La maldición de los recursos

A la escucha de la vida/22 – La ceguera de reducir a los profetas a «profesionales del imperio»

de Luigino Bruni

publicado en  Avvenire el 20/11/2016

Albero Seoul rid«¿Para qué poetas en tiempos de penuria?»

Friedrich Hölderlin, Pan y vino

 «¡Quédate, pues, con tus sortilegios y tus muchas hechicerías! ¿Te podrán servir de algo? ¿Acaso harás temblar de miedo? Que se presenten, pues, y que te salven los que describen los cielos, los que observan las estrellas y hacen saber, en cada mes, lo que te sucederá… Eso serán para ti tus hechiceros por los que te has fatigado desde tu juventud. Cada uno errará por su camino, y no habrá quien te salve.» (Isaías 47, 12-15).

El segundo Isaías, en este bellísimo capítulo de profecía poética, anuncia la destrucción de Babilonia. Su soberbia y su imperialismo («tú que te dices en tu corazón: ¡yo y nadie más!» 47,8) la están llevando a la ruina. En la raíz de este inminente desastre no está sólo la hybris típica de todos los imperios, ni sólo la idolatría que el profeta, en capítulos anteriores, ponía en el centro de su disputa.

Babilonia está a punto de «sentarse en el polvo» (47,1), entre otras cosas, a causa de su ciencia y su gran conocimiento: «Tu sabiduría y tu misma ciencia te han desviado» (47,10). La sabiduría y el saber no son un mal ni un pecado, sino una riqueza y un bien. ¿Por qué dice entonces que estos bienes la están desviando?

Cuando Israel conoce desde dentro la cultura babilónica, durante la deportación, no sólo se siente atraído y tentado por una multitud de dioses poderosos y visibles, que amenazan con ocupar el lugar de su Dios distinto, único e invisible. A Israel también le resultan muy seductoras la cultura y la inteligencia del imperio neo-babilónico. Como pueblo culturalmente elevado y espiritual, lo percibe de un modo especialmente fuerte. El extraordinario conocimiento de los astros y de las matemáticas, la rica literatura y los sofisticados mitos, los hechizos y los oráculos “encantan” también a las mejores mentes de Israel.

La polémica anti-idolátrica ya no es suficiente para controlar esa atracción y esa fascinación. El alma más verdadera y sabia del pueblo intuye que en esa ciencia y en ese conocimiento hay algo bueno y verdadero, que no es estúpido como los ídolos y las estatuas.

Los babilonios comenzaron a observar sistemáticamente las estrellas, la luna y los planetas. Escribieron almanaques, recogieron y catalogaron “científicamente” muchísimos datos sobre los cuerpos celestes. Fueron los inventores del zodiaco, con sus doce signos, y de la partición del cielo en esferas y constelaciones («los que describen los cielos»). Sobre esta base empírica y racional fueron capaces de predecir los eclipses lunares y la órbita de Júpiter (su dios Marduk), con un avanzadísimo cálculo del área de un trapecio (Science, 29 de enero de 2016). Lo que a nosotros hoy nos parece superstición y cultura anti-científica – horóscopos, adivinaciones, interpretación de sueños... – hace dos mil quinientos años era la forma más racional de dar orden al caos. Eran instrumentos muy avanzados para dominar un mundo y un cielo totalmente insondables por lo que respecta a las leyes fundamentales de su movimiento.

Sin el encuentro con Babilonia, que entra profundamente en la tradición y en el código simbólico de la Biblia, muchos relatos bíblicos (no sólo los tres primeros capítulos del Génesis o el diluvio) no existirían. Si los profetas del exilio, el segundo Isaías entre ellos, son tan duros con Babilonia, con su religión y su cultura, es porque ven cómo penetra en el corazón de un pueblo que a duras penas intenta salvarse de la asimilación. Casi siempre la fuerza de las grandes críticas depende del poder seductor de las personas y de las ideas que se critican.

En este capítulo del libro de Isaías encontramos, tal vez por vez primera en la Biblia, el reconocimiento de que la fuerza y la supremacía de un imperio enemigo no dependen sólo del ejército y de la economía, sino también de la ciencia y de la cultura. El segundo Isaías, mediante la cuidadosa selección de las palabras e imágenes de su poesía, muestra que conoce las innovaciones astrológicas/astronómicas del imperio dominador. Sabe que la ciencia y la técnica forman parte de la vocación de Babilonia: son su “genio” («por ellas te has fatigado desde tu juventud»). No las convierte en objeto de sátira, no las ridiculiza como a las estatuas de sus dioses. Le parecen importantes y, a partir del reconocimiento de esta potencia científica e intelectual, da su interpretación de la desventura que está a punto de abatirse sobre la superpotencia: «Tú decías: “Seré por siempre la señora eterna”. No has meditado esto en tu corazón, no has pensado en el final» (47,7). El error más grave que ve el profeta en Babilonia es que, al no ser consciente de la precariedad de su propio éxito y de su poder, desarrolla un delirio de omnipotencia y de eternidad que le impide “pensar en el final”.

No hay que excluir que el profeta experimentara incluso cierto dolor al ver cómo una civilización tan alta se encaminaba a la ruina. A los profetas no les hacen felices las desventuras que anuncian. Son capaces de sufrir por el contenido de su propia profecía. No son propietarios de las palabras que dicen.

En estos versos del segundo Isaías también podemos encontrar una enseñanza más general. Por la historia sabemos que los imperios comienzan a decaer cuando están en la cumbre de su éxito. La grandeza, la fuerza y las conquistas acaban auto-devorando a los grandes, a los fuertes y a los conquistadores, cuando no son capaces de detenerse antes de superar el “punto crítico” que se encuentra en el vértice de una parábola que separa el máximo éxito del comienzo del sendero que conduce al final. Ver este punto crítico es extremadamente difícil, porque coincide con el punto del máximo esplendor. Un gran éxito, sobre todo cuando es de tipo intelectual o sapiencial, hace que nos enamoremos del éxito generado por nuestros propios talentos. Los padres pueden enamorarse de su hijo y terminar devorándolo por un amor excesivo convertido en incestuoso. La decadencia de muchas personas y comunidades, dotadas de grandes talentos intelectuales y/o espirituales, comienza precisamente con esta carencia de castidad, que les lleva a consumir primero los frutos de su propio éxito, después el árbol, y finalmente la raíz.

Esta es una expresión particular y original de la llamada ley de la maldición de los recursos, que se verifica cuando los recursos de ayer se convierten en un obstáculo para la creación de los recursos de mañana. Las rentas de muchos patrimonios comienzan, progresiva e inconscientemente, a corroer el esfuerzo y la motivación para generar nuevas riquezas. Esta típica maldición se aplica a todo tipo de recursos, pero cuando se trata de recursos inmateriales y espirituales es más difícil de reconocer y de prevenir. Por ejemplo, entender que el exceso de petróleo puede convertirse en una maldición para la economía de un estado, o que la riqueza acumulada por los padres puede convertirse en una maldición para los hijos, es fácil. No es tan fácil ver a tiempo que mi talento está consumiendo mi creatividad o que la riqueza espiritual y carismática del fundador de una comunidad puede convertirse en una “maldición de recursos” para la siguiente generación.


Una de las tareas más valiosas de los profetas es su capacidad para ver a tiempo el punto crítico y por consiguiente la llegada de la “maldición de los recursos”. Los profetas pre-ven porque ven aproximarse este tipo de crisis antes que los demás. Saben captar las débiles señales que a otros se les escapan porque se manifiestan en tiempos de abundancia y de prosperidad, cuando nadie tiene ganas de hacer caso a las advertencias disonantes de los profetas. Los técnicos, los futurólogos y los expertos en sondeos no son capaces de ver el punto crítico del comienzo de esta típica maldición de los recursos, porque todos ellos están dentro del sistema y a su servicio; son sus técnicos, producidos y pagados para impulsar el éxito y el poder. El profeta no es un técnico del futuro, no es un analista de la escena (nueva profesión de nuestro tiempo inseguro, que desearía dominar el futuro con ánimo de lucro). Antes bien, es muy consciente de que el tiempo no está en sus manos, sabe que el futuro no es de su propiedad privada. Pero, por vocación, ve este valor-umbral invisible en su deslumbrante trayectoria de desarrollo. Y grita, aun sabiendo que no será escuchado y será tachado de pesimista, derrotista y profeta de desgracias; sabiendo que será equiparado a los técnicos y pronosticadores. Todo profeta sabe que el reduccionismo de la profecía a la simple predicción significaría su muerte. Los primeros enemigos de las profecías de desventura son todos los falsos profetas que se enriquecen pronosticando un futuro cada vez más glorioso y sin final.

En estos tiempos dominados por la ciencia y la técnica, invadidos como estamos por una industria que produce una cantidad impresionante de predicciones financieras, políticas y climáticas, nadie ve ni entiende a los profetas, nadie ve ni entiende a los poetas. Pero sin profetas sencillamente estamos destinados a ser devorados por la perfección de nuestras predicciones: «No librarán sus vidas del poder de las llamas» (47,14).

Los técnicos funcionan bien en las predicciones simples y, si son buenos, nos ayudan a prevenir las pequeñas crisis. Pero cuando se trata de ver las señales de un cambio de época, o de reconocer la llegada de una gran crisis, la técnica de las predicciones no ayuda. Lo único necesario es la profecía. La antigua Babilonia y las babilonias de todos los tiempos, incluido el nuestro, no se salvan porque no tienen profetas: los han matado o los han reducido a profesionales del imperio.

En general, no es malo que los imperios decaigan y acaben cayendo. Incluso podríamos leer en la superación inconsciente de este invisible “punto crítico” un mecanismo providencial intrínseco a la historia humana. Más complejo es el tema de las repercusiones para las personas y comunidades. A veces podríamos evitar la decadencia si fuéramos conscientes de la existencia de la “maldición de los recursos” y si escucháramos más a los profetas, incluso cuando son profetas de desventuras, porque en la profecía de las desventuras está la única esperanza de poder evitarlas: «¡Si hubieras atendido a mis mandatos, tu dicha habría sido como un río y tu victoria como las olas del mar!» (48,18). En las grandes crisis no hay pobreza más grande que la pobreza de profetas.

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