A la escucha de la vida/27 – La espera es la condición ordinaria de la vida buena
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 18/12/2016
“Si se lo consentimos, Dios deposita en nosotros una pequeña semilla y se va. A partir de ese momento, a Dios no le queda otra cosa que hacer que esperar. Y a nosotros tampoco. Lo único que debemos hacer es no lamentar el consentimiento que dimos, el sí nupcial. No es tan fácil como puede parecer, porque el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso."
Simone Weil, A la espera de Dios
La espera es la condición ordinaria de la vida buena. Cada año revivimos el Adviento porque, aunque ya sabemos que el niño ha venido, también sabemos que debe regresar. El pueblo de Israel creía y sabía que Abraham se había encontrado con el Señor, que se le había aparecido a los patriarcas, a Agar, que Moisés hablaba con él cara a cara. Todos los profetas conocieron la voz, y vieron el cielo y los ángeles. Sin embargo, seguían esperando al Emmanuel, al Dios-con-nosotros que ya había venido y debía regresar.
La memoria y la espera van juntas. Una da sentido y fortaleza a la otra. El futuro mantiene vivo el pasado. El pasado dice que puede existir una espera que no sea vana. Si no hubiera venido, no podría regresar. Y si no volviera un día a nuestra noche, el recuerdo de la espera no nos bastaría para vivir y la promesa se apagaría. El pasado sin futuro se convierte en melancólica nostalgia, y el futuro sin pasado no sabe escribir una historia de salvación. La tierra que conoció al niño en la gruta es la misma que poco después dejó de verlo, la misma tierra por la que seguimos caminando, esperando su venida. Sin la promesa de otra aurora, aquella noche santa queda demasiado lejana y borrosa. La luz debe regresar porque la noche aún no ha terminado.
«¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de YHWH sobre ti ha amanecido! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece YHWH y su gloria sobre ti aparece» (Isaías 60,1-2). Arriba, levántate. Es posible salir de las tinieblas, de cada tiniebla, si hay alguien que nos llama y nos invita a levantarnos.
El pueblo regresa del exilio a una Jerusalén en ruinas, con el templo destruido, ocupada por otros pueblos con otros dioses. Necesita la voz fuerte del profeta para poder alzar la cabeza, para poder levantarse y resurgir. Pero el tercer Isaías sabe que no podemos levantarnos de nuestras ruinas si antes no alzamos los ojos para ver un futuro distinto y mejor: «Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos, y tus hijas son llevadas en brazos» (60,4-5). La fuerza de la profecía está en que nos hace ver ya el “todavía no”. Con los ojos de los profetas logramos verdaderamente ver la salvación en medio de la desolación. Levántate y mira, mira y levántate: estos son los dos verbos de esperanza de toda vida que quiere recomenzar. Mientras seamos capaces de ver y de esperar, podremos alzar los ojos y levantarnos, aunque sea por última vez: «Quizá volveré a ver a mamá, papá, Silvia; quizá veré a Dios». La fe consiste en mantener vivo este “quizá” hasta el último instante. Es el grano de mostaza que nos basta para levantarnos y florecer.
Esperanza es ver, levantarse y reconstruir: «Edificarán las ruinas seculares, los lugares de antiguo desolados levantarán, y restaurarán las ciudades en ruinas, los lugares por siempre desolados» (61,4). Sólo aquellos que han vivido en ciudades destruidas – por terremotos y guerras o, espiritualmente, por lutos, desgracias y largas enfermedades – pueden comprender toda la fuerza de esta imagen profética. Para poder levantarse y volver a esperar cuando la ciudad y la vida no son más que un montón de escombros, debemos imaginarnos a nosotros mismos y a nuestros conciudadanos en el acto de reconstruir, debemos vernos ya trabajando juntos para reedificar y restaurar. Sólo nos pondremos a levantar un país y una vida abatidos si logramos un día vernos a nosotros mismos, con los ojos del alma, en la obra de la reconstrucción. Primero debemos verlo, o al menos soñarlo, y sólo después podremos comenzar a reconstruir. El día en que tomemos en nuestras manos el primer ladrillo, la esperanza habrá empezado a generar el comienzo de la salvación. Nada expresa mejor la esperanza que el comienzo de una nueva obra. El trabajo de los que reconstruyen una casa, una escuela o una iglesia cuando estamos todos petrificados por el dolor, el miedo y la desilusión, es verdadera participación y continuación de la obra creadora del mundo. Mientras recogemos las piedras y las restauramos una por una, estamos repitiendo: “hágase la luz”, hágase la vida, hágase el Adam, plasmado nuevamente de la tierra con nuestras manos.
La pobreza más grande nace de la carestía de promesas. Estos pobres y esta pobreza, que atraviesan todas las categorías y condiciones sociales, son los destinatarios del anuncio del evangelio del profeta: «El espíritu del Señor YHWH está sobre mí, por cuanto que me ha ungido YHWH. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad» (61,1). Son palabras de una belleza y de una potencia extraordinarias, que los profetas nos siguen repitiendo desde hace milenios, sin cansarse ante el perpetuarse de la pobreza, la esclavitud y el dolor.
No callan, porque no pueden callar: «Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que salga como el sol su justicia, y su salvación brille como antorcha» (62,1). Es hermosa esta imposibilidad de los profetas, que nos repite la naturaleza profunda de toda vocación profética verdadera: «Sobre los muros de Jerusalén he apostado guardianes; ni en todo el día ni en toda la noche estarán callados. Los que hacéis que YHWH recuerde, no guardéis silencio, no le dejéis descansar» (62,6-7). El primer Isaías ya había usado (en el capítulo 21) la imagen del centinela en su maravilloso canto «¿cuánto falta para el día?». Allí, el centinela era imagen del profeta como hombre del incesante diálogo nocturno con los viandantes. A la espera del día, el profeta se convertía en amigo solidario de los hombres que pasaban bajo la torre de la vigilancia y le preguntaban «¿qué hay de la noche?». Ahora el tercer Isaías, heredero y continuador del primer (y del segundo) Isaías, nos revela aquí otra dimensión del profeta-centinela. El profeta es también aquel que, por tarea y por destino, debe despertar a Dios para recordarle el dolor del mundo. Y sabe que debe desempeñar esta obra sin descanso, día y noche, durante toda la vida. No debe “dejar descansar” a Dios hasta el día en que despierte y se acuerde de su promesa.
El profeta es llamado por Dios para hablarle al pueblo y al mundo en su nombre. Pero en el desarrollo de su vocación va comprendiendo cada vez mejor que, a la vez que le habla de Dios al pueblo, debe aprender a hablarle a Dios del pueblo. Todo intermediario, todo buen mediador, sabe esto. Moisés es la imagen más fuerte y verdadera de esta bidireccionalidad del “oficio” de profeta. Pero mientras que cuando habla de Dios es su voz quien le guía, el profeta no lleva dentro la voz del pueblo para hablarle y guiarle. Este es uno de los dramas de la profecía. Y así muchas veces se calla, hasta que aprende que la voz del pueblo es su grito de dolor y comprende que para hablarle a Dios del pueblo tan sólo tiene que gritar junto a su gente. La verdad de la vocación profética y de su buena maduración se revela en plenitud cuando un día el profeta siente que debe dejar el “templo” y bajar a la “plaza”, porque es allí donde se aprende a escuchar la voz-grito del pueblo. Ahí es donde el profeta se convierte en el siervo sufriente que encarna el dolor del pueblo y de los pobres, hasta el martirio, hasta la cruz. Ahí ya no sabe decir la palabra de Dios al pueblo. Es una “oveja muda”, que ha convertido su carne en palabra del hombre dirigida a Dios, en encarnación de la palabra humana para introducirla en el cielo, La Navidad es la gran celebración de la Palabra de Dios hecha hombre. Los testigos de aquel acontecimiento nunca hubieran podido entender lo que acontecía aquella noche santa si, en los profetas, la palabra-grito de los hombres no se hubiera convertido en palabra de Dios.
Pero el tercer Isaías nos dice algo más. El profeta es el primer centinela, pero no está solo en esta tarea. Pone a otros centinelas junto a él en las murallas para que sigan cansando con él a Dios. Son los discípulos del profeta y todos aquellos que continúan su misión en el tiempo. Son todos los hombres y mujeres de ayer y de hoy que, solidarios con su gente, siguen haciéndole preguntas a Dios, sin cansarse, gritando con su pueblo. Son todos los carismas, laicos y religiosos, que no han dejado nunca de hablar de Dios a los hombres y, sobre todo, de hablar de los hombres a Dios, hasta cansarle. La profecía no morirá mientras queden vigías en las murallas de nuestras ciudades, gritando y dando voz a los que ya no la tienen o no la han tenido nunca, sin “callar jamás”. Mientras nos anuncian la salvación, gritan el dolor de aquellos que todavía no han sido salvados y esperan. Y lo hacen por vocación, como aquel antiguo profeta del que son discípulos, aunque ni siquiera lo sepan.
Hace ya mucho tiempo que son pocos, demasiado pocos, los profetas que saben hablar de la promesa de Dios. Pero son muchos, muchísimos, los que saben gritar por la falta de salvación de los hombres y de las mujeres. Muchas veces gritan hacia un cielo que creen vacío, porque no han encontrado nunca a Dios o no lo conocen, o ya no lo reconocen porque han olvidado su voz. Pero siguen por vocación gritando nuestro dolor. Son otros ángeles, distintos pero verdaderos, sobre las grutas de nuestras noches. Ellos no lo saben, pero también entran en el pesebre y junto con los pastores, los corderos y los ángeles, acompañan esta noche y esperan la aurora, para despertarla. Feliz Navidad.
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