de un Dios que sigue presente y actúa hoy. Si YHWH es un Dios vivo y verdadero y no un personaje de relatos lejanos y mitológicos, es ahora cuando debe demostrar su providencia. Israel debe recordar, pero ningún recuerdo, ni siquiera el más grande y poderoso, puede sustituir al encuentro personal y comunitario con el Dios presente. Ninguna fe puede durar si es únicamente recordada y no actual, concreta. En la Biblia, el pasado no es simple recuerdo: es memoria, y la memoria no es nostalgia de una realidad feliz perdida para siempre. Cuando la memoria se convierte en mero recuerdo o en nostalgia, la fe muere. En la Biblia, el pasado permanece vivo, sin morir, para poder convertirse en presente. La experiencia de la presencia de YHWH, ahora, hace verdadero el pasado. La copa vive gracias a la raíz y la vivifica en el encuentro con la luz. La presencia de YHWH hoy es la garantía de que todo lo que vivimos ayer – los dolores, los amores, los rostros – sigue vivo, aunque haya “dejado la escena de este mundo”. Así pues, la fe bíblica es la cuerda (fides) que une el pasado y el futuro en el presente.
La forma más eficaz, y tal vez la única posible, de seguir creyendo en una liberación durante la opresión y la desesperación, pasa por usar la memoria para tratar de revivir el mismo “milagro” del tiempo de la primera alianza, para poder creer en Dios durante su ausencia. La lamentación es una de las formas que asume en la Biblia el ejercicio de la memoria. A través de la lamentación, gritando y pidiéndole a Dios razón de su abandono y de su ausencia del mundo, intentamos seguir agarrados a esa cuerda. La lamentación no tiene límites, todo se puede decir y gritar. Cuanto más radical y extrema es la experiencia de la ausencia, más radical y extrema es la lamentación. Aquellos que temen las grandes lamentaciones y sus angustias, se pierden los cantos religiosos más sublimes, que a veces nos parecen incluso maldiciones o blasfemias. Mientras reprendamos a dios por nuestras desventuras, mientras luchemos con él, seguiremos dentro del horizonte de la fe. El comienzo del ateísmo mudo lo marca el final del grito. El grito de abandono de Jesús en la cruz convierte los “porqués” sin respuesta en los hilos más robustos de esa misma fe-cuerda: «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses!» (63,19). Mientras gritemos y protestemos porque la vida adulta nos parece una traición de las promesas del primer encuentro de la juventud, seguiremos siendo fieles a la primera vocación.
Nada más terminar la gran lamentación-oración colectiva, nos llega otra maravillosa imagen, tomada también de la cultura/cultivo de la vid: «Así dice YHWH: Como cuando se encuentra mosto en el racimo y se dice: “No lo eches a perder, porque es una bendición”, así haré yo por amor de mis siervos» (65,8). Aquí el profeta utiliza un precioso dicho popular (“no tires un racimo de uvas mientras a uno de sus granos le quede algo de zumo, porque ese poco de zumo esconde un don de Dios, una bendición”) y lo engarza en el corazón de su canto. El racimo entero se salva de ser tirado gracias a la vida presente en un pequeño resto: «Sacaré de Jacob descendencia y de Judá un heredero de mis montes» (65,9). Los racimos, las viñas, las comunidades, se pueden salvar gracias a la bendición de un resto vivo que haya sabido conservar su mosto-espíritu. Para ello simplemente debemos ser capaces de descubrir dónde se encuentra ese poco de mosto vivo, mirarlo y esperar la bendición. Este humilde refrán popular se parece a los que
se cuentan en nuestros pueblos, o a los que nos enseñaron nuestros abuelos para transmitirnos el valor y el respeto por el pan, por las plantas, por los pajarillos; el valor de la vida que hay que salvar siempre, de principio a fin. La Biblia es un tesoro de un inmenso valor antropológico, gracias también a estos engarces, a estos camafeos de humanidad: palabras sencillas y valiosas de gente del pueblo, de pastores y de pobres, que se convierten en palabras de YHWH.
El ángel de Dios le dio la bendición (Brk) a Jacob-Israel, después de herirle en el gran combate del Yaboq (Génesis 32). Quien salve un racimo de uvas, marchito pero todavía vivo gracias al mosto escondido en unos pocos granos (o tal vez en uno solo), también recibirá la bendición. La misma bendición. Todos los días no nos encontramos con un ángel que luche con nosotros y luego nos bendiga. Además, cuando lo encontramos, (casi) nunca lo reconocemos. Pero todos podemos salvar, cada día, un “racimo de uvas”, si conseguimos ver el resto de vida que queda en medio de lo que parece seco y muerto, dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Aprenderemos al fin el oficio de vivir el día en que descubramos que la bendición que se esconde en las heridas que nos enseña la vida, los hombres y Dios, es la misma bendición del grano de uva salvado. ¡Feliz año nuevo a todos!
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