A la escucha de la vida/21 – No podemos tener celos del nombre y de la presencia de Dios
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/11/2016
«Una vez el Baal Shem convocó a Samael, el señor de los demonios, para un asunto importante. El señor de los demonios bramó: “¡Cómo te atreves a llamarme! Hasta ahora esto sólo sucedió tres veces: en la hora del Árbol del Conocimiento, en la hora del becerro de oro y en la hora de la destrucción de Jerusalén.” El Baal Shem pidió entonces a sus discípulos que se descubrieran y sobre cada frente Samael vio el signo de la imagen según la cual Dios creó al hombre. Hizo entonces lo que se le pedía y, antes de partir, dijo: “Hijos de Dios vivo, permitidme permanecer aquí un poco más y contemplar vuestras frentes.”»
Martin Buber, Cuentos Jasídicos
El Ulises de Homero y el de Dante, juntos, hablan de la vocación y el destino del hombre occidental. Irresistible es la llamada de la tierra y de la casa, como irresistible es, al mismo tiempo, la necesidad de zarpar hacia mares desconocidos. El mar que hay que surcar para regresar a casa es el mismo mar que seduce e invita a acometer nuevos viajes.
Al terminar la fiesta por el regreso del segundo hijo, agotado por la búsqueda de una libertad inconexa y desarraigada, a la casa del padre, el hijo menor, el tercero, le susurra al hermano pródigo: «Escucha: ¿Sabes por qué te esperaba? Antes de que termine la noche, me marcho. Tú me has abierto el camino » (André Gide). Ni siquiera el calor y los bienes de la casa paterna pueden llenar nuestro corazón si no vemos a lo lejos un puerto, un mar, un camino, lugares y señales que nos hablan de otro lugar; si más arriba, hacia occidente, no hay un cielo donde intentar emprender un vuelo distinto y más alto que el que aprendimos ejercitándonos alrededor del primer nido. Sólo el meritocrático hijo mayor es feliz radicado en la tierra, quieto y sin alas. Vemos que el sol sale cada mañana por el este y pensamos en el origen, en los comienzos. Después, lo seguimos mientras surca el cielo, pero cuando lo vemos ponerse por el occidente el corazón no se queda satisfecho. No nos basta el comienzo ni el eterno retorno. Queremos conocer también el destino. Queremos saber dónde habita el final. La atracción del final es la raíz del nihilismo, de un ocaso que devora el alba; pero es también un filón del humanismo bíblico y de la mejor profecía.
«Aducid vuestra defensa – dice YHWH – alegad vuestras pruebas, dice el rey de Jacob » (Isaías 41, 21). Tras anunciar un nuevo y gran consuelo para el pueblo y tras contarnos su vocación, el segundo Isaías, el gran poeta-profeta anónimo, discípulo heredero y continuador del primer Isaías, desciende inmediatamente al campo de batalla. Estamos en el exilio babilónico. El templo ha sido destruido. El pueblo está perdido, rodeado de vencedores tan imponentes y soberbios como el imperio. Es demasiado fuerte la tentación de la asimilación cultural: quedar absorbidos por el culto a dioses altos y brillantes y perder la religión, la identidad y el alma. Es lo que les ocurre a los deportados de todos los imperios, también a los exiliados e inmigrantes que llegan hoy a nuestro imperio, Mientras pueden, intentan recordar y contar a los hijos una historia distinta, hablarles y transmitirles la lengua de su infancia, hacer que no olviden todas las oraciones.
El segundo Isaías comienza su actividad profética celebrando un proceso (Rib). Como Job. Pero en este caso la disputa no es entre el hombre Job y Dios. Ahora las partes en conflicto son el Dios de Israel y los dioses de otras naciones, sobre todo Babilonia. El profeta se toma en serio a los otros dioses, y por eso les reclama que aporten pruebas de que están vivos, al menos tan vivos como YHWH. Les reta en el terreno de la historia, el único terreno posible en el humanismo bíblico: «Indicadnos cómo fue lo pasado, y reflexionaremos; o bien hacednos oír lo venidero » (41,22). Y añade: «Aduzcan sus testigos, y que se justifiquen» (43,9). Pero esos dioses callan, no responden: «Miré, y no había nadie; entre éstos no había consejeros a quienes yo preguntara y ellos respondieran» (41, 28). Su polémica anti idolátrica se enmarca dentro de esta disputa. El profeta describe el trabajo de los fabricantes de ídolos: «Anima el fundidor al orfebre, el que pule a martillo al que bate en el yunque, diciendo de la soldadura: “Está bien”. Y fija el ídolo con clavos para que no se mueva.» (41,6-7). Pocos capítulos después, la polémica se hace aún más aguda y sarcástica: «El forjador trabaja con los brazos, configura a golpe de martillo, ejecuta su obra a fuerza de brazo; pasa hambre y se extenúa; no bebe agua y queda agotado» (44,12).
Articula su discurso sobre los ídolos en tres niveles. En la base de esta particular (y floreciente) economía encontramos a los trabajadores, a los fabricantes de ídolos. Trabajan sin cesar, se animan mutuamente, sin horario y sin pausa, como todos los esclavos, como los hebreos en Egipto, trabajando al servicio perpetuo del faraón-dios. Hoy, aún más que ayer, el mercado de fabricantes y consumidores de ídolos trabaja 24 horas al día, 7 días a la semana. Después están los adoradores de los ídolos manufacturados, los que se postran ante sus estatuas. Y en tercer lugar, encima de los ídolos construidos, están (quizá) los dioses, representados por los ídolos, que son “signos” de las divinidades extranjeras. A veces, en la Biblia y en los profetas, el segundo y el tercer nivel se unen, y la confutación de los ídolos se convierte directamente en confutación de los dioses: «Bel se desploma, Nebó se derrumba, sus ídolos van sobre animales y bestias de carga; llevados como fardos sobre un animal desfallecido». (46,1). Ídolos-dioses más “estúpidos” que los asnos que los llevan sobre sus lomos.
Esta identificación dioses-ídolos es frecuente en los libros bíblicos, pero no es el filón más profundo de la religión de Israel y de los profetas. Los filósofos y los poetas más grandes del mundo antiguo comprendieron que para negar a los dioses no era suficiente desenmascarar la inutilidad y la estupidez de las estatuas. Sócrates proclamaba su a-teísmo en las estatuas de piedra para afirmar su credo en otro dios espiritual (el daimon). A Horacio le resultaba muy fácil ridiculizar a los fabricantes de ídolos: «Antaño era un tronco de higuera, un leño inútil, cuando un artesano, dudando si haría un banco o un Priapo, prefirió que fuera un dios» (Sermones). Así pues, afirmar, como hace el segundo Isaías, que las estatuas no son el verdadero dios no basta para demostrar que YHWH es el único Dios verdadero: «Yo, yo soy YHWH, y fuera de mí no hay salvador» (43,11-13).
Aquí se abre un nuevo y fascinante escenario. Si el segundo Isaías hubiera pensado que no había diferencia entre las estatuas de los dioses babilonios y los dioses mismos, y que por tanto las divinidades coincidían con sus representaciones, no habría instruido el proceso a las naciones. Habría confutado a los dioses extranjeros con la misma ironía con la que fácilmente había ridiculizado los trozos de madera y de hierro. Pero liquidar las divinidades babilonias simplemente desvelando la estupidez de los fabricantes y adoradores de ídolos habría resultado demasiado fácil. Por el contario, sintió la necesidad teológica de llamar a esos dioses y a sus abogados ante un tribunal, atribuyéndoles la dignidad de ser parte en la causa, dándoles la posibilidad de defenderse, de hablar, de aportar testimonios y pruebas para demostrar que eran dioses eficaces en la historia, capaces, como YHWH, de explicar y dar sentido a los acontecimientos pasados y futuros. La verdad de Dios es una verdad histórica, su tribunal es el mundo, sus testigos somos nosotros: hic Rhodus, hic salta. Aquellos dioses no consiguieron hablar, no aportaron pruebas, sus testigos y profetas fueron incapaces de vencer al segundo Isaías y a su Dios.
Pero aquella disputa jurídica entre distintos dioses nos dice otra cosa muy importante y tal vez sorprendente: si el Dios bíblico es un Dios dialógico, que discute, que aporta y pide pruebas, entonces no podemos excluir que otros dioses puedan demostrar su no-falsedad. El humanismo bíblico, a la vez que afirma con fuerza que los adoradores de ídolos, que identifican a su dios con las obras de sus manos, son triviales y bobos, no puede afirmar que todos los fieles de dioses distintos de YHWH sean idólatras. Y cuando lo hace, si lo hace, traiciona lo mejor de sí mismo. Para la primera reforma organizativa del pueblo en el desierto, Moisés siguió los consejos de su suegro Jetró (Ex 18), cosa que no hubiera hecho si le hubiera considerado simplemente un idólatra.
Los profetas han dedicado una cantidad impresionante de palabras a la polémica contra los ídolos, entre otras cosas, porque intuían que en aquellos cultos distintos había algo más verdadero que banales sacrificios y ofrendas a manufacturas ciegas y mudas. Si hubieran pensado que aquellos cultos no eran más que una estúpida adoración de fetiches, los hubieran despachado con pocas palabras. En cambio, en aquella polémica había mucho más. Allí se estaba desarrollando una pedagogía teológica e histórica que llevaría a Israel, y después al cristianismo, a comprender que en los dioses de los restantes pueblos se escondían también otros rostros de YHWH, su verdadero Dios, al que no podían aprisionar sino al que debían compartir con toda la humanidad. Israel también conoció la idolatría, y no sólo cuando construyó un becerro de oro, sino cada vez que hizo de YHWH una celosa posesión. Cuando olvidó que, por haber elegido al pueblo hebreo, Elohim no se había olvidado de todos los demás, dejándolos esclavos de estúpidos ídolos. No basta prohibir la representación icónica de Dios para impedir la idolatría, como tampoco basta construir estatuas y sacarlas en procesión para ser idólatras. En cambio, somos ciertamente idólatras cuando pensamos que todos los que pronuncian la palabra “Dios” sin pertenecer a nuestra religión están hablando con un ídolo, con ellos mismos o con la nada. Y somos idólatras, de otra manera pero igualmente idólatras, si pensamos que todos aquellos que no consiguen pronunciar a Dios o lo han olvidado, son simplemente estúpidos, y que su “nada” no pueda estar habitada por una verdadera presencia del único Dios de todos.
En el Génesis encontramos la más hermosa razón de la batalla bíblica contra las imágenes de Dios. Está en el Adam, creado a “imagen y semejanza” de Elohim. No debemos hacernos imágenes de Dios porque todas ellas son menos verdaderas y menos bellas que la que vemos cada día reflejada en la cara de todas las mujeres y de todos los hombres. La intangible “señal de Adán”, impresa en nuestras frentes, es la que puede impedir que los ídolos sustituyan nuestra imagen por la de ellos.
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