A la escucha de la vida/9 - La bendita certeza de que tendremos de nuevo una tierra
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (66 KB) el 21/08/2016
"Escucha: si todos deben sufrir para comprar con el sufrimiento la armonía eterna ¿qué tienen que ver aquí los niños? dímelo por favor."
Fiodor Dostoievski, Los hermanos Karamazov
La gratitud es una de las primeras reglas de la gramática social. Cuando se respeta y se practica, la alegría de vivir aumenta, los lazos se estrechan, las fábricas y las oficinas se humanizan y todos nos hacemos mejores. Pero en nuestro corazón humano no anida sólo un deseo profundo de recibir agradecimiento, de que se nos vea y se nos reconozca por lo que somos y por lo que hacemos. El deseo de agradecer también es muy profundo. Cuando no recibimos reconocimiento sufrimos mucho, pero no sufrimos menos, aunque sí de otra manera, cuando no tenemos a nadie a quien dar las gracias.
En eso, la gratitud se parece a la estima: no sólo deseamos que los demás nos estimen, también queremos poder estimar a las personas con las que vivimos. La existencia humana florece si a lo largo de los años va aumentando tanto la demanda como la oferta de gratitud (y de estima), hasta el último día, cuando cerremos los ojos pronunciando un último “gracias”, que será el más verdadero y el más hermoso de todos.
«Secará el Señor el golfo del mar de Egipto y agitará su mano contra el Río. Con la potencia de su soplo lo partirá en siete arroyos, y hará posible pasarlo en sandalias; habrá un camino para el resto de su pueblo que haya sobrevivido de Asur, como lo hubo para Israel, cuando subió del país de Egipto» (Isaías 11,15-16). Este versículo, con el que concluye el ciclo de la “paz mesiánica” de Isaías, nos revela una cosa muy importante de la relación entre memoria, promesa y futuro, que es típica de todo el humanismo bíblico.
Después del Emmanuel y del anuncio de la promesa de una paz cósmica más grande que la primera (capítulos 7-11), Isaías termina este gran ciclo con un memorial. Nos hace volver al acontecimiento fundacional de Israel, a Egipto, a la travesía del mar, al final de la esclavitud, al comienzo de la libertad, a Moisés. Aquella primera gran liberación se convierte en el punto de observación del presente y del futuro de su pueblo y de la humanidad. Vuelve atrás para seguir creyendo en el futuro. La salida de Egipto no pertenece al pasado. Es garantía de futuro. Si la liberación ha acontecido una vez, puede acontecer de nuevo. Y así será: ocurrirá de nuevo porque ya ocurrió.
La primera palabra del Decálogo es un memorial: «Yo soy YHWH, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Éxodo 20,2). Shemá Israel: escucha, y por consiguiente recuerda. «Mi padre era un arameo errante» (Dt 26,5). En la Biblia escuchar es recordar. Es una actividad, un ejercicio colectivo de la memoria. Es escuchar la voz del espíritu y escuchar la voz de los profetas, que tienen, por vocación, la misión de unir memoria y promesa. Es la misma misión de los carismas, que son la continuación de la profecía bíblica.
Esta es la visión bíblica de la historia. Nosotros la traicionamos cuando decidimos que sólo el presente es real y verdadero, que el pasado ha muerto para siempre y que el futuro es una apuesta en base a las previsiones de los analistas financieros o de los horóscopos. En cambio, la Biblia es el continuo y formidable ejercicio de una memoria viva cargada de futuro. Los profetas nos devuelven al pasado para que nos sorprendamos al encontrarnos con una promesa de futuro. Así, la memoria se convierte inmediatamente en una mirada hacia delante. Es la anti-nostalgia, porque no es el recuerdo de un pasado que ya no existe sino de un pasado que es deseo y esperanza.
Desde este punto de vista, las personas y las comunidades somos como las plantas. Vivimos de raíces y de luz de cielo, de memoria y de promesa. Las raíces necesitan agua, sales y sustancias químicas. A partir de ellas, la linfa en bruto llega a las hojas verdes, que la elaboran y después la devuelven nutriendo a toda la planta con sus raíces. Un árbol no puede crecer en altura y en extensión si no crecen y se desarrollan también sus raíces, si no se nutren con su alimento típico, que es distinto del de la copa.
También las raíces de nuestra historia personal y colectiva necesitan hechos y palabras específicas y diversas. No necesitan luz sino linfa refinada por las hojas. Si exponemos las raíces al sol para observarlas mejor, como algún científico poco avezado hace de vez en cuando, no entenderemos mucho de la vida de las raíces. Las raíces se entienden mejor en su ambiente oscuro, donde ven a su manera, sin ojos. Las raíces de nuestra identidad individual y comunitaria no se alimentan reinterpretando el pasado hoy sino iluminando el presente con un futuro verdadero.
Isaías (cap. 11) ya nos decía que el primer alimento de la raíz es el anuncio de una promesa aún más grande que la primera: lobos que pastan con corderos y niños amigos de las víboras. Todo eso es cierto siempre, pero lo es de un modo absoluto y decisivo para las comunidades creadas a partir de la fe en una promesa. Estas “plantas” son muy delicadas y sólo los jardineros hábiles son capaces de cuidarlas y evitar que mueran. No hay nada mejor que una gran promesa de futuro no vana para alimentar la memoria.
Cuando la planta sufre y comienza a marchitarse, la crisis puede depender de la falta de luz o del exceso de la misma, pero también de un terreno árido y empobrecido del que se alimentan las raíces. Si a la planta le falta agua, de nada sirve que la traslademos del salón a un balcón soleado, porque únicamente aceleraremos su muerte. Cuando las comunidades y los movimientos carismáticos e ideales comienzan a marchitarse, la enfermedad depende unas veces de la luz y otras del terreno. Muchas veces se marchitan por la falta de luz, por la falta de alguien (profetas) capaz de contar historias de futuro tan grandes, al menos, como las de los primeros padres; capaz de regar con nueva luz a las nuevas generaciones y de calentar el corazón destemplado de las primeras.
Pero también puede marchitar el exceso de luz, cuando, para dar entusiasmo al pueblo, se construyen falsas promesas usando luces de neón tras la puesta del sol, o se les alimenta con un doping místico y visionario, perdiendo contacto con los pobres y con las palabras sencillas de la vida y de la tierra. Esta luz artificial seca las hojas y pronto también las raíces. Pero también es posible marchitarse por una escasa o mala alimentación de las raíces; por un escaso o mal ejercicio de la memoria, de la identidad; por falta de agua, cuando la memoria y la identidad se olvidan y no se cultivan; o por demasiada agua, cuando la historia y la identidad se convierten en la primera y única preocupación,, haciendo que la planta entera muera por ahogamiento de las raíces.
Las grandes crisis llegan por la pérdida de raíces o de sol (o de ambas cosas). Mientras seamos capaces de mantener juntas las raíces y la luz, una hermosa historia de los orígenes con una historia aún más hermosa del destino, seguiremos vivos y creceremos. Además, entonces podremos comprender una cosa que está en el corazón de la profecía de Isaías.
Se dice que el libro de Isaías es el libro de la fe. Después de estos primeros capítulos, la primera palabra que nos llega, como la estrella de la mañana, es esperanza. La evolución de este rollo nos desvela también la lógica de la esperanza bíblica. Hoy nos cuesta entender esta esperanza, porque hemos perdido contacto con el espíritu bíblico y con su relación sapiencial con el tiempo. La esperanza bíblica es siempre una esperanza histórica, no pospuesta para el eskaton después de la historia. No debemos pensar que la paz universal del capítulo 11 de Isaías haga referencia a nuestro paraíso. Su único paraíso posible es el que seamos capaces construir en la tierra, que es el único lugar donde YHWH vive y actúa. Su eskaton es la vocación, el cumplimiento, la plenitud (pleroma) de la historia humana y de la tierra: su último día, no el día después.
Esta esperanza crece de generación en generación, pasa de padres a hijos. Como la fe. El hombre bíblico puede creer porque sus padres creyeron. Su fe es fe en YHWH y en la fe de los padres. Es tradición. Nuestros padres fundan la fe, pero nuestra esperanza funda la realización de la promesa en el día de los hijos. Nosotros estamos en el exilio, pero sabemos – esperamos, creemos – que nuestros hijos tendrán de nuevo una tierra. La esperanza sólo puede ser el nombre del hijo “un resto volverá - Sear Yasub” (Isaías, 7). Para la esperanza bíblica hace falta un pueblo, hace falta la fe de los padres y de las madres y hace falta esperar por los hijos y por las hijas. Cuando no existe esta altura y esta profundidad, acabamos confundiendo la esperanza con el optimismo o con las técnicas de “pensamiento positivo” que venden las escuelas de negocios.
Dentro de este horizonte de esperanza-fe es posible comprender también el sentido bíblico de la alabanza, el reconocimiento y el agradecimiento, que Isaías pone como corona de la primera parte de su libro. Él nos ha hablado de la viña, nos ha contado su vocación y su fracaso, nos ha dado la profecía del Emmanuel y de la joven mujer, nos ha prometido una nueva creación de paz. El último redactor de su rollo ha querido sellar estas profecías con una alabanza, con un agradecimiento. Mientras en el exilio creamos que “un resto volverá”, mientras esperemos por nuestros hijos, podemos alabar y agradecer ya. Los que tienen un hijo lo saben.
Todavía no podemos regresar, pero creemos-esperamos que lo haremos “aquel día”. Entonces es posible la gratitud – alabanza ya. Podemos y debemos agradecer ya hoy en vistas de aquel día. Y no se trata de una oración de súplica; sólo puede ser oración de acción de gracias. Porque la alabanza más hermosa y verdadera es la que se eleva en el exilio para agradecer por una liberación que no es para nosotros, porque es más grande que nosotros: «Dirás aquel día: “Yo te alabo, Señor (…) He aquí a Dios mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues el Señor es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación”. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (12,1-3).
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